Siempre es un estímulo compartir ideas, reflexiones y nuevas iniciativas políticas, pero en raras ocasiones puedo hacerlo de la manera pausada que propicia la escritura de un libro. Sobre el inquietante horizonte que perfilan presente y futuro, se interpone otro que me animo a explicar en las siguientes páginas y que apela, sin duda, a los mejores atributos de la humanidad: el diálogo, las expresiones multiculturales, que son muchas y una sola, la esperanza y el profundo deseo de paz que todos los individuos atesoramos.
A las puertas de que se cumpla el primer cuarto del siglo XXI y en unas circunstancias de intensa complejidad geopolítica, es momento de hacer balance de la situación en la que se encuentra nuestro mundo, marcado por el advenimiento de un inevitable cambio de orden que muchos se empeñan en negar.
Afirmamos que somos occidentales porque somos críticos. Desde este marco referencial, histórico y cultural del pensamiento crítico y más allá de tratar de explicar fragmentos aislados de política exterior, me dispongo a reflexionar sobre una idea de grandes principios que intenté poner en práctica durante mis mandatos como presidente del Gobierno y sobre la que he seguido trabajando estos últimos años.
La principal tarea, la más útil que pueda desarrollar un responsable político, es contribuir a la consecución de la paz. Bajo esta premisa, que obviamente precisa de concreción, me gustaría anticipar la razón de ser del texto que tiene el lector en sus manos y las ideas conclusivas que en él se desarrollan.
En primer lugar, reparemos en el gran reto histórico que supone la construcción de una comunidad política internacional sobre bases sólidas, firmes, a partir de los avances civilizatorios de nuestra especie, en particular, tras las revoluciones americana y francesa, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la superación dramática de dos guerras mundiales de la descolonización, siempre incompleta, y la creación de Naciones Unidas y la Unión Europea, que ha sido, esencialmente, un proyecto de paz.
Pues bien, en el marco de este desafío, evaluemos la primera cuarta parte, ya casi transcurrida, del siglo XXI. Un siglo que surge bajo un signo alentador, en la estela de la caída del muro de Berlín y con el acuerdo global sobre los Objetivos del Milenio como el primer programa mundial cuyo objetivo esencial es erradicar la pobreza.
Sin embargo, el siglo XXI parece naufragar en esa construcción política internacional, como un ideal que hunde sus raíces en Kant, limitando extraordinariamente el progreso que estas últimas décadas podrían haber aportado gracias, sobre todo, a los avances científicos. Hablo no solo de España, sino de cualquier país con vocación exterior e historia de una presencia dilatada en el mundo.
Este tiempo se inició como una gran oportunidad, pero lejos de afianzarse la paz y la cooperación internacional, el camino hacia un mundo más seguro, más solidario y menos injusto, un mundo gobernado por el Derecho y los avances en derechos, nos dirigimos en la dirección contraria; una dirección en la que se atisban tinieblas similares a aquellas que nublaron la primera mitad del siglo XX.
Todo se torció con el atentado de las Torres Gemelas. Ahí cambió el destino histórico que hasta ese momento estaba sustentado en un afán prioritario por la paz y la cooperación al desarrollo, la erradicación de la pobreza y el cumplimiento de los demás Objetivos del Milenio, incluidos los ocho propósitos para el desarrollo humano suscritos en el año 2000 por los 189 países miembros entonces de Naciones Unidas. Aquella fue la primera vez en que todas las naciones del mundo se comprometieron a erradicar la pobreza y a garantizar el derecho a la educación y a la salud.
Pero el 11 de septiembre de 2001 alteró de forma abrupta la agenda internacional. La primera potencia del mundo convirtió en prioridad la restitución de su autoestima, lanzando la teoría de la guerra contra el terrorismo. A partir de entonces, hemos antepuesto la seguridad a la paz, bajo la gran mentira de que una llevaría a la otra, y cuyas consecuencias —sobre todo en los países occidentales— han sido más inseguridad y menos paz.
Cada día se hace más evidente la presunción de que bajo esta reacción bélica incesante subyace algo mucho más profundo y peligroso, que explicaré a lo largo de este libro y que se resume en la resistencia de Estados Unidos a asumir la pérdida de su hegemonía económica, política y cultural, a la que se suman, casi por inercia, sus aliados históricos, en particular la UE, que tuvo su última respuesta autónoma con la guerra en Irak. Por este motivo, se ha impuesto la idea militarista que defiende la necesidad de incrementar los presupuestos de defensa.
Indudablemente, estamos ante el gran problema de este primer cuarto del siglo XXI: el discurso de la seguridad se ha antepuesto al afán de paz. Prueba de ello es la debilidad de los movimientos pacifistas, que poco a poco se han ido apagando, incluso ante guerras recientes y trágicas como la emprendida por Rusia en Ucrania o en Gaza.
Todas las civilizaciones pasan por momentos de esplendor y de decadencia. La Historia nos enseña que la predilección por la seguridad conlleva un alto riesgo de provocar crisis lo suficientemente dramáticas como para generar un cambio de paradigma, un punto de inflexión histórica.
La reacción de Estados Unidos ante el derribo de las Torres Gemelas fue la gestación de una cruzada que se ha llevado por delante muchas vidas humanas, sin lograr ninguno de los supuestos objetivos propuestos. Afganistán es el ejemplo más claro y devastador.
En los últimos años, han dejado de abordarse las consecuencias y las causas últimas de la violencia y el terrorismo, más o menos justificadas, más o menos odiosas, pero fundamentales para interpretar y tratar de recomponer la situación política internacional.
Cerca de un millón de personas —la mayoría, población civil inocente, niños en quizá más de un 40 %— han muerto como consecuencia de las intervenciones militares subsiguientes a aquel atentado, muertes que ni siquiera han ocurrido en lugares donde vayan a ser recordadas.
Estas acciones han supuesto, en gran medida, un gasto en defensa; no en vano, los países de la OTAN atesoran el 12 % de la población mundial y el 52 % del gasto en defensa. La desproporción es gigantesca, y el balance, desgarrador. En el caso de la potencia norteamericana, su gasto —equivalente a seis veces el PIB de España— está focalizado en una zona que afecta sobre todo a Oriente Medio y el Mediterráneo, un área geográfica decisiva, esta última, porque marca el índice mayor de paz o de conflicto geopolítico en el mundo: Libia, Afganistán, Irak, Siria, Yemen...
La situación en Libia ha sido terrible. Como también en Irak, y en Afganistán, que quizá sea el ejemplo más paradigmático del fracaso de la OTAN —la organización más importante para la seguridad colectiva que existe— y de la política de seguridad de paz de Occidente, en cuyos logros podemos resaltar la situación en la que está en la actualidad Oriente Medio.
El conflicto entre Israel y Palestina se encuentra, seguramente, en el momento más crítico de su historia. Este es el balance de haber favorecido la política de seguridad, de haber abandonado la vía política del diálogo, el imperativo para la solución pacífica de los conflictos.
Si pensamos que incluso en la Guerra Fría, durante la época del rearme, primó la diplomacia en defensa de la contención nuclear que evitó la gran catástrofe, resulta aún más exasperante que en este momento de la Historia hayamos preferido de nuevo la solución convencional, la guerra como recurso ordinario, poniendo de manifiesto que, como civilización, y en el ámbito de los derechos humanos y el diálogo, atravesamos un momento de lamentable retroceso.
Vivimos los años de más guerras y más muertos desde la Segunda Guerra Mundial. Un fracaso indiscutible del sistema internacional y de las grandes potencias, con Estados Unidos al frente.
Por ello, lo que defiendo en estas páginas es que la guerra contra el terrorismo siempre se pierde; que la respuesta ante una situación geopolítica de conflicto constante debe ser la acción política y que esta acción política debe estar sustentada en la autonomía como principio, sin vasallajes atávicos ni ficciones oportunistas.
Con el propósito de lograr una paz duradera, que redunde en el bienestar y el progreso de las naciones, la comunidad internacional debe recuperar como brújula la Carta de San Francisco, los propósitos y principios suscritos por Naciones Unidas el 26 de junio de 1945. La ONU debe seguir siendo esperanza y garantía para millones de personas.
Inmersos en la globalización, no es posible defender la autonomía estratégica ni la cesión de autonomía política a Estados Unidos como una visión del mundo, como una forma de entender las relaciones internacionales, el desarrollo, la cooperación, los principios que compartimos. Las circunstancias demandan lealtad a la Carta de San Francisco. En ella están las pautas para una política que alíe civilizaciones y culturas, que pueda ser una herramienta útil para el derecho y la legalidad internacionales, como diplomacia preventiva. Europa fue muy leal a sus principios y, sin embargo, esa lealtad está gravemente debilitada. Llegados a este punto, conviene preguntarse cómo afectan la gobernanza mundial y las relaciones geopolíticas a la construcción del mundo futuro, y cómo lograr influencia con la estrategia que defiende la solución pacífica.
En esta reflexión resulta perentoria la defensa de los derechos humanos, probablemente el concepto político más elevado que ha conocido la Historia. No hay ningún derecho humano que no deba ser declarado y protegido. Ninguna razón cultural, religiosa, geográfica o histórica que impida luchar por una sociedad justa.
Defender los derechos humanos es defender su garantía legal y judicial y su internacionalización como hitos históricos de nuestra civilización, con el convencimiento de que quienes no los respeten serán señalados, interpelados y denunciados. No en vano, cuando las preguntas morales se repiten una y otra vez en miles y miles de voces, las respuestas acaban del lado de la dignidad.
Tras los terribles atentados del 11 de marzo de 2004, los peores de la historia de España, formulé por primera vez, en Naciones Unidas, la idea de la Alianza de Civilizaciones, la creación de un foro global, de una alianza, entre Occidente y el mundo árabe y musulmán, para combatir el terrorismo y la violencia por una vía que no fuese la de la acción militar. Me retrotraigo a cuando concebí aquella idea que acaba de cumplir veinte años. Desde el profundo dolor que supusieron aquellos atentados, nuestro objetivo era plantear alguna alternativa a esa dinámica inevitable de la fuerza como respuesta en la que se veía inmersa, ya entonces, la ONU.
Es capital que en este siglo XXI lleguemos al entendimiento. No podemos permitirnos asumir la profecía que se autocumple con el choque de civilizaciones. Ninguna fe o creencia, ningún dios, pueden servir para amparar o legitimar la violencia. Reafirmo mi convicción de que la pluralidad cultural y religiosa, la diversidad, es riqueza. No existe perversión más paradójica, en todo el ámbito de las civilizaciones, que el uso de la fe como justificación para la guerra. Por eso el fanatismo debe combatirse también desde la propia fe. Es necesario que las religiones instituidas en el mundo desautoricen la violencia, en un esfuerzo histórico para lograr la paz, y afirmen que la paz es inherente a la fe.
Las quince primaveras árabes que tuvieron lugar entre 2010 y 2012 nos pusieron sobre aviso: advirtieron a las democracias occidentales de que, más que una transición democrática, la realidad geopolítica internacional estaba adquiriendo tintes de desorden sistémico.
Hay algo con lo que me siento especialmente sensibilizado cuando recuerdo aquella época: los momentos en puestos de mando, cuando se decidían intervenciones militares, ataques que se materializaban en 24 horas, como sucedió, por ejemplo, con Libia en el año 2011. Las consecuencias de estos ataques, las muertes que podían llegar a causar, nunca se evaluaban. Por eso quizá mantenga esta obsesión casi patológica por la paz.
Considero que el primer mandamiento de las sociedades organizadas, de la comunidad política y, muy especialmente, de las democracias —a las que se nos presupone la suma realización de los valores ilustrados— es la preservación de la paz.
Como militante y ciudadano leal a la Carta de San Francisco, he trabajado por la defensa de la legalidad internacional que han construido las democracias. Proteger de manera unilateral nuestros intereses egoístas sin garantizar los derechos humanos y la cooperación será negativo y es contrario a los postulados de Naciones Unidas, salvo en circunstancias excepcionales de derecho a la defensa, como es el caso de Ucrania ante la invasión rusa. A este respecto, resulta significativo que quienes más han vulnerado la legalidad internacional, quienes más veces han intervenido militarmente en otros países sin autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, sean Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y, ahora, Rusia, de una manera muy contundente. El único país que hasta la fecha no ha rebasado esa línea es China. En teoría, los miembros del Consejo de Seguridad debieran ser los que más respetaran la legalidad in