Hace ya unos años, estaba grabando un pódcast que se llamaba Dos rubias muy legales y comentábamos cómo la sexualidad de las mujeres había sido secuestrada. Le explicaba a mi compañera que en el libro El fruto prohibido la escritora Liv Stromquist incluía unas cuantas viñetas con frases que solían aplicarse a la actitud de las mujeres en las relaciones sexuales. Citaba lugares comunes como que algunas señoras no buscan orgasmos, que a muchas mujeres no les agradaba el sexo oral y otras ideas populares que a todas os sonarán al leerlas.
Stromquist defendía que, si le cambias el género a una idea y te resulta ridícula, es que es una idea ridícula y que hemos llegado a asumirla porque les hacía la vida más sencilla a los hombres.
Por ejemplo: a los hombres no les gusta el sexo oral. Ridículo, ¿verdad? Pues, si no vale para ellos, tampoco para nosotras. Pero digamos que, si todas nos lo creemos, menos trabajo tienen ellos: si no buscamos un orgasmo, para qué se van a molestar en proporcionarnos uno; si no nos gusta el sexo oral, para qué se van a poner a trabajar en ello.
Continuamos con la charla, ahondando en los motivos exactos por los que cada una de estas ideas había calado. En el caso de la referente al sexo oral, yo alegué que creía que tenía que ver con que nos habían convencido de que nuestras vulvas estaban mal. Ya sabéis: desde el típico olor a pescado al convencimiento de que los labios deben estar cerrados como los de una Barbie, o que su color debe ser del mismo Pantone que el resto de nuestra piel. No entiendo que nadie nos dijese que un coño es un coño, y que sabe, huele y luce como un coño, no como un codo o un muslo. Si esta era la idea que se propagaba, puedo empatizar con la desilusión consiguiente. Si he aprendido de pequeña que el pito huele a canela, es normal que, al percibir el olor de un pito normal, sienta que he sido engañada. La cosa es que rara vez hemos tenido la oportunidad de explicar a los cuatro vientos que estos coños están perfectamente sin ser tachadas de Charos radicales. La vergüenza que nos generaba la posibilidad de no tener una entrepierna agradable al gusto de nuestro compañero sexual nos había cercenado la posibilidad de disfrutar de actos tan agradables como una comida de coño. Para ahorrarnos un mal trago, preferimos convencernos de que era una práctica que nos desagradaba. Subí este corte en un reel a mi cuenta de Instagram: lo que sucedió a continuación te sorprenderá.
Miles de mujeres empezaron a comentar que la razón por la que decían que no les gustaba que se lo hicieran no tenía que ver con nada de aquello, sino con que se lo hacían mal. Relataban desastres de alcoba ciertamente graciosos: lamidas de ingles, frotamientos como si estuvieran en busca del fuego, falta de ritmo y un largo etcétera. Muchas decían que habían intentado explicar cómo se hacía, pero se habían encontrado con el ya famoso «No te preocupes, que yo sé cómo es». No, no lo sabes, José Luis, por eso te lo estoy intentando explicar.
Aquí llega otro de los grandes problemas, claro. El de no herir el ego de la persona con la que compartes vida sexual. A veces la autoestima es tan frágil que simplemente sugerir que no está acertando en el lugar adecuado o que podría hacerlo mejor puede dar lugar a una depresión de caballo. Pensará que jamás lo hizo bien, que no ha sido capaz de adivinar cómo funciona el cuerpo de una mujer, que todas aquellas con las que ha estado pensaron lo mismo… De repente, la frase «Eres la primera que me lo dice» se torna en el título de una novela de Stephen King. Tú te habrás quedado sin diversión y, encima, deberás consolar al interfecto. Mentir incluso. Decirle que lo hace bien, que es solo que podría ser mejor. De todas es sabido que hay dos tipos de orgasmos: clitorianos y fingidos. Renunciar a nuestro placer nos ha ahorrado muchísimos problemas y discusiones.
Es por eso, amigas, por lo que debemos tener plena conciencia de cómo funciona nuestro coño. Hay que tener autocoñocimiento. Hay que decirle al mundo cómo va esta movida. Cuántos orgasmos perdidos como lágrimas en la lluvia por culpa de un mundo al que no se ha procurado la información correcta.
Querida Pitu: gracias.
Henar Álvarez
INTRODUCCIÓN:
MI CUERPO NO ES UN ESPACIO DE SUFRIMIENTO, ES UNA MáquIna perfecta
Bienvenida a este viaje hacia tu cuerpo, hacia tu sexualidad, hacia tu autocoñocimiento.
Bienvenida a la travesía de reconciliación con todo lo que nunca nos contaron. Ojalá este camino nos lleve juntas a limpiar esa culpa de «No supimos hacerlo bien», porque lo hicimos como pudimos, con las herramientas que tuvimos.
Espero que podamos adquirir juntas los conocimientos y materiales que en su día no nos dieron para, ahora, poder elegir sobre nuestros cuerpos, para tomar las decisiones que no nos dejaron tomar y obtener la información que nos negaron. Ojalá te guste mi lenguaje cercano, desenfadado y atrevido, porque he pretendido escribir «la Súper Pop» que nunca leímos y utilizar el humor para quitarnos la culpa, las imposiciones y todas las heridas que nos han hecho sentir.
Me llamo Laura Aparicio, aunque desde los diecisiete años todo el mundo me conoce como Pitu. En el grado de Integración Social era la más pequeña de las Lauras de mi clase y me quedé con «Laura Pitufina». Desde entonces ni mi madre me llama Laura, y me pregunto cuánto de ese mote me sirvió para dejar atrás a la «niña» que era por aquel entonces y empezar a considerarme adulta demasiado temprano para mi edad.
Desde que decidí escribir este libro, tuve claro que mi objetivo principal era hacer algo cercano, tipo conversación, con lo que pudiéramos reflexionar y aprender juntas, alcanzar un pensamiento crítico que nos permita ver lo que nos sirve, lo que nos apetece cambiar o mejorar, y hacerlo desde la ternura y la autocompasión; nada de culpa ni de dolor sobre nuestros cuerpos, que bastante hemos tragado ya.
Nunca pensé que me dedicaría a la sexualidad.
Nunca pensé que viajaría impartiendo talleres de sexualidad por el mundo.
Nunca pensé que viajaría hablando de autocoñocimiento.
Elegí con diecisiete años ser integradora social porque tuve claro que una parte de mí quería ayudar, compartir y reflexionar en colectivo. Cuando años más tarde estudié Educación Social, me di cuenta de que otras partes de mí también querían sanar y entender aspectos de mi vida que me hacían sufrir, y que necesitaba intelectualizarlos para avanzar. Ponerles cabeza a las cosas que me van pasando y entender por qué actúo de cierta manera me sirve para no repetir algunos patrones de mi conducta o modificar lo que hago y cómo lo hago… aunque a veces siga tropezando con la misma piedra una y otra vez.
Con veintiséis años empecé a dar talleres de sexualidad y drogodependencia. Buen disgusto le di a mi padre cuando le dije que me iba a dedicar a «currar con los yonquis y las putas» y no iba a seguir con el negocio de hostelería familiar. Mi madre siempre ha sido muy de apoyarme, escucharme y confiar en que, cuando algo se me metía en la cabeza, no había nada que me frenara.
Acababa de volver de vivir un año en Italia y estaba en ese momento vital precario de las pocas opciones que te deja el ámbito de la intervención social. Entonces, dos colegas me ofrecieron abrir una escuela de ocio y tiempo libre: personas sordas impartirían lengua de signos y gente con formación, experiencia y, sobre todo, perspectiva de género, nos encargaríamos de la intervención en drogodependencias y sexualidad.
La perspectiva de género me parece ultranecesaria desde que conocí el feminismo, con unos diecinueve años. Tener en cuenta los roles, las diferencias y los mecanismos que se dan en esta sociedad binaria, machista y patriarcal hace que podamos tener una visión más amplia y concienciada de todo lo que nos rodea, incluyendo la orientación del deseo.
Por eso, cuando con diecinueve años llevaba tres planteándome si era bollera, bisexual o hacia dónde orientaba mi deseo, el feminismo vino a salvarme en forma de amigas.
En mi caso, Madrid y, concretamente, el barrio de Chueca me ofreció las plazas y los garitos donde descubrir mi sexualidad y las compañeras con las que hacerlo, y dejarla fluir mientras crecía y descubría quién era.
El feminismo me dio en la universidad una forma política y militante de habitar el mundo. Con este pensamiento crítico, hice amigas que me ayudaban a reflexionar sobre mis privilegios, mi forma de moverme y actuar en los grupos, el tipo de activismo que ejercía y cómo la batucada en la que llevaba años tocando era lo más cerca de las asambleas que yo había estado jamás.
Participar en esa escuela de ocio y tiempo libre que querían abrir mis colegas era una forma más de seguir trabajando dentro de los activismos en los que ya llevaba tiempo moviéndome y de seguir fomentando desde las aulas la concienciación que ya llevaba tiempo promoviendo desde las calles.
Empecé en 2014 los primeros talleres de sexualidad enfocados en la formación de monitores de ocio y tiempo libre. Su ilusión era grandísima, porque nunca habían recibido formación sobre sexualidad, menstruación u orientaciones diversas, y les motivaba muchísimo tener una profe bollera que resolviera sus dudas acerca de lo que pasaba en sus cuerpos y, a la vez, que pudiéramos abordar situaciones que se iban a encontrar en campamentos. En mí también crecía la ilusión, casi a la misma velocidad que el síndrome de la impostora. Aún hoy me persigue esa sensación que tantas sentimos de no saber si lo estoy haciendo suficientemente bien, si iré correctamente vestida para esa ocasión, si hablo demasiado rápido, si me muestro demasiado vulnerable al escribir…
Las sesiones formativas con las que empecé en la escuela duraban cinco horas, y, aun así, no teníamos tiempo para resolver ni la mitad de las dudas que surgían ni para cerrar ninguno de los debates, y los miedos sobre menstruación, deseo, prácticas sexuales, posturas, consentimiento, anticonceptivos… eran cada vez más grandes.
Nunca habíamos tenido un espacio seguro donde hablar de sexualidad.
En 2015 pude ver que la necesidad de crear lugares de encuentro, formación y círculos transfeministas en los que generar pensamiento crítico era brutal, porque cada día, en cada taller, llorábamos, nos abrazábamos, alucinábamos compartiendo experiencias que pensábamos que solo nos pasaban a nosotras… y resulta que no estábamos solas, que había muchas más personas en el grupo que también sufrían violencia cada vez que iban al ginecólogo, que también tomaban la píldora porque no les habían dado otras opciones y que no conocían su clítoris porque no salía en ningún libro de texto.
Me quitaba el sueño encontrar la manera de hacer llegar toda esa información a otras personas que, como yo, pudieran necesitarla, para que les ayudara a elegir sobre sus cuerpos, para que pudieran dejar de pensar que algo estaba mal en ellas, que algo no funcionaba.
Me habían diagnosticado cáncer de cuello de útero en 2013, justo antes de irme a Italia. Fue uno de los sucesos más traumáticos de mi vida, pero en aquel momento no lo viví como algo angustioso, sino que me puse a visitar médicos, clínicas y a desplegar todo el movimiento que la sociedad espera cuando escuchas la palabra «cáncer».
Pasé por un periplo de tocamientos, doctores, diagnósticos, biopsias sin anestesia, y sentí mi cuerpo tan observado y ninguneado que, aún hoy, después de tanto trabajo terapéutico, me siguen cayendo lágrimas al escribir sobre ello.
Probablemente, fue el mayor detonante para convertirme en formadora en sexualidad.
Me operaron en diciembre de 2013 de lo que supuestamente era un cáncer de cuello de útero en grado dos; hasta siete años después no supe, después de mucho investigar y pelear para que me dieran mis informes, que en realidad la operación había sido de endometriosis: nunca había llegado a ser cáncer, me habían quitado gran parte del útero, dos endometriomas y mis posibilidades de ser estéril alcanzaron el 9