Refugio

Eva Morell
Eva Morell

Fragmento

Prólogo

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«Hola, saludos desde lo más profundo del bosque».

Esta es la frase con la que empiezo cada correo electrónico que envío desde El club de la cabaña. Comencé a proyectar esta newsletter en la noche de Reyes de 2021, tras una conversación con mi amiga Izaskun por Telegram. Ella fue la responsable de encender una bombilla en mi cabeza: ¿por qué no compartía con los demás todas esas cabañas que encontraba (es un decir: las buscaba con mucho placer) en internet y que tan bien me hacían sentir?

Una semana más tarde, justo antes de enviar el primer correo electrónico, ya había más de un centenar de personas suscritas a mi pequeño proyecto. Cuando estaba acabando de escribir este libro, en diciembre de 2024, eran varios los miles de personas que disfrutaban de su dosis de desconexión cabañil cada semana, ojalá pensando en lo bonito que sería dejarlo todo y mudarse a una cabaña durante una temporada.

Recuerdo que una vez la escritora y cazadora de tendencias Anabel Vázquez, autora de Piscinosofía, me definió como una detective de cabañas (así como ella lo es de piscinas). Y es cierto que sigo infinidad de perfiles de Instagram, muchísimos blogs, leo continuamente sobre ellas y ocupan gran parte de mi rutina diaria. Me siento cómoda en esa descripción, pero no siempre fue así. Para entender mi obsesión, debemos remontarnos hasta 2009.

Puede que se te hayan olvidado, pero aquel año sucedieron muchas cosas: el mundo vio nacer el bitcoin, la famosa y polémica criptomoneda que convirtió de manera instantánea en millonarios a unos pocos; se estrenó Glee, una de mis series favoritas de Ryan Murphy; Barack Obama ganó el Premio Nobel de la Paz; y murió Michael Jackson, el eterno Rey del Pop cuyo videoclip Thriller me atemorizaba tanto de pequeña. También, ese año, me mudé seis veces en nueve meses a tres ciudades diferentes y acabé las Navidades con un último traslado a la casa de mis padres, una casita roja en medio del campo en Mijas, que se convirtió durante un buen tiempo en mi particular cabaña.

Por azares de la vida, y de la crisis de 2008, que truncó los sueños de tantos y tantas millennials «jóvenes, aunque sobradamente preparados» (parafraseando aquel anuncio de Renault Clio de los noventa), de repente me encontré sin trabajo y con una ruptura amorosa de esas que sabes que recordarás —siempre el amor, ¿eh?—. Caí en una depresión que duró catorce larguísimos meses. Uno de esos días en los que estaba en lo más profundo del pozo, navegando con desgana por los diferentes desvíos y autopistas de internet, apareció ante mí la imagen de una cabaña que me llamó la atención: era una casa de madera triangular con una fachada de cristal, y había un grupo de personas disfrutando en el porche. Consiguió llenarme de una paz y una felicidad que hacía tiempo que no experimentaba. Rápidamente tracé su origen: estaba alojada en un blog llamado Cabin Porn. Porno de cabañas. ¡Qué maravilla, qué sugerente, qué todo!

Ese fue el momento exacto en el que mi vida cambió, sin el que El club de la cabaña no hubiera existido. No tardé en desear compartir con otros esa sensación de paz que me provocaban todas y cada una de las imágenes de cabañas que veía. Lo hacía a través de las rudimentarias redes sociales que tenía a mi disposición: Pinterest, Myspace, Facebook…

He tratado en vano de buscar cuándo fue la primera vez que compartí una de esas imágenes por internet. Los recuerdos de Facebook se empeñan en notificarme que el 18 de octubre de 2011 publiqué la fotografía de una habitación ubicada en el ático de una cabaña, acompañada del texto «aquí, ahora». No sé si fue la primera, pero sí que esa frase fue mi santo y seña para los momentos en que necesitaba desenchufarme de la realidad. Desde entonces, mi feed de la «red social» se salpicó de cabañas en A, de refugios, de casitas en los árboles, de chalets alpinos, de bosques, de madera, de lluvia y de nieve… en un sinfín de paisajes que gritaban (y siguen gritando) a los cuatro vientos que es la hora de desconectar: aquí, ahora.

No me digas que esa necesidad de parar no tiene sentido. Más que nunca. Vivimos en un mundo dominado por la tecnología, en una especie de Matrix sin robots porque no hacen falta: somos nosotros mismos los que nos ponemos la zancadilla fomentando la hiperproductividad, el consumismo y esa forma de convertirnos en productos que ahora llaman marca personal. Estamos en un mundo dominado por un capitalismo exacerbado que nos obliga a gastar aunque carezcamos de ingresos, a viajar por encima de nuestras posibilidades, haciendo check en todos esos sitios a los que van los influencers; en un mundo hiperactivo que nos obliga a aparecer en las redes de nuestros amigos porque, si no, no existimos, a seguir la moda de la lámpara champiñón que se ha hecho viral, o a hacer fotos en ese restaurante de culto o de esa ración de espaguetis que se sirven en el plato tras embarrarse en una rueda gigante de parmesano. Un mundo que aún navega inconsciente gracias a la inercia del boom de los noventa y de la revolución del cambio de siglo, como si los recursos fueran infinitos, como si no existiera el efecto invernadero y como si la crisis climática fuera un mal ajeno que jamás nos va a impactar. Habitar las ciudades ha sido la máxima aspiración de muchos de los nacidos en democracia. Sin embargo, cada vez somos más los que nos sentimos ahogados en ellas por los altos precios, por el alquiler, por el turismo masivo, por los niveles de contaminación… Todo va sumando hasta que, de repente, sentimos la necesidad de reconectar con un espacio que siempre estuvo ahí sin que miráramos hacia él (porque estábamos ocupados construyendo el futuro): la naturaleza.

Si algo bueno trajo la COVID-19 fue que nos permitió poner en pausa un planeta que giraba casi a la velocidad de la luz. A muchos, eso nos hizo conscientes de que algo de lo de antes no funcionaba tan bien como nos lo estaban contando. Tal vez no salimos mejores del confinamiento, como coreábamos algunos idealistas, pero la reclusión nos ayudó a volver a estrechar lazos con nuestro entorno natural. De repente entendimos que la desconexión era necesaria, que el mundo analógico no estaba tan mal y que de una escapada al campo podíamos regresar con los pulmones llenos de aire fresco y el cerebro reseteado. Lamentablemente, también esa refrescante sensación está viviendo su propio proceso de mercantilización: pagamos por el silencio, por un baño de bosque o por una experiencia cinco estrellas en una casa en el árbol situada en lo más recóndito de un monte noruego. ¿Hemos recurrido a la naturaleza tan solo para convertirla en un bien de lujo reservado a unos pocos o estamos ante un deseo genuino de volver a lo más básico, a lo primordial?

Desde la prehistoria, la humanidad ha buscado refugio en las cabañas. No solo de forma física, para guarecerse de las tormentas o el frío, sino también metafórica. Los romanos fueron los primeros en pensar en la naturaleza desde el punto de vista lúdico, de recreo, como detox de la Gran Roma. Los Médici celebraban banquetes en treehouses espectaculares de los que solo nos quedan imágenes en grabados antiguos y los relatos de los historiadores de la época. Los parisinos se obsesionaron tanto con Robinson Crusoe que levantaron un pueblo lleno de casas en los árboles para ir a comer y bailar los fines de semana. Le Corbusier construyó una pequeña cabaña en la que puso en práctica su personal teoría de la arquitectura solo para poder espiar a gusto la vivienda de sus sueños. Thoreau huyó a los bosques, a su particular Walden (el de verdad), para dar rienda suelta a su creatividad, igual que Virginia Woolf en su habitación propia de Rodmell. Doctor en Alaska nos conquistó por sus paisajes cabañiles y su trama tranquila y sosegada. Bart Simpson se escondía de su padre en la casa en el árbol, su guari

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