Repensar la pobreza

Abhijit Banerjee
Esther Duflo

Fragmento

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PRÓLOGO

Esther tenía seis años cuando leyó en un cómic sobre la Madre Teresa que una ciudad llamada Calcuta estaba tan abarrotada que cada persona disponía solamente de un metro cuadrado para vivir. Se imaginó la ciudad como un gran tablero, con cuadrados de un metro de lado marcados en el suelo, cada uno con un peón humano, todos apiñados. Se preguntó qué podría hacer ella al respecto.

Cuando finalmente pudo visitar Calcuta, tenía veinticuatro años y estaba haciendo el doctorado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Mientras iba en el taxi de camino a la ciudad, se sintió un poco desilusionada; dondequiera que mirase, había espacios vacíos —árboles, zonas verdes, aceras vacías—. ¿Dónde estaba toda la miseria que reflejaba tan gráficamente el cómic? ¿Adónde había ido todo el mundo?

A los seis años, Abhijit sabía dónde vivían los pobres: en viviendas destartaladas detrás de su casa, en Calcuta. Sus niños parecían tener siempre mucho tiempo para jugar y le ganaban en cualquier deporte; cuando jugaba con ellos a las canicas, estas acababan siempre en los bolsillos de sus pantalones descosidos. Tenía envidia de ellos.

Esta tendencia a reducir a los pobres a un conjunto de clichés nos acompaña desde que existe la pobreza; tanto en la teoría social como en la literatura, los pobres aparecen reflejados, alternativamente, como perezosos o emprendedores, nobles o ladronzuelos, enfadados o pasivos, desamparados o autosuficientes. No nos sorprende que las posiciones políticas que corresponden a estas visiones de los pobres tiendan también a quedar atrapadas en fórmulas simples: «mercado libre para favorecer a los pobres»; «hagamos que los derechos humanos adquieran importancia»; «lo primero es resolver el conflicto»; «hay que dar más dinero a los más pobres»; «la ayuda exterior acaba con el desarrollo», y así sucesivamente. Todas estas ideas tienen una parte de verdad, pero es raro que quepan en ellas la mujer o el hombre pobre representativos, con su esperanza y sus dudas, con sus aspiraciones y sus limitaciones, con sus creencias y su desconcierto. Si los pobres aparecen de algún modo, suele ser como los personajes de alguna anécdota edificante o de algún episodio trágico, como alguien a quien admirar o por quien sentir pena, pero no como una fuente de conocimiento ni como personas a quienes se deba consultar lo que piensan, lo que desean o lo que hacen.

La economía de la pobreza se confunde demasiado a menudo con una economía pobre; dado que los pobres poseen tan poco, se asume que no hay nada de interés en su vida económica. Desafortunadamente, esta equivocación debilita la lucha contra la pobreza global: los problemas sencillos provocan soluciones sencillas. El campo de la política contra la pobreza está repleto de los desechos de milagros instantáneos que acabaron siendo poco milagrosos. Para avanzar debemos dejar atrás el hábito de reducir a los pobres a personajes de tira cómica y dedicar un tiempo a entender de verdad sus vidas, en toda su complejidad y riqueza. Esto es exactamente lo que hemos intentado hacer durante los últimos quince años.

Somos profesores de universidad y, como la mayoría de los académicos, formulamos teorías y miramos los datos. Pero la naturaleza de nuestro trabajo nos ha llevado a dedicar meses enteros, a lo largo de muchos años, a trabajar sobre el terreno con personal de las ONG (organizaciones no gubernamentales) y con funcionarios de los gobiernos, con trabajadores de la salud y con pequeños prestamistas. Esto nos ha llevado a los patios traseros y a los pueblos donde viven los pobres, a formular preguntas, a buscar datos. Este libro no se habría podido escribir sin la amabilidad de la gente que conocimos allí. Nos trataron siempre como invitados, aunque lo más frecuente era que sencillamente pasáramos por allí. Respondieron a nuestras preguntas con paciencia, incluso cuando tenían poco sentido, y compartieron muchas de sus historias con nosotros[1].

De vuelta a nuestros despachos, recordando las historias y analizando los datos, nos sentimos tan asombrados como confundidos mientras nos esforzábamos en adaptar lo que habíamos oído y visto a los modelos sencillos que, para entender la vida de los pobres, han usado tradicionalmente los economistas del desarrollo profesionales (frecuentemente occidentales o formados en Occidente) y los responsables y gestores de políticas. La mayoría de las veces el peso de la evidencia nos obligó a revisar o incluso a abandonar las teorías que traíamos con nosotros, pero intentamos no hacerlo hasta entender exactamente por qué fallaban y cómo podíamos adaptarlas para que describieran mejor el mundo. Este libro es el resultado de ese intercambio, representa nuestro intento de hilar un relato coherente sobre cómo viven los pobres.

Nuestra atención se centra en los más pobres del mundo. El umbral medio de pobreza en los cincuenta países donde vive la mayoría de los pobres se sitúa en 16 rupias indias por persona y día[2]. Quienes viven con menos son considerados pobres por los gobiernos de sus propios países. Al tipo de cambio actual, 16 rupias equivalen a 36 centavos de dólar, pero dado que los precios son más bajos en la mayoría de los países en desarrollo, si los pobres pagasen sus compras a los precios de Estados Unidos necesitarían gastar más, concretamente 99 centavos. Por tanto, para imaginarse la vida de los pobres hay que imaginarse que uno tiene que vivir en Miami o en Modesto (California) con 99 centavos al día para casi todos los gastos (excepto el alojamiento). No es fácil; por ejemplo, en la India esa cantidad permitiría comprar quince plátanos pequeños o bien kilo y medio de arroz de baja calidad. ¿Se puede vivir así? Pues resulta que, en 2005, 865 millones de personas de todo el mundo (el 13 por ciento de la población mundial) lo hacía.

Lo que llama la atención es que las personas que viven así son como nosotros en casi todo. Tenemos los mismos deseos y debilidades; los pobres no son menos racionales que nadie —más bien ocurre al revés—. Precisamente por tener tan poco, con frecuencia encontramos que son mucho más cuidadosos en sus decisiones: tienen que actuar como sofisticados economistas simplemente para sobrevivir. Pero sus vidas y las nuestras se parecen como un huevo a una castaña, y eso tiene mucho que ver con aspectos de nuestras rutinas que damos por hechos y sobre los que casi nunca pensamos.

Vivir con 99 centavos de dólar al día significa un acceso limitado a la información —los periódicos, la televisión, los libros, todo cuesta dinero—, lo que implica un desconocimiento de algunos hechos que el resto del mundo da por sentados como, por ejemplo, que las vacunas pueden impedir que un niño tenga sarampión. Significa vivir en un mundo cuyas instituciones no están diseñadas para alguien como tú. La mayor parte de los pobres no tienen un salario y no digamos un plan de jubilación que dependa de él de f

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