El silencio en la era del ruido

Erling Kagge

Fragmento

libro-4

 

Cuando no puedo caminar, escalar o navegar para alejarme del mundo, sé aislarme de él.

Me llevó tiempo aprender. Solo cuando me di cuenta de que tenía una necesidad inmensa de silencio fui capaz de ponerme a buscarlo: y allí, en lo más recóndito del estruendo del tráfico y la cacofonía de los pensamientos, la música y el sonido de las máquinas, los iPhone y las quitanieves, me esperaba agazapado. El silencio.

No hace mucho trataba de convencer a mis tres hijas de que los secretos del mundo se esconden en el silencio. Era domingo y estábamos sentados a la mesa de la cocina para cenar. La del domingo ha resultado ser la única cena de la semana en la que todos tenemos tiempo de quedarnos sentados charlando cara a cara. Los demás días hay demasiadas cosas que hacer. Las niñas me miraron con escepticismo. ¿El silencio? Pero si el silencio no es nada... Antes de que yo hubiera empezado a explicarles que el silencio puede ser un amigo y que es un lujo mucho más valioso que ese bolso de Marc Jacobs que tanto desean, ya habían sacado sus conclusiones: el silencio está muy bien cuando te vas a dormir. Aparte de eso, no tiene ningún valor.

Mientras estábamos allí, sentados a la mesa, recordé de pronto la curiosidad que las tres sentían de niñas. Cómo se maravillaban pensando en lo que habría detrás de una puerta. Su expresión cuando miraban un interruptor y me preguntaban si podía «abrir la luz».

Preguntas y respuestas, preguntas y respuestas. La capacidad de maravillarse es el motor mismo de la vida. Pero mis hijas tienen trece, dieciséis y diecinueve años y cada vez se asombran menos. Y cuando lo hacen, sacan rápidamente el móvil para encontrar respuestas. Siguen teniendo curiosidad, pero la expresión de su cara es menos infantil, más adulta, tienen en la cabeza más ambiciones que preguntas. A ninguno de nosotros le interesaba lo más mínimo seguir hablando del silencio, así que decidí contar una historia con la intención de provocar eso, precisamente, silencio:

Dos amigos míos tenían planeado escalar el Everest. Una mañana muy temprano dejaron el campamento base para subir por la cara suroeste de la montaña. Escalaron sin problemas. Los dos alcanzaron la cima, pero entonces estalló una tormenta. Enseguida comprendieron que no podrían descender con vida. El primero consiguió ponerse en contacto telefónico vía satélite con su mujer, que estaba embarazada. Entre los dos decidieron cómo iba a llamarse el niño que estaban esperando. Y luego se durmió en la cima misma de la montaña. El otro no pudo localizar a nadie antes de morir. Nadie sabe lo que pasó en la montaña aquella tarde. Gracias al clima seco y frío que hay a más de ocho mil metros de altura, estarán congelados. Estarán allí tranquilamente, como eran, más o menos como estaban la última vez que los vi hace veintidós años.

Por una vez se hizo el silencio en la mesa. Se oyó el pitido de un mensaje en uno de los móviles, pero a nadie se le ocurrió ir a mirarlo en ese momento. El silencio se llenó de nosotros mismos.

Poco después me invitaron a dar una conferencia en la Universidad de Saint Andrews, en Escocia. Sobre un tema de mi elección. Por lo general suelo hablar de viajes extremos a los confines de la tierra, pero en esta ocasión los pensamientos me llevaron a casa, a la cena de aquel domingo con mi familia. De modo que elegí el silencio. Me preparé bien, pero como en otras muchas ocasiones estaba un tanto nervioso. ¿Y si unas ideas sueltas sobre el silencio eran algo apropiado para la cena del domingo, pero no como tema de discusión con un grupo de estudiantes? No es que temiera que fueran a abuchearme en el transcurso de los dieciocho minutos que duraría mi intervención, pero quería transmitir a los alumnos interés por aquello que me preocupaba.

Empecé la conferencia proponiéndoles un minuto de silencio. Se hizo un silencio absoluto. Los diecisiete minutos siguientes estuve hablando del silencio que nos rodeaba, pero también les hablé de algo que considero más importante aún, el silencio que llevamos dentro. Los alumnos se quedaron callados. Escuchando. Se diría que hubieran estado echando de menos el silencio.

Aquella misma noche fui a un pub con algunos de esos alumnos. Ya dentro, al otro lado de la puerta azotada por el viento, cada uno con una copa delante, vi que casi todo estaba igual a como yo lo recordaba de mis años de estudiante en Gran Bretaña. Gente estupenda y llena de curiosidad, buen ambiente, conversaciones interesantes. ¿Qué es el silencio? ¿Dónde está? ¿Por qué es más importante que nunca? Eran tres preguntas para las que querían respuestas.

Disfruté muchísimo aquella noche, no solo porque la pasé en buena compañía sino porque, gracias a los alumnos, comprendí lo poco que yo mismo sabía. Una vez en casa, no podía dejar de pensar en aquellas tres preguntas. Se convirtió en un tormento. Empecé a escribir, a pensar y a leer, sobre todo para satisfacer mi curiosidad. Me pasaba noche tras noche sentado dándoles vueltas a las tres preguntas.

Al final, llegué a estos treinta y tres intentos de respuesta.

libro-5

II

libro-6

1

Para un aventurero la cuestión es sobre todo maravillarse. Es una de las formas más puras de felicidad que se me ocurren. Me gusta esa sensación. Yo me maravillo a menudo, sí, casi en todas partes: cuando viajo, cuando leo, cuando conozco gente, cuando escribo o cuando noto cómo me late el corazón y veo el sol en el cielo. La capacidad de maravillarse es para mí una de las fuerzas más potentes con las que contamos al nacer. Se trata, además, de una de las cualidades más preciadas que existen. Y no recurro a ella solo en calidad de aventurero, también como padre y como editor. Es algo de lo que disfruto. Preferiblemente, sin que me molesten.

Los investigadores son capaces de encontrar verdades. A mí también me habría gustado poder encontrar verdades, pero no es lo mío. A estas alturas de la vida, he cambiado de opinión prácticamente acerca de todo. Y me maravillo por la sensación misma de maravillarme. Es un objetivo per se. Algo así como el viaje que lleva a un descubrimiento. Aunque a veces también es la semilla que nos conduce a más conocimiento.

En otras ocasiones no es un acto voluntario, no lo elijo, pero me maravillo porque no puedo hacer otra cosa. Algo conocido y desagradable aparece de pronto. Una idea o una vivencia. Me corroe por dentro y no puedo evitar darle vueltas a qué será.

Una noche vino a cenar mi prima y me regaló un libro de poemas de Jon Fosse. Cuando se fue, me quedé hojeando el libro en la cama. Un poco antes de apagar la luz, se me vinieron a la cabeza estas palabras: «Existe un amor que nadie recuerda». ¿Qué quería decir Fosse? ¿Un am

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos