Anatomía del mexicano

Roger Bartra

Fragmento

Anatomía del Mexicano

Prólogo

A lo largo del siglo XX la cultura mexicana fue inventando la anatomía de un ser nacional cuya identidad se esfumaba cada vez que se quería definir, pero cuya presencia imaginaria ejerció una gran influencia en la configuración del poder político. Esta antología ofrece a los lectores una muestra de los ensayos que han intentado aproximarse a ese ser nacional. Me parece que, como podrá comprobarse, los ensayos compendiados no solamente son una tentativa de entender el “alma mexicana”, sino que son— con las artes plásticas, la ficción literaria, los programas radiotelevisivos, el cine, la televisión y la música— partícipes del proceso de gestación del canon nacionalista y revolucionario de “lo mexicano”. Estoy convencido de que el siglo XX dio fe tanto del origen como del fin de esta curiosa modalidad cultural, aunque no cabe duda de que podemos encontrar un sinnúmero de precedentes y que veremos no pocas reminiscencias en los tiempos venideros.

Se ha dicho que los intelectuales de la primera mitad del siglo XX reflexionaban en los límites estrechos del aislamiento mexicano, dependientes de un pensamiento que debía pasar por París o por Madrid. Ése es nuestro infierno originario: el del atraso, el subdesarrollo y la dependencia. De allí que surgiesen fuerzas culturales que intentaron favorecer una acumulación intelectual propia, que sustituyese las importaciones, protegida por un mercado ideológico interno acotado por los gobiernos emanados de la Revolución mexicana. Por otro lado surgieron convicciones de que México albergaba, desde tiempos ancestrales, riquezas y recursos espirituales inagotables que era preciso rescatar, refinar, explotar e incluso exportar a las metrópolis para demostrar que treinta siglos de historia no habían pasado en vano. Todavía hoy encontramos rastros de estas corrientes economicistas y fundamentalistas, que al menos confluyen en un punto: en su profesión de fe esencialista. La tragedia del indigenismo de un Manuel Gamio radica precisamente en la contradicción que se esconde en el credo esencialista: la cultura india, alimento esencial, debía ser devorada y digerida por la modernidad. Si acaso hay una esencia cultural propia, única y específicamente mexicana, la relación de los intelectuales con esa mina es inevitablemente la del explotador de las riquezas naturales. Y la discusión tiende a centrarse en los procedimientos para extraer, procesar y distribuir la riqueza esencial, que puede ser considerada como un recurso natural renovable o no renovable. Estas ideas llegaron a adoptar, a finales del siglo XX, expresiones tecnocráticas; sirva de ejemplo sintomático la visión que quedó plasmada en los muy discutidos libros de texto de historia oficial que editó el gobierno salinista. Allí los mestizos fueron presentados una vez más como símbolos de esa sustancia primordial que constituye, supuestamente, la identidad nacional. Este mito nacionalista —racista y excluyente— ha ocultado la gran diversidad étnica de México. El libro oficial de historia de México al que me refiero (para cuarto año de primaria, publicado en 1992) termina con una exaltación nacionalista digna de la modernidad decimonónica: “La historia humana está llena de naciones desintegradas y de pueblos que no tuvieron la fortuna de volverse naciones”. Así, los niños pueden comprender que México eludió, gracias a no se sabe qué hados benévolos, caer en el basurero de los pueblos desdichados carentes de personalidad y riqueza histórica. ¿No es ésta una desastrosa invitación para que los niños mexicanos sigan extrayendo de las insondables minas de la identidad los recursos míticos que les permitirán tolerar la miseria con dignidad? Por eso me parece que la identidad es un inquietante campo minado, en el doble sentido de ser un lugar atravesado por galerías subterráneas o sembrado de artefactos explosivos.

El lector que sienta curiosidad de explorar con detalle mis interpretaciones del canon de la identidad del mexicano podrá acudir a mi libro La jaula de la melancolía (1987). Esta Antología, por su parte, brinda la oportunidad de pasear por ese campo minado, a la vez familiar y extraño, y comparar las imágenes que se van presentando: creo que el lector no tendrá dificultad en reconocer la presencia de rasgos comunes en los pasajes, la luz de una especie de aura compartida por autores que difieren enormemente en sus ideas, sus sentimientos y sus inclinaciones. He querido que los lectores guarden la impresión paradójica de un manojo extraordinariamente heterogéneo de textos que sin embargo participan de una misteriosa afinidad. El conjunto de afinidades electivas, para usar la expresión de Goethe, que une los fragmentos de esta antología refleja, en mi opinión, el misterio del sistema político mexicano que creció a la sombra de la Revolución de 1910 y que dominó el país hasta el año 2000. Me parece que la explicación de ese “misterio” político se encuentra en los ámbitos de la cultura, en una compleja trama de fenómenos simbólicos que permitieron la impresionante legitimidad y amplia estabilidad del sistema autoritario a lo largo de siete décadas. He definido esta trama como una estructura de mediación o un tejido de redes imaginarias, cuyas huellas más remotas se encuentran en el mundo agrario y campesino que nació después de la Revolución de 1910. El régimen nacionalista revolucionario tenía una sólida base en muy complejos mecanismos de mediación política. El gobierno de la “revolución institucionalizada” sustentaba su legitimidad en una extraña gestación populista de formas no capitalistas de organización: una sucesión de reformas y refuncionalizaciones estimulaba la expansión de “terceras fuerzas”, rurales y urbanas, que formaban la sólida base del régimen autoritario. En suma, surgió lo que alguna vez llamé un “poder despótico moderno” (Mario Vargas Llosa lo llamó “dictadura perfecta”), el cual no era un régimen fascista ni un poder represivo de excepción, sino un gobierno estable basado en una estructura mediadora no democrática capaz de proteger el proceso económico de las peligrosas sacudidas de una sociedad que albergaba todavía contradicciones de naturaleza no específicamente moderna. Esta estructura mediadora, en el campo de la cultura, cristalizó en la formación de la red de imágenes simbólicas que definieron la identidad nacional y el “carácter del mexicano”. En estas redes ya no sólo hallamos al campesino cada vez más ilusorio creado por el nacionalismo populista, sino diversos actores, en realidad toda una compañía de teatro que escenifica una guerra en gran parte imaginaria. Muchos actores ficticios del drama son los llamados “marginales”, una aglomeración simbólica que corresponde muy vaga y lejanamente a los grupos sociales reales que, más que marginados, viven materialmente aplastados bajo el peso de la miseria y la represión. El lector reconocerá a los marginales, en estas páginas, en la cohorte invocada de indios agachados, léperos enmascarados, mestizos relajientos, pelados interiorizados, lidercillos gesticulantes o machos sentimentales. La investigación de esta simbología, que publiqué en el libro La jaula de la melancolía, prod

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