Un vaquero cruza la frontera en silencio

Diego Enrique Osorno

Fragmento

Un vaquero cruza la frontera en silencio
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OCHO

Gerónimo hizo su primer viaje fuera de Nuevo León a los catorce años, como parte de los tours de trabajo organizados en la escuela de la calzada Madero. Fue como ir a otro planeta: el asfalto interminable de la hinchada urbe del Distrito Federal contrastaba con el terregal en el que había crecido, tanto en Rancho Nuevo como en Monterrey. Ahí pasó cuatro meses. Hizo visitas cortas a Guanajuato, Puebla y Aguascalientes. Conoció a sordos chilangos que tenían fama de ser abusivos con los de provincia, pero algunos se convirtieron en buenos amigos durante el tiempo que pasó en la capital. Participó en una protesta en la que se exigía cesar la discriminación de los sordos mexicanos y se demandaba proveer de mayor apoyo económico a la Escuela Nacional de Sordos. Le tocó estar en la vanguardia de la manifestación que comenzó en la Alameda, a la altura del Mausoleo a Benito Juárez, y que siguió hacia la calle Madero, por el Sanborns de los Azulejos, hasta llegar al Zócalo.

La Escuela Nacional de Sordos fue fundada en 1867 por el maestro sordo francés Édouard Huet. Se trata de una institución muy importante en la historia de los sordos latinoamericanos.

En la hemeroteca de la Universidad de La Habana hay un ejemplar de la Revista Universal de Política, Literatura y Comercio, fechado el 30 de noviembre de 1875, en el cual aparece una crónica titulada: «Escuela Nacional de Sordomudos de México». El autor que la conoció, a finales del siglo XIX, es José Martí, y el artículo que escribió, tras la visita, comienza así:

Las sombras tienen sus poemas, el espíritu sus conmociones, y la compasión sus lágrimas. Todo esto se siente, y muchas cosas se aman, ante esos seres abrazados por su propia luz, sin sentidos con que transmitirla, ni aptitudes para recibir el calor vivificante de la ajena. Nacidos como cadáveres, el amor los transforma, porque la enseñanza a los sordomudos es una sublime profesión de amor. Se abusa de esta palabra sublime; pero toda ternura es sublimidad, y el sordomudo enseñado es la obra tenaz de lo tierno. La paciencia esquisita, el ingenio excitado, la palabra suprimida, elocuente el gesto, vencido el error de la naturaleza, y venceder sobre la materia torpe el espíritu benévolo, por la obra de la calma y de la bondad. El profesor se convierte en la madre: la lección ha de ser una caricia; todo niño lleva en sí un hombre dormido; pero los sordomudos están encerrados en una triple cárcel perpetua. Inevitablemente las lágrimas se agolpaban a los ojos en el examen de sordomudos de antier. Hay en la escuela un niño, Labastida, de cabellos negros y brillantes, con los ojos vivaces de candor, la frente espaciosa, la boca sonriente, la expresión dócil y franca. Escribía con notable rapidez definiciones de ciencias; llenaba su pizarra velozmente; pedía más que hacer cuando los demás no habían concluido todavía. Labastida tiene doce años, y como la luz de su alma está comprimida, lleva toda la luz en su rostro, y su cara infantil es hermosa, animada y brillante. Seduce ese niño: invita a abrazarlo. A su lado trabajaba Ponciano Arriaga, hijo del hombre ilustre que incrustó principios de oro en la hermosa Constitución mexicana. Arriaga cumplirá pronto dieciocho años. Tiene todos los conocimientos de la instrucción primaria; expresa fácilmente los pensamientos que concibe; estudia botánica bajo la hábil dirección de Mr. Huet; resuelve problemas complicados de aritmética superior; dibuja con pureza de contornos, y con delicadeza y morbidez de sombras. Tiene la frente espaciosa, y como que desciende en ademán pensativo sobre sus ojos pequeños y animados: su nariz aguileña y sus labios finos revelan una distinción natural. Dicen que Arriaga tiene una extraordinaria facilidad de comprensión; y en verdad, aquella frente parece hecha para soportar graves pensamientos. Otro niño resuelve, al lado de éstos, problemas de aritmética, con rapidez que aun en niños dotados de todos sus sentidos llamaría la atención. Es Luis Gutiérrez el alumno más aventajado en cálculo. Su frente voluminosa se levanta en curva desde sus ojos investigadores y severos hasta su cabello abundante y rizado. Es un niño grave, en que se presiente al hombre.

Sin quererlo, somos injustos.

Gerónimo fue sólo un par de veces a la Escuela Nacional de Sordos, a reuniones convocadas por el grupo con el que llegó a la capital. Su viaje al Distrito Federal estaba lejos de las aulas y de tener como objetivo recibir la enseñanza de los sordomudos, «esa sublime profesión del amor».

El Monumento a la Revolución Mexicana era el sitio preferido por Gerónimo para vender llaveros. Los turistas se portaban generosos, sobre todo los parroquianos vespertinos de las cantinas aledañas. En cambio, en las oficinas vecinas de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), si bien estaban especializados en hacer «hablar» a la gente que era detenida bajo sospecha de oponerse al gobierno, la vendimia era poca.

Antes de regresar del Distrito Federal a Monterrey, el grupo viajó a Guadalajara por unas semanas. Gerónimo decidió ahí que se iría de mojado a Estados Unidos.

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Un vaquero cruza la frontera en silencio
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NUEVE

Hay una foto Polaroid de mi tío Gerónimo, tomada en los setenta, en la que se le ve el aire de forastero con el que dio sus primeros pasos en Estados Unidos. Aparece en una casa en construcción en pleno valle de Texas. Trae puestos un pantalón de mezclilla y una camisa blanca. Está listo para trabajar y parece que lo hará con una sonrisa: es un moreno flaco del que resaltan el pelo largo, oscuro y brilloso, así como un bigote que apenas asoma entre sus gruesos labios. Algo que siempre me ha irradiado su imagen es la de un aparente goce del trabajo. Como si la clave de su felicidad se encontrara en una jornada extenuante.

Gerónimo cruzó la frontera por primera vez en 1969 junto con sus amigos Leobardo y Germán, a quienes conoció en el viaje a Guadalajara. Llegaron a Laredo a busca

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