Los de adelante corren mucho

Carlos Elizondo Mayer-Serra

Fragmento

Los de adelante corren mucho

Introducción

DISFRUTANDO AMÉRICA

Cuando los españoles llegaron a lo que hoy es Perú se encontraron con el Imperio Inca, una de las sociedades más desiguales del planeta. Los hombres con poder disponían de una gran proporción de mujeres. Los emperadores podían tener más de 700; los oficiales principales, 50; los líderes de naciones tributarias, 30; los jefes de provincias de 100 mil habitantes, 20, y los de provincias con hasta mil habitantes, 15. Una élite privilegiada. En el otro extremo, el hombre promedio en el Imperio Inca estaba prácticamente obligado a vivir en celibato debido a la escasez de mujeres. Los castigos por buscar el afecto de alguna mujer del emperador suponían la muerte para el condenado, sus parientes y sus sirvientes, así como la destrucción de su aldea y de todos quienes ahí viviesen.1 Una fuente de satisfacción normalmente bien repartida, las parejas, estaba probablemente concentrada en pocos individuos como en ningún otro lugar del mundo. Había, por supuesto, una desigualdad aún peor: la que sufrían las mujeres obligadas a casarse con la nobleza.

Muchas cosas han pasado desde que llegaron los españoles a América, pero persiste una alta desigualdad frente a países del mismo nivel de ingreso. También Estados Unidos, que fue un país relativamente igualitario, es hoy más desigual que sus contrapartes del mundo desarrollado. En América, la élite concentra una gran cantidad de riqueza y de beneficios. Incluso Canadá tiene una mayor concentración del ingreso que los países de Europa.

“Hacer la América”, como se le llamaba al emigrar hacia el continente, ha sido un sueño de quienes no veían oportunidades en su lugar de origen. Para los españoles, era la oportunidad de hacer dinero fácil y de regresar a España enriquecidos. América era imaginada como un lugar de paso, por más que muchos se terminarían quedando. Desde libaneses, italianos, ingleses, japoneses, muchos vinieron a hacer dinero.

Para muchos otros era el espacio de libertad donde se podía empezar una vida lejos de la persecución religiosa y política de sus lugares de origen. Huyendo llegaron desde los puritanos ingleses en el siglo XVII hasta los judíos de Europa del Este durante finales del XIX y principios del XX, así como quienes huían del terror nazi.

Por siglos, América ha estado en el imaginario de muchos como el lugar para empezar una vida mejor. El continente joven. El continente con recursos de sobra.

Hoy, Estados Unidos sigue siendo el sueño de muchos, pero no así América Latina. En los índices de bienestar, América Latina está muy por debajo de los países avanzados y de muchos países en desarrollo que antes tenían menores niveles de bienestar que la región.

Si la población en promedio no vive bien, los pobres viven particularmente mal. En contraste, América Latina es un lugar donde las élites viven muy bien. En todos lados los de adelante corren mucho, pero en América corren mucho más, y los de atrás se quedan aún más rezagados.

Las encuestas de felicidad de los segmentos altos así lo indican. La última encuesta de Bienestar Subjetivo del INEGI muestra que entre los mexicanos con mayores ingresos disminuye la probabilidad de reportar niveles de satisfacción bajos. En el otro extremo, quienes reciben menos ingresos tienen niveles de bienestar percibido mucho más bajos.2

Hay muchas otras razones para creer que las élites de estos países tienen un espacio de privilegio particularmente bueno. La más objetiva: concentran un alto porcentaje de la riqueza nacional.

Estados Unidos, de acuerdo con los índices de bienestar, está por debajo de varios países europeos. Tiene también una mayor concentración del ingreso que todos los países de Europa occidental.

Un lector podría pensar que todo esto es interesante, pero no necesariamente relevante. Incluso desde un punto de vista cínico, lo importante es, para quien pertenezca a la élite de su nación, saber cómo quedarse ahí, cómo seguir corriendo más que el resto de la población. En contraste, para quien nació fuera de ella, lo importante es aprender a llegar a ese espacio donde se concentran los recursos, por más difícil que sea.

Finalmente, la historia de la humanidad es la historia de la desigualdad. Está en nuestra naturaleza. Así quedó retratado en Rebelión en la granja de George Orwell. En el momento en que un grupo de animales decretó un mundo sin desigualdad, muy pronto hubo animales más iguales que otros.

Un primer problema con esa aseveración es ético. En América, como en el resto del llamado mundo occidental, partimos de una premisa: todos somos iguales. Es el principio que ordena nuestro pacto social. Es también el principio que rige esa, en su momento, disruptiva religión, el cristianismo.

El segundo problema es que de este principio de igualdad se desprende otro: todos (dentro de quienes sean considerados iguales) tienen un voto y éste tiene el mismo valor, independientemente de su nivel de ingreso. En principio, un sistema democrático es una gran fuerza igualadora. En América Latina no se ha sentido. En Estados Unidos esa fuerza igualadora se perdió desde los años setenta.

Hay muchas razones que parecen explicar la tendencia a la desigualdad. La globalización premia a los mejor educados, el cambio tecnológico permite a los más exitosos dominar todo un sector de la economía con rapidez y el dinero da recursos para distorsionar el principio de “un hombre, un voto”.3

En el caso de América Latina la desigualdad ha permanecido casi constante durante el siglo XX, a pesar de que en ese periodo se vivieron innumerables revoluciones y el continente se volvió democrático, salvo excepciones como Cuba. Estas fuerzas políticas transformadoras no lograron erosionar de forma importante la posición de privilegio de las élites o, si lo hicieron, simplemente provocaron que una élite sustituyera a otra.

Toda desigualdad, y más en países que parten de la ficción de que todos son iguales, tiene que ser justificada con alguna ideología que ayude a cohesionar a la sociedad. En Estados Unidos esa ficción tiene un nombre: el sueño americano. Es el mito de que cualquiera puede llegar a ser rico, pero que sólo los más hábiles y trabajadores lo logran.

El caso de América Latina es muy distinto. Priva la sospecha de que el enriquecimiento suele ser por corrupción. Afortunadamente, ésta parece estar cada vez peor vista, desde el escándalo de Petrobras hasta las derrotas del partido de aquellos gobernadores en México sobre los que penden sospechas. Hay enojo, pero la corrupción sigue siendo endémica.

La ira de muchos no le ha impedido a la élite de la región vivir muy bien. Este libro busca mostrar de qué tamaño son estos privilegios y por qué la desigualdad importa. Analiza también cuáles son las jerarquías que se construyen en función del dinero y cómo se relacionan y re

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