México se escribe con J

Miguel Capistrán
Michael K. Schuessler

Fragmento

México se escribe con J

Prólogo

Highlights de mi vida como gay

LUIS ZAPATA

I

Celebremos, señores, con gusto, cantaba Pedro Infante. Pues sí, es tiempo de celebrar: nunca nos había ido tan bien a los gays como ahora: ya nos podemos casar, los que queramos, al menos en el D F;1 ya podemos andar de la mano con otro hombre y besarlo en la calle, aunque sólo en algunas calles de la Ciudad de México; ya podemos ampararnos bajo las leyes contra la discriminación; cada vez tenemos más presencia en el cine y en las series de televisión, ahora mediante personajes menos esquemáticos; ya nos protegen las comisiones de derechos humanos; los activistas gays son (siempre han sido) empeñosos, combativos, perseverantes; cada vez hay más libros que tienen a gays como protagonistas y más estudios que los analizan.

Pero ¿de veras todo es celebración?

La mayoría de las conquistas obtenidas en el D F no han llegado a la provincia, lo cual significa que sólo benefician a una parte del país: salvo contadas excepciones, en todos lados se sigue mirando con desdén a los gays, y los actos de homofobia y los crímenes de odio están lejos de haber desaparecido. Es innegable, también, que continúa habiendo mucha, muchísima hipocresía y que la mayoría de las familias mexicanas aún son rígidamente tradicionalistas: muchos jóvenes viven con culpa y pesar el descubrimiento de su orientación sexual.

Bueno, entonces celebremos a medias; celebremos las batallas ganadas, pero sin bajar la guardia ante lo que aún debe conquistarse.

II

En un principio, todo era feo, más que feo. Pero quizá no podía haber sido de otra manera en ese momento. Y como este apartado no es precisamente un highlight, podría saltármelo sin más ni más.

No obstante, cabría alguna observación, para contextualizar mejor los verdaderos highlights.

Es posible que mi homofobia internalizada me haya llevado a rechazar todas las manifestaciones de la homosexualidad que veía, aunque, en honor a la verdad, tampoco había mucho de dónde escoger; es más, no había nada de dónde escoger: lo único que nos presentaban las revistas, el cine y el teatro era la imagen estereotipada del homosexual frívolo y amanerado, el lilo que sólo parecía interesarse por jotear. Por lo demás, se diría que esa imagen era un reflejo fiel de la realidad, pues no había en ésta, o no llegaban hasta nosotros, representaciones al mismo tiempo naturales y complejas de hombres que gustaran de otros hombres. Si uno quería identificarse con algún arquetipo lejos del macho pendenciero y mujeriego, tenía que escoger sus modelos entre las figuras femeninas, y ahí sí había infinitas posibilidades.

III

La primera novela con personajes abiertamente gays que conocí fue The Lord Won’t Mind, de Gordon Merrick. La leí con avidez, y me identifiqué por completo con sus protagonistas, jóvenes como yo, o aún más jóvenes que yo. No recuerdo bien la trama (han de haber pasado muchas cosas, pues el libro era bastante gordo, como casi todos los bestsellers gringos); tampoco recuerdo si el libro tenía algunos logros estilísticos, aunque sí que me resultaron estimulantes las descripciones de las escenas sexuales. Se desprendía, sin embargo, un leve tufillo de culpa, pero la conclusión me pareció liberadora: si había amor de por medio, a Dios no le importaba lo que hiciéramos de nuestra vida sexual; pero ¿y si no había amor? Sólo unos años después, cuando leí a Jean Genet y a Tony Duvert, descubrí que el uso de la temática homosexual no estaba reñido con la calidad literaria: fue un aliviane en todos sentidos. Pasarían más años antes de que, gracias a José Joaquín Blanco, conociera los libros de Christopher Isherwood y algunos relatos de Paul Bowles y E. M. Forster, autores todos que se movían como peces en el agua de un amor que no parecía turbio y una literatura del más alto nivel. Guardo, también, un excelente recuerdo de Valentín, de Juan Gil-Albert. No olvido, por supuesto, el Satiricón ni algunos relatos de Las mil y una noches que conocí en una antología de Posada, a cuyo título habían añadido el adjetivo “eróticas”.

No me gustaron, en cambio, otras novelas que había leído antes: Fabrizio Lupo y El diario de José Toledo; tampoco disfruté mucho de Después de todo. No niego las virtudes literarias de estos libros, principalmente en el caso de la novela de Ceballos Maldonado, pero no me dieron lo que recibí de los libros arriba mencionados en materia de figuras atractivas de homosexuales.

En el terreno de la teoría, leí y releí El homosexual y su liberación, de George Weinberg: en esa época no abundaban los títulos que abordaran de una manera objetiva la cuestión homosexual, o, como siempre, yo estaba pésimamente informado de lo que se publicaba. Por casualidad, di con el Coridón, de Gide, un libro menos convencional en su estructura y nada convencional en sus propuestas.

Pero se me estaba olvidando, qué barbaridad, el Divino Marqués, a quien había leído en los últimos años de mi adolescencia. Varios de sus libros inflamaron mi sexualidad juvenil con sus explícitas descripciones de encuentros homosexuales, aunque recuerdo especialmente Justine o los infortunios de la virtud, en la que los personajes masculinos se daban vuelo acariciándose y cogiendo ante nuestros atónitos ojos y los de la inocente protagonista.

El Marqués de Sade, si la memoria no me engaña, legitimaba la homosexualidad como algo natural: al igual que otras manifestaciones sexuales, formaba parte de la existencia humana: sus personajes sí que eran unos verdaderos perversos polimorfos avant la lettre. También di la bienvenida a sus contundentes argumentos en contra de la religión. Otras lecturas me ayudaron, igualmente, a irme despojando en ese sentido de lo que se había convertido en un lastre que ya me pesaba mucho.

Y, claro, estaban las espléndidas novelas de Manuel Puig: si bien sólo uno de sus personajes era declaradamente homosexual (Molina, en El beso de la mujer araña), se adivinaba en los demás una sensibilidad gay: pienso, sobre todo, en el niño protagonista de La traición de Rita Hayworth.

Aunque la conocí ya en la década de 1980, no quisiera dejar de mencionar Bom-Crioulo, la novela de Adolfo Caminha que presentaba a dos personajes gays nada estereotipados en una época tan temprana como el siglo XIX. Tampoco me olvido de The City and the Pillar (1948), de Gore Vidal, ni de Giovanni’s Room (1956), de James Baldwin; ni paso por alto Ernesto (escrita en 1953, pero sólo publicada después de que murió su autor), de Umberto Saba, que leí hace poco. Ni olvido dos excelentes novelas de José Joaquín Blanco que incluyen como protagonistas a personajes gays: Las púberes canéforas y Mátame y verás, la primera publicada en la década de 1980, y la segunda, en la de 1990. Otro gran amigo, Olivier Debroise, escribió a

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