Sigamos adelante

Vicente Fox

Fragmento

Título

INTRODUCCIÓN

¿Qué pasó?

A quien estire la mano para detener la rueda de
la historia, se le aplastarán los dedos.

LECH WAŁĘSA, expresidente de Polonia

En el momento en el que escribo no está claro qué haya pasado realmente en las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2016. Había dos candidatos. Uno era la exsenadora y exsecretaria de Estado Hillary Clinton, una mujer que ha dedicado más de 40 años de su vida a la aplicación de la ley y al servicio público. Era, según cualquier criterio, la candidata mejor calificada que haya propuesto algún partido para el puesto de la presidencia, fuera hombre o mujer. El otro candidato era Donald Trump, un infame y escandaloso empresario neoyorquino, heredero de la riqueza paterna, con reputación de hacer tratos ética y moralmente ambiguos. Trump no tenía experiencia de gobierno en absoluto. Había tenido varios matrimonios, se había declarado en bancarrota seis veces y había estado involucrado en más de 3 500 acciones legales en cortes estatales y federales.

La elección del pueblo estadounidense estaba clara. Por lo menos estaba clara para mí y para el resto de la gente de todo el mundo que esperaba al nuevo líder del mundo libre. Había sido un año y medio largo, y era una de las campañas presidenciales estadounidenses más polémicas que habíamos presenciado. La razón de su fealdad era Donald Trump. El tipo parecía sacarle el aire a cualquier lugar al que entrara. Su campaña fue un circo, incluyó insultos lanzados a sus opositores políticos, llamados a la violencia contra manifestantes, y hubo preocupación por la cantidad de sus seguidores y por el tamaño de sus manos (Donald, tienes las manos chiquitas. Lo siento. Recuerda que el tamaño no es lo que importa) y una concentración maniática en lo que llamaba los medios establecidos “deshonestos”. Los periodistas eran colocados en corrales de prensa en la parte trasera de sus mítines y eran objeto de escarnio y amenazas por parte de sus adeptos, azuzados por los gritos del candidato de que difundían “noticias falsas”. Trump bromeó acerca de asesinar reporteros, dijo que Clinton estaba corrompida por sus años de servicio en Washington, sugirió que “la gente de la segunda enmienda debería encargarse de ella” y ofreció pagar los gastos legales de los partidarios que golpearan manifestantes. Sus discursos carecían de sustancia y los lanzaba en oraciones incompletas vacías de planes reales, puntualizadas con cánticos de “¡Estados Unidos!” y “¡Enciérrenla!”; prometía que los problemas complejos se arreglarían fácilmente y rápido. Sus partidarios aplaudían su retórica descarada y sin refinamiento. Los líderes de opinión comenzaron a llamarlo “multimillonario de cuello azul”. Su ignorancia era encomiada como evidencia de que realmente era un “extraño a Washington” que drenaría el pantano de corrupción. Sus partidarios afirmaban que incluso sin antecedentes de servicio público y a pesar de haber heredado millones de dólares y haberse enredado en innumerables fraudes financieros, en realidad era “un hombre del pueblo”. A mí no me preocupaba tanto el estilo de Trump (me han dicho un par de veces que también puedo ser impulsivo), pero me horrorizaba su mensaje.

El tipo era un problema serio, la clase de problema de la que yo sabía mucho. Fui presidente de México de 2000 a 2006, elegido en la que se consideró la primera elección realmente democrática desde 1929. Durante la mayor parte del siglo XX México fue un país conservador gobernado por el PRI, un partido político nacionalista y xenófobo. El PRI controlaba nuestra vida: todo, desde los medios hasta lo que podíamos aprender, comprar y comer. Controlaba los sueños de la gente, porque sólo ese partido decidía qué era posible. Mantenía al pueblo mexicano bajo control con propaganda sobre el “malvado imperio estadounidense” y diciendo que las pizzas, las hamburguesas, el rocanrol, Motown y Budweiser estaban invadiendo el país. El PRI cubrió su gobierno autoritario de patriotismo para que a todo el que se le enfrentara se le considerara antimexicano, y silenciaba a quienes disentían por cualquier medio, incluyendo desapariciones forzadas y fraude electoral. Reconozco un régimen autoritario cuando lo veo porque viví en uno. Y supe que Donald Trump estaba vendiendo mentiras envueltas en la bandera de Estados Unidos.

Donald Trump anunció su candidatura a la presidencia de Estados Unidos el 16 de junio de 2015 en la Torre Trump, con un discurso que no contenía más que repudio descarado de los ideales y valores estadounidenses modernos. El bufón bajó por las escaleras eléctricas hacia una multitud de aduladores acarreados y comenzó una diatriba de falsedades e insultos contra prácticamente el mundo entero. Dijo que sus oponentes políticos estaban “sudando como perros” en algún otro lugar, porque no tenían aire acondicionado como él, que el país estaba en “serios problemas”, China estaba “matando” a Estados Unidos, México “no es nuestro amigo” y mandaba gente con “muchos problemas”, que estaba “trayendo drogas”, “trayendo crimen”, que eran “violadores” (y algunos, supuso, eran “buenas personas”). Denigró a Centro y Sudamérica, y declaró que “el terrorismo islámico [se estaba] comiendo grandes porciones del Medio Oriente. Se han vuelto ricos. Estoy compitiendo con ellos”. Trump se quejó de que los terroristas habían comprado un hotel en Siria “sin pagar intereses” y de que Estados Unidos era estúpido por no haber tomado el crudo iraquí.

El mensaje era que su país se estaba “muriendo”, necesitaba “dinero”, todos los demás países se estaban “riendo” de su nación, y los estadounidenses eran “perdedores”. China y México se estaban robando empleos estadounidenses. Ni siquiera el arsenal nuclear de Estados Unidos funcionaba bien. Como empresario, Trump iba a arreglar todos esos problemas y a financiar su campaña con su propio dinero. Renegociaría antiguos acuerdos comerciales y haría acuerdos nuevos para Estados Unidos; se desharía del fraude y el despilfarro en el gobierno. Prometió construir un gran muro en la frontera sur y obligar a México a pagarlo. Terminó el discurso diciendo que el sueño americano estaba muerto y que iba a “hacer a Estados Unidos grande de nuevo”. En ese discurso, Trump tomó la democracia más rica y auténtica de la Tierra y la redefinió como un país enfermo lleno de ciudadanos desempleados, criminales extranjeros, terroristas y perdedores en general. Toda evidencia empírica de lo contrario no importaba, porque venía de las “élites intelectuales” y de las “noticias falsas”. Nada era verdad, excepto lo que decía Trump. Su discurso estaba tan mal armado que muchos pensaron que su candidatura era un truco publicitario, quizá para llamar la atención hacia sus proyectos de bienes raíces y posibles tratos televisivos.

Para mí, Trump siempre había sido la encarnación del tropo del “estadounidense feo”: un tacaño vulgar que ganaba su riqueza a costa de gente con quien nunca se sentarí

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos