La tropa

Daniela Rea
Pablo Ferri

Fragmento

La Tropa

Prólogo

I

Una mañana de 2015 fuimos por primera vez a la prisión del Campo Militar Número 1, en los límites entre Ciudad de México y Naucalpan, en el Estado de México. Era un jueves fresco. Había llovido la noche anterior y el sol caía con fuerza sobre el asfalto, iluminando el agua oscura de los charcos. La ciudad se ve bonita desde el complejo, sobre todo en temporada de lluvias, libre de la capa de polución que la cubre en época seca.

El Campo Militar Número 1 es la instalación más importante del Ejército en México. Los militares la llaman Lomas de Sotelo. Con el campo, el Ejército no solo se adueñó del terreno sino también del nombre de una de las colonias que lo contiene. Dicen, “estoy en Lomas de Sotelo”, “trabajo en Lomas de Sotelo”. El Campo Militar Número 1 —Lomas de Sotelo— es un complejo enorme, con escuelas, gasolinerías, pistas de adiestramiento, decenas de edificios de viviendas, un bosque. Desde fuera parece un fraccionamiento privado, una urbanización fortificada, una ciudad dentro de la ciudad, pero una vez dentro esa sensación de espacio habitable protegido cambia: en el corazón de la instalación hay una cárcel. No es para delincuentes comunes, como el chico que roba un carro, el narco menor arrepentido o el usurero extorsionador. En el Campo Militar Número 1 —en Lomas de Sotelo— encierran militares.

Entrar en esa cárcel es difícil, cuando no imposible, para los periodistas. La Secretaría de la Defensa, la Sedena, da permisos puntuales solo cuando lo cree conveniente para sí y, en general, cuando sabe de antemano quiénes van a hablar y qué van a decir. No era nuestro caso y desde luego no parecían tener interés en darnos permiso alguno. En los meses previos a nuestra primera visita escribimos varias veces a la oficina de comunicación de la Sedena. No nos contestaron. Luego contactamos a un teniente que recién había salido de prisión. Pensamos que igual él nos daba alguna pista.

Habíamos leído su historia en Proceso. Como resultado de una extraña cadena de acontecimientos, la justicia militar lo había tenido encerrado más de un año en Lomas de Sotelo por dos delitos menores. El más grave era insubordinación, desobedecer a un superior, confrontarlo. La insubordinación del teniente le había costado tres disparos, uno de ellos en la espalda. Su superior, un teniente coronel a quien había desobedecido, le había disparado en circunstancias poco claras. Pese a todo fue el teniente quién había acabado en prisión y no el teniente coronel. Repuesto de sus heridas, el Ejército le había mandado del hospital directamente a la cárcel. Recién empezábamos a investigar a las Fuerzas Armadas, pero ya nos dábamos cuenta de que la obediencia, allí, es un valor supremo tan importante o más que la vida.

Vimos al teniente cuando llevaba unos días fuera de prisión, una tarde de principios de verano en un café de cadena en la planta baja de un gran hotel sobre Paseo de la Reforma. Es difícil recordar cómo vestía, pero el teniente era un hombre pesaroso: se le veía en los ojos, en su postura encorvada, marchita. Metro ochenta y no más de 85 kilos, tenía el pelo corto, negro, barba de día y medio, ojos huidizos, el semblante serio, inmutable.

Pidió un café grande que apenas tocó, porque no paró de hablar. Criticaba duramente al Ejército por meterlo en la cárcel y nos daba detalles de su historia aquí y allá que no alcanzábamos a comprender. Nosotros escuchábamos y casi no interveníamos. Aquello no era una conversación sino un monólogo y probablemente no había motivos para interrumpirlo. El teniente necesitaba ser escuchado y nosotros estábamos interesados en su caso.

Al rato, más calmado, vacío, le pusimos al corriente de nuestras intenciones. Nos explicó que una manera de entrar a la cárcel militar era aparecer en la lista de visitantes de un preso. ¿Cómo podíamos hacerlo? Él explicó que los jueves iba a visitar a los internos con quienes había compartido reclusión. Si queríamos, dijo, le podía decir a algunos de ellos. Quizá podrían ponernos en su lista.

Esperamos varias semanas. El teniente fue de visita varias veces hasta que uno de los internos aceptó. Una vez a la semana, los responsables de prisión permiten cambios y añadidos en las listas. El reo pediría el añadido y días más tarde nuestros nombres aparecerían junto a los del resto de visitantes, en la libreta de relaciones de todos los internos. Ya en la lista, lo siguiente era ir al campo en día de visita, jueves o domingo, preguntar por el registro de visitantes de la cárcel, no decir nada raro, no parecer extraños, esperar que no hubiera demasiados trámites. No fue todo lo rápido que habíamos pensado. Después de la primera semana, los responsables del campo aún no habían incorporado nombres nuevos a la libreta de relaciones. ¿Por qué? Misterios castrenses. Recién aparecimos a la cuarta semana. El soldado informó al teniente, que a la vez nos llamó y nos dijo que ya podíamos ir.

Aquel día, después de una hora de viaje entre metro y camión, llegamos a la puerta número ocho de Lomas de Sotelo. La puerta de las visitas no difiere en nada de la entrada de cualquier edificio importante de la ciudad: hay vendedores de tacos, de tortas; voceadores de cuatro o cinco micros compiten a gritos por clientes, vendedores ofrecen cigarros y golosinas entre los coches... En la entrada había un primer retén. Dos militares muy jóvenes que cargaban sendos fusiles preguntaron a dónde íbamos. “A la prisión”, dijimos. Nos dejaron pasar, indicándonos unas mesas bajo un techo, a unos 50 metros junto a la vía de acceso de los coches en medio de una pradera menuda. Bajo el techo, sentados ante una de las mesas, varios soldados muy jóvenes miraban distraídos sus celulares, sus uñas, los carros que venían y se iban. Parecía que uno de ellos estaba a cargo y el resto trataba de no ganarse un regaño. Quien habló fue el que estaba a cargo: “¿A dónde van?” Contestamos que a la prisión. “¿A quién van a ver?” Dimos el nombre del soldado, el grado y su arma. Luego nos preguntó qué número era. No sabíamos de qué hablaba. El muchacho abrió entonces una de las libretas y entonces nos dimos cuenta de que cada interno correspondía a un número, y cada número a una o dos hojas repletas de nombres de visitantes. Al rato encontró la de nuestro soldado: allí estábamos.

Acto seguido, otro de los militares, también joven, tomó un formulario amarillo, media cuartilla, y pidió que describiéramos nuestra vestimenta, de arriba a abajo. Camisa a cuadros y playera blanca, pantalón de mezclilla negro, tenis negros. Sudadera verde, pantalón de pana, tenis marrones. “¿Traen mochila?” Sí. El soldado apuntaba todo con una lentitud desesperante. Parecía que la redondez de las ces, de las pes, era cuestión de vida o muerte para él, tan esmerado. “¿Parentesco?” Amigos, dijimos. “Déjenme sus credenciales”. Se las dimos. Apuntó los números de identificación en las hojas. Por último nos pidió que las firmáramos y para sorpresa nuestra nos las entregó. Luego supimos que aquellos formularios eran una especie de salvoconductos que

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