El test de la golosina

Walter Mischel

Fragmento

cap-1

Introducción

Como mis alumnos y mis hijas pueden atestiguar, el autocontrol no es algo natural en mí. Me he distinguido por haber llamado a mis alumnos a altas horas de la madrugada para preguntarles cómo iba el último análisis de unos datos en el que habían empezado a trabajar por la tarde. Y para vergüenza mía, en las comidas con amigos, mi plato es el primero que queda vacío, cuando los demás apenas han empezado. Mi impaciencia y el descubrimiento de que las estrategias de autocontrol pueden aprenderse son la razón de que me haya dedicado toda mi vida a estudiar esas estrategias.

La idea básica que ha guiado mi trabajo y me ha motivado a escribir este libro es mi creencia, y su comprobación, de que la capacidad de demorar la satisfacción inmediata por las consecuencias que pueda tener en el futuro es una capacidad cognitiva que puede adquirirse. En estudios iniciados hace medio siglo, y que aún hoy siguen realizándose, hemos demostrado que esta capacidad es visible y medible en la primera etapa de la vida y tiene consecuencias importantes, a lo largo de ella, para el bienestar y la salud física y mental de las personas. Lo más importante, e interesante por sus implicaciones en la educación y la formación de los niños, es que se trata de una capacidad susceptible de modificación, que puede aumentarse mediante estrategias cognitivas específicas que ya han sido identificadas.

El test de la golosina y los experimentos que lo siguieron a lo largo de los últimos cincuenta años han dado origen a una sorprendente oleada de investigaciones sobre el autocontrol con un número de publicaciones científicas que en la primera década del presente siglo se ha multiplicado por cinco.1 En este libro cuento la historia de esas investigaciones y su esclarecimiento del mecanismo que permite el autocontrol, además de explicar cómo este mecanismo puede utilizarse de un modo constructivo en la vida cotidiana.

Todo comenzó en los años sesenta. En un sencillo estudio se sometió a alumnos en edad preescolar a un duro dilema. Mis alumnos y yo les dábamos a elegir entre una recompensa (por ejemplo, una golosina) que podían obtener inmediatamente y otra recompensa mayor (dos golosinas) si esperaban, siempre solos, unos veinte minutos. Dejábamos a los niños elegir las recompensas, casi siempre de un surtido que incluía golosinas, galletas, pequeños pretzels, caramelos de menta, etcétera. Amy,2 por ejemplo, eligió golosinas. Permaneció sentada sola a la mesa mirando la golosina a la que podía echar mano inmediatamente si quería y las dos golosinas que podía conseguir si se esperaba. Cerca de aquellas tentaciones había un timbre de campanilla como los de los hoteles que ella podía hacer sonar cuando quisiera para llamar al investigador y pedirle que le diera la golosina. O podía esperar a que aquel volviera y, si no se había levantado de la silla ni empezado a comer la golosina, le diera las dos. Ante las luchas que observábamos en aquellos niños tratando de contenerse para no hacer sonar el timbre, en ocasiones se nos saltaban las lágrimas, aplaudíamos su creatividad y hasta los ovacionábamos, además de renovar nuestras esperanzas en el potencial de unos niños tan pequeños, que eran capaces de resistir la tentación y perseverar en la espera de sus recompensas.

Un resultado inesperado del estudio fue que lo que los niños en edad preescolar hacían cuando se esforzaban por esperar y el modo de aguantar o no aguantar la demora de la recompensa servía para hacer importantes predicciones acerca de su vida futura. Cuantos más segundos esperaban a la edad de 4 o 5 años, mayor era su puntuación en las pruebas de aptitud académica y mejor su funcionamiento social y cognitivo en la adolescencia.3 A edades comprendidas entre los 27 y los 32 años, aquellos que más habían esperado cuando se sometieron al test en edad preescolar tenían un índice de masa corporal más bajo, el sentimiento de su propia valía era mayor, alcanzaban sus metas con más eficacia y soportaban mejor las frustraciones y el estrés. En la madurez, los que más capaces fueron de esperar («demora larga») se caracterizaban, frente a los que no lo fueron tanto («demora corta»), por mostrar en los escáneres cerebrales unas imágenes diferentes de las áreas del cerebro relacionadas con las adicciones y la obesidad.

¿Qué es lo que realmente demuestra el test de la golosina? ¿La capacidad preprogramada para demorar satisfacciones? ¿Qué podemos extraer de él? ¿Qué inconvenientes tiene? Este libro trata de responder a estas preguntas, y las respuestas son a menudo sorprendentes. En El test de la golosina hablo de lo que es y lo que no es la «fuerza de voluntad», de las condiciones que la anulan y de las habilidades cognitivas, las motivaciones que las posibilitan y las consecuencias de poseerlas y utilizarlas. Examino las implicaciones de estos hallazgos para repensar lo que somos, lo que podemos ser, cómo funcionan nuestras mentes, cómo podemos —y no podemos— controlar nuestros impulsos, emociones y disposiciones, cómo podemos cambiar y cómo podemos criar y educar a nuestros hijos.

Todos deseamos saber cómo funciona la fuerza de voluntad, y a todos nos gustaría tener más esa fuerza, y con menos esfuerzo, y que la tengan también nuestros hijos y nuestros parientes que fuman cigarrillos. La capacidad para demorar la satisfacción y resistir tentaciones ha sido un reto fundamental desde los albores de la civilización. Ocupa un lugar central en la historia que nos cuenta el Génesis de la tentación de Adán y Eva en el Jardín del Edén, y ha sido objeto de atención de los antiguos filósofos griegos, que llamaron a la debilidad de la voluntad akrasia. Durante milenios, la fuerza de voluntad se consideró un rasgo inmutable —uno la tiene o no la tiene—, y a los hombres con poca fuerza de voluntad, víctimas de sus historiales biológicos y sociales y de los condicionamientos de situaciones momentáneas. El autocontrol es crucial para alcanzar las metas que nos proponemos a largo plazo. Igualmente esencial lo es para desarrollar la autocontención y la empatía necesarias para unas relaciones humanas y de mutuo apoyo. Puede ayudar a las personas a evitar caer en ciertas trampas a edades tempranas, abandonar el colegio, desentenderse de las consecuencias de sus actos o ejercer profesiones que odian. Es la «aptitud maestra» que subyace en la inteligencia emocional y que es esencial para tener una vida satisfactoria.4 Pero, a pesar de su innegable importancia, ha estado excluida de la investigación científica rigurosa hasta que mis alumnos y yo desmitificamos el concepto, creamos un método para estudiarla, demostramos su papel crítico en el comportamiento adaptativo y analizamos los procesos psicológicos que la hacen posible.

El interés que suscitó entre el público el test de la golosina se fue haciendo cada vez mayor, y no deja de aumentar. En 2006, David Brooks le dedicó un editorial del New York Times,5 y años más tarde, en una entrevista que le hizo al presidente Obama, el presidente preguntó a Brooks si quería que hablasen de golosinas.6 El New Yorker destacó el test en un artículo de su sección de ciencia publicado en 2009,7 y programas de televisión, revistas y periódicos de todo el mundo han descrito con frecuencia la investigación a él vinculada. Hasta ha conducido a los esfuerzos del Monstruo de

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