Los hijos de la oscuridad

Jaime Jaramillo

Fragmento

Apenas tengo 11 años y me dicen

que estoy comenzando a vivir.

Lo dicen porque no conocen mi historia,

que está hecha a base de retazos, de martirio y de dolor;

yo estoy luchando desde antes de nacer

y mi alma se resistía a venir a esta vida,

porque yo no fui el fruto del amor

sino el resultado de la irresponsabilidad,

el abuso y la violencia.

Ya en el vientre de mi madre

sentía los golpes de la injusticia,

la pobreza y el hambre; me alimentaba con su sangre,

que sabía a trabajo y desesperación,

y tuve que soportar más de un golpe

por los muchos que ella recibía.

Desde entonces sentía el rechazo y la marginación.

A mi mamá la querían, pero la querían sin hijos…

y como yo estaba con ella, nací como pude…

compartiendo miseria, frío y desnudez;

mi hogar era una caja de cartón;

mi música, los pitos de los buses;

mi aire, el humo contaminado de la calle;

mis canciones y atención

eran los insultos y el desprecio.

Mi dieta era balanceada:

dependía de la basura y los sobrados

que a mi lado tiraban,

y mi cobija era el periódico que hablaba de paz,

justicia y planes para erradicar la pobreza absoluta.

Fui creciendo y conocí mejor la calle,

y comprendí que para comer tenía que robar,

y para robar me tenía que drogar,

y fue así como aprendí lo que nunca hubiera deseado aprender.

Quise ir a la escuela para entender

por qué hogar y hambre se escribían con “H”

y por qué papá y mamá eran palabras agudas,

cuando su ausencia era tan “grave”.

¡Cuánto hubiera dado por una sonrisa

y unas palabras dulces,

pues el frío y la falta de cariño afectaban más

a mi alma que a mi cuerpo!

Por eso les digo que no se escandalicen conmigo

ni me condenen, pues yo soy el resultado

de lo que ustedes me dieron, y soy mucho más…

¡de lo que ustedes me han quitado!

Así como un rayo de luz va penetrando en la oscuridad, el mensaje de este libro nos va iluminando hasta hacer brillar dentro de nuestro corazón la llama del amor. Este amor no solo hace que nos conmovamos desde lo más profundo de nuestro ser, sino que les imprime a nuestras acciones ese fuego realizador que surge cuando estamos determinados a servir a los demás. Cuando esto ocurre, se abre para nosotros de par en par la senda de la paz y la felicidad, y nuestra existencia adquiere una dimensión divina.

La luz

Así como la luna llena nos ilumina en la noche, nuestras metas nos dan la dirección cuando sentimos el vacío de caminar sin rumbo.

Yo dormía y soñaba que la vida era alegría.
Desperté y vi que la vida era servicio.
Serví y vi que el servicio era alegría.

Rabindranath Tagore

De Papá Noel a… Papá Jaime

Era la Navidad del año 1973. Yo iba caminando por la calle cuando de repente pasó un carro, del cual se cayó la caja de una muñeca. Los limosneros y niños de la calle se dieron cuenta y de inmediato corrieron hacia ella. Una niña, en un arrebato de alegría que contrastaba con su pobreza, levantó la caja. Me estaba mirando, sonriente, y yo le devolví la mirada y la sonrisa. La expresión de su rostro decía claramente: “¡Mire lo que me encontré!”. Estaba complacida, radiante. En ese momento, por estar mirándonos, ninguno de los dos se dio cuenta de que una tractomula venía a gran velocidad. El camionero frenó en seco, pero ya era demasiado tarde: el lado derecho del remolque aplastó a la niña contra el pavimento. Cuando mis ojos vieron aquella desgarradora escena, y más aún cuando vi que la caja estaba vacía, entendí cuál era mi misión en este mundo.

Con todo el dolor, el resentimiento y el rencor que sentía en aquel momento, conseguí un disfraz de Papá Noel. Compré unos cien regalos que no valían nada —unos cuantos pesos de aquella época— y salí esa noche vestido de Papá Noel a repartir regalos a los niños de la calle. Encontré que cada uno de ellos vivía un infierno rodeado de la más inmensa pobreza, y como si esto fuera poco, muchos tenían terribles defectos físicos que ahondaban aún más su condición de miseria. Al ver que había niños quemados, discapacitados y heridos, comencé a llevarlos a los hospitales para que recibieran tratamiento médico, con la idea de darles más tarde los medios para que se convirtieran en personas autosuficientes. De esta manera empecé a repartirles cajas de lustrar zapatos, equipos para limpiar carros, bicicletas viejas… siempre bajo la filosofía: “No hay que darles el pescado, hay que enseñarles a pescar”.

Poco a poco muchos de estos niños fueron recibiendo cuidados médicos, y luego los fui instalando en casas —muy pobres— con mamás supremamente humildes pero de un corazón inmenso, que los rodeaban del amor que solo una madre sabe dar. Yo les pagaba la pensión para la alimentación y el colegio, y para que cuidaran de ellos. Así nacieron, en aquella Navidad del año 1973, los hogares sustitutos donde los niños, poco a poco, se fueron educando. Con posterioridad muchos de ellos fueron a trabajar a la industria petrolera, porque al ser ese mi campo de actividad profesional me resultaba relativamente fácil conseguirles empleo en las diferentes áreas de la exploración del petróleo.

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