Los cinco mandamientos para tener una vida plena

Bronnie Ware

Fragmento

Del trópico a la nieve

«No encuentro mis dientes, no encuentro mis dientes .» Esa queja tan familiar llenó la habitación mientras yo intentaba disfrutar de la que esperaba fuera mi tarde de descanso . Dejé sobre la cama el libro que estaba leyendo y fui al salón .

Como era de esperar, allí estaba Agnes, con una mirada al mismo tiempo confusa e inocente y una sonrisa que dejaba a la vista sus encías . Ambas estallamos en una carcajada . La situación ya debería haber perdido su gracia, porque cada pocos días olvidaba dónde había dejado sus dientes, pero lo cierto era que aún nos reíamos .

«Estoy segura de que lo haces solo para que vuelva aquí contigo», le dije riendo mientras me ponía a buscar en los sitios habituales . Fuera, la nieve seguía cayendo, lo que hacía que la casa resultase todavía más cálida y acogedora . «Nada de eso, querida —respondió Agnes, negando insistentemente con la cabeza— . Me los quité antes de la siesta y al despertarme ya no he sido capaz de encontrarlos .» Salvo por el hecho de que estaba perdiendo la memoria, Agnes era más lista que el hambre .

Llevábamos cuatro meses viviendo juntas, desde que respondí a un anuncio que buscaba a una acompañante interna . Como buena australiana que vivía en Inglaterra, había estado trabajando como interna en un bar a cambio del alojamiento, para tener un sitio donde dormir . Lo había pasado bien y hecho buenas migas con otros trabajadores y con los lugareños . Tener experiencia como camarera me resultó muy útil y me permitió encontrar trabajo en cuanto llegué al país . Y, aunque me sentía afortunada por ello, había llegado el momento de cambiar .

Había pasado los dos años anteriores a mi estancia en el extranjero en una isla tropical, igual que las que aparecen en las postales . Tras trabajar más de diez años en la banca, sentía la necesidad de vivir alejada de la rutina cotidiana de lunes a viernes y de nueve a cinco .

Junto con una de mis hermanas, nos aventuramos a pasar unas vacaciones en una isla de North Queensland para sacarnos el título de buceadoras de inmersión . Mientras ella se liaba con nuestro monitor, lo cual fue de gran ayuda para que consiguiésemos aprobar el examen, yo subí a una de las montañas de la isla . Durante un descanso sobre un enorme canto rodado que parecía estar apoyado en el cielo y con una sonrisa en los labios, tuve una epifanía . Quería vivir en una isla .

Cuatro semanas después el trabajo en el banco ya era historia, y las pocas pertenencias que no había conseguido vender quedaron almacenadas en un cobertizo en la granja de mis padres . Cogí un mapa y elegí dos islas basándome únicamente en su conveniente ubicación . No sabía nada sobre ellas, aparte de que me gustaba dónde estaban situadas y que en cada una de ellas había un centro turístico . Era la época anterior a internet, cuando cualquiera puede encontrar al instante todo lo que desee saber sobre cualquier cosa . Envié por correo sendas cartas de presentación y puse rumbo al norte, sin saber cuál sería mi destino final . Era el año 1991, unos pocos años antes de que los teléfonos móviles también invadiesen Australia .

En el camino, mi alma despreocupada recibió las oportunas y pertinentes advertencias, como una experiencia que tuve haciendo autoestop que me llevó rápidamente a descartar esa forma de transporte . Cuando me encontré en un camino de tierra en mitad de la nada, lejísimos del pueblo al que trataba de llegar, se dispararon en mi cabeza las alarmas suficientes para que nunca más se me volviese a ocurrir hacer dedo . El tipo que me había parado me dijo que quería enseñarme dónde vivía . A medida que avanzábamos las casas se alejaban en la distancia y la vegetación se volvía cada vez más espesa, y en el camino se veían cada vez menos señales de visitantes habituales . Por suerte, me mantuve firme y decidida y logré salir de la situación gracias a mi labia . Solo consiguió darme unos besos babosos mientras yo trataba de salir del coche, a toda velocidad, en el pueblo al que quería llegar . Ahí terminaron mis aventuras en autoestop .

A partir de entonces me moví en transporte público y, salvo por esa desafortunada experiencia, fue una gran aventura, en especial por no saber dónde acabaría viviendo . Viajar en trenes y autobuses hizo que me cruzase con personas extraordinarias a medida que me acercaba a climas más suaves . Cuando llevaba unas pocas semanas de viaje, llamé a mi madre, que había recibido una carta en la que me informaban de que había un trabajo esperándome en una de las islas elegidas . Estaba tan desesperada por escapar de la rutina del banco que cometí el absurdo error de decir que estaba dispuesta a aceptar cualquier trabajo, así que pocos días después estaba viviendo en una hermosa isla, fregando cacerolas y sartenes asquerosas .

Sin embargo, vivir en la isla resultó ser una experiencia fantástica, que no solo me permitió escapar de la rutina cotidiana, sino que hizo que incluso me olvidara de en qué día de la semana vivía . Me encantó . Después de un año fregando platos, conseguí un puesto de camarera en el mismo bar . El tiempo que estuve en la cocina había sido realmente entretenido y me había permitido aprender un montón de cosas sobre gastronomía creativa, pero era un trabajo duro y en el que sudabas constantemente debido al ambiente sofocante de una cocina sin aire acondicionado en pleno trópico . Eso sí, en mis días libres aprovechaba para perderme por los espléndidos bosques tropicales, o alquilaba un barco para recorrer las islas cercanas y hacer buceo, o simplemente me dedicaba a relajarme en aquel paraíso .

Me ofrecí como voluntaria para trabajar como camarera en el bar, y eso me acabó abriendo la posibilidad de acceder al puesto que tanto deseaba . Con unas vistas impagables a un mar de aguas cristalinas en perfecta calma, la blanca arena y el balanceo de las palmeras, la verdad era que el trabajo no resultaba tan duro . Tratar con clientes alegres que estaban disfrutando de las vacaciones de sus vidas, mientras me convertía en experta mezcladora de unos cócteles dignos de aparecer en los folletos turísticos, estaba a años luz de mi vida anterior en el banco .

Fue en el bar donde conocí a un europeo que me ofreció un trabajo en su imprenta . Yo siempre había tenido el gusanillo de viajar, y tras más de dos años en la isla tenía ganas de cambiar de aires y de volver a disfrutar de cierto anonimato . Cuando vives y trabajas en el mismo ambiente un día tras otro, es fácil llegar a considerar la privacidad en tu vida cotidiana como algo sagrado .

Era de esperar que alguien que volvía al continente tras un par de años en una isla sufriese un choque cultural, pero aventurarme a ir a un país extranjero cuyo idioma ni siquiera conocía supuso, como mínimo, todo un reto . En los meses que pasé allí conocí a gente muy agradable, y me alegro de haber tenido esa experiencia . Pero necesitaba volver a hacer amigos afines, así que acabé yéndome a Inglaterra . Llegué con el dinero justo (me sobraron una libra y setenta peniques) para comprar el billete que me llevaría a donde se encontraba la única persona a la que conocía en el país . Se abría un nuevo capítulo de mi vida .

Nev tenía una sonrisa abierta y afable, y sus rizos canosos empezaban a clarear . Era un experto en vinos, y era lógico que trabajara en el departamento de vinos de Harrods . Ese día empezaban las rebajas de verano . Cuando entré en ese establecimiento tan elegante y ajetreado salida directamente del ferry nocturno que cruzaba el canal de la Mancha, tenía todo el aspecto de la niña abandonada que era . «Hola, Nev, soy Bronnie . Nos vimos una vez . Soy amiga de Fiona . Pasaste una noche en mi s

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