Cisma sangriento

Francisco Pérez de Antón

Fragmento

Cisma sangriento

1. EL SESGO PERVERSO DE LOS HOMBRES PIADOSOS

Los hombres nunca hacen el mal de manera tan gozosa y plena como cuando lo perpetran en nombre de sus convicciones religiosas.

BLAISE PASCAL (1623-1662), Pensamientos

Sorprende al observador de nuestro tiempo y al curioso de la historia que la Revolución Protestante no haya tenido los ecos de otras menos sangrientas y crueles, como por ejemplo la mexicana o la francesa. De bárbaras convulsiones, como las de Bosnia y Vietnam. De dolorosas guerras civiles, como la norteamericana y la española. De espantosos genocidios, como los de Armenia y Ruanda. O de contiendas letales, como las de las guerras napoleónicas. Cualesquiera de esas mortíferas refriegas despiertan hoy mayor interés que la de la Revolución Protestante, pese a haber segado esta última más vidas que todas las degollinas citadas más arriba juntas.

El motivo del vacío quizá se deba a que el auge del protestantismo en el mundo de habla hispana es un fenómeno reciente y a que el interés por las causas de su advenimiento no se ha despertado hasta hace poco. Con todo, más probable parece que ni a los predicadores evangélicos ni a los católicos les seduzca lo más mínimo explicar que los causantes de tan horrenda sangría fueron sus antecesores en el púlpito. Y es natural que sea así. El sermón dominical trata de todo aquello que se quiere creer. La historia real, en cambio, trata de todo aquello que no se quiere o no se puede creer. Y la Revolución Protestante es pródiga en historias increíbles. De ahí el estado de ignorancia, o de negación, en torno a aquella descomunal matanza de la que ahora se cumplen quinientos años y que una y otra bandería esconden y justifican reducida al infantil sonsonete de «nosotros somos la verdadera Iglesia» o al irresoluble altercado teológico según el cual el hombre se salva por la fe en lugar de por la fe y las obras.

Tampoco les gusta llamar cisma al entuerto. Y menos revolución. Prefieren denominarlo «reforma». Los clérigos han preferido siempre el remilgo verbal a llamar a las cosas por su nombre. Siguen con entusiasmo la regla que cierto periodismo utiliza a menudo: no permitas que la verdad arruine una buena historia. Y la bochornosa verdad que echa a perder su santurrona versión del cisma es que fueron ellos, los clérigos de uno y otro bando, los instigadores de la cruenta desgarradura que escindió el cristianismo en dos ramas irreconciliables y que cualquier otro nombre que se quiera dar a la contienda solo puede ser un eufemismo. El cambio fue demasiado radical como para designar con el pudibundo nombre de «reforma» —un término evocador de cambios razonables y juiciosos— a una de las más sangrientas guerras de la civilización judeocristiana.

El museo de los horrores erigido por el cristianismo a lo largo de su historia es ubérrimo y fecundo. Persecuciones, cruzadas, invasiones, genocidios, torturas, hogueras humanas, calabozos, cepos, martirios, mutilaciones, conversiones forzosas y terrorismo son algunas de las muchas obras de arte que atesora. Pero si hay una a la que volver los ojos atónitos, digamos un Guernica o una Gioconda, esa es la Revolución Protestante. Resulta difícil encontrar en la historia de las religiones un conflicto tan brutal y tan prolongado, pues se extendió más de un siglo. Instigado por el fanatismo y la intolerancia de dos bandos de teólogos exaltados, el cisma dividió naciones y comunidades, destruyó millones de vidas y devastó numerosos patrimonios culturales. Cómo ministros de un mismo Dios y un mismo credo y cómo una religión fundada en la paz, el amor y la misericordia pudieron encadenar tal secuencia de crímenes contra la humanidad, sigue siendo motivo de asombro en toda persona medianamente sensata. Pero tal vez sea el encubrimiento, como queda apuntado, la causa de que los odios y los horrores del conflicto no hayan sido divulgados como merecen. Los clérigos son gente muy pulcra a la hora de esconder sus basuras bajo las alfombras y solo cabe suponer que sea esa la razón de que pasen por encima de la Revolución Protestante como sobre carbones encendidos.

El léxico, sin embargo, no es el único desván donde reverendos y pastores suelen ocultar las cosas. Hubo un tiempo en que maleantes y pícaros buscaban refugio en los templos para protegerse de las autoridades civiles. En parecida manera, «acogerse a sagrado» ha sido el recurso favorito de la clerecía para esconder sus delitos. Pero si hay un grupo señero entre tan distinguida comunidad de refugiados, ese es el que integran las luminarias del cisma cristiano del siglo XVI, sin hacer distingos entre buenos y malos, ni señalar a quienes tuvieron a Dios de su parte, pues si lo primero es asunto discutible (los dos grupos fueron igual de sanguinarios y violentos), lo segundo sería materia muy difícil de comprobar.

Hay un rasgo que, no obstante, amalgama a ambas facciones empeñadas por aquellos días en perseguir y ejecutar a todo el que no comulgara con ellos. Y fue ese, el acogerse a sagrado, vale decir, el justificar sus crímenes (ahora los llaman errores) tras la voluntad o la palabra o el designio divinos. Intolerantes y rencorosos, aguijoneando aquí y allá el odio entre cristianos, aquellos santos varones se arrojaron unos a otros como lobos y arrastraron en su ceguera a mujeres, niños, ancianos, campesinos, ejércitos, príncipes y testas coronadas a un conflicto en el que habrían de perder la vida trece millones de personas.

Justo es admitir, así y todo, que la primera intención de los rebeldes fue depurar el cristianismo y evitar su destrucción. Y con ese fin exigieron que se purgara la Curia romana y se les concediera el derecho a interpretar las Escrituras sin sujetarse al corsé doctrinario que les imponía Roma. El papado no era una institución divina, decían, sino humana, y la única verdad residía en las Escrituras, no en el papa. Pero, como ocurre con frecuencia en las revoluciones, pronto perdieron la brújula y su conducta y sus actos se tornaron tan parecidos a los de los papistas que no se distinguirían gran cosa de estos últimos.

Cuesta asimismo encajar a los líderes de ambos grupos en la categoría de personas ejemplares. Tampoco eran gente sabia. Aliados de la superstición y la ignorancia, estaban convencidos de que el Paraíso estaba más allá de las nubes, y el aire, un espacio poblado por demonios. Erasmo ya había denunciado en sus días la ignorancia de frailes y clérigos, pues muchos no sabían leer o cantaban los salmos «pronunciados, pero no entendidos». Y los pocos de ellos que sabían eran doctos en mitos trasnochados, visiones neuróticas, historias sin certificar y escolasticismos marchitos. Creían estar, eso sí, en posesión del conocimiento divino y con este versado saber manipulaban las voluntades de príncipes y monarcas o daban razón de cuanto sucedía en el mundo. Europa era por aquellos días un continente gobernado por el pensamiento mágico y de tan calificados personajes, los teólogos, habrían de surgir las pasiones y pulsiones que suscitarían la barbarie.

Ni Lutero, ni Calvino, ni John Knox fuer

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos