¿Qué me está pasando?

Stefania Andreoli

Fragmento

cap-1

 

Introducción

La ansiedad es detestable.

Yo, al menos, siempre la he detestado y no creo que tenga gustos particularmente originales por ello.

Hace años, hablando con mi supervisora justamente acerca de una situación clínica que me suscitaba ansiedad, le dije de forma impetuosa cómo odiaba que me afectara, y recuerdo que ella me rebatió con aire plácido: «¿Por qué? ¿Crees que a los demás les gusta?».

No creo haber descubierto en ese momento que la ansiedad fuese una mala compañera; ya lo sabía, pero hasta entonces imaginaba que existía alguien a quien no le disgustaba del todo.

Dicha convicción no carecía de fundamentos: ciertas enfermedades, no me cabe duda, llevan aparejadas lo que en psicología se conoce como «ventajas secundarias» del síntoma, es decir, de alguna manera todos los efectos del sufrimiento pueden parecer útiles a quien los sufre, incluso casi deseables.

La ansiedad se encuentra entre estas ventajas: si la padeciera, incluso si acabara sufriendo un ataque de pánico, seguramente me encontraría muy mal, pero aún podría contar con que los demás me dedicaran atención, no me dejaran solo, me trataran con especial cuidado en situaciones estresantes.

Cada vez que esté mal será terrible, pero al mismo tiempo sabré lo que se siente cuando los demás se preocupan por ti.

Porque, como todos sabemos, cuando alguien se preocupa por ti significa que te quiere.

No pretendo decir que no me disguste sentirme mal; sin duda habría preferido estar bien, pero en el fondo tener una prueba de afecto de quienes me rodean es como un agradable bálsamo.

Además, mi malestar pondrá a prueba el amor de quien esté a mi lado.

Me veré incapaz de valerme por mí mismo, y en caso de ataque de pánico me parecerá estar a punto de morir y eso me dejará aterrorizado, pero habré adquirido la experiencia y la facilidad de disponer de los cuidados de los demás y, al mismo tiempo, de alejar a los impostores que cuando estoy bien dicen que les importo, y que, por el contrario, en momentos de necesidad…

En fin, seguramente en ese momento era más ingenua e inexperta, pero me pareció percibir que alguien podía sentir más simpatía que yo por la ansiedad y sus ventajas secundarias.

Aun así, estábamos a principios del año 2000 y no tenía por qué preocuparme. Las formas del sufrimiento psicológico siguen verdaderas tendencias. Con ello, no pretendo decir que nos pongamos enfermos para seguir una moda ni que algunos síntomas se transmitan como si se tratara de algún tipo de contagio, sino que simplemente las formas de encontrarse mal —como veremos— están muy ligadas a los mundos en que vivimos. Tanto es así que los inicios de mi actividad profesional coincidieron con los primeros años álgidos de TCA (Trastorno de la Conducta Alimentaria) y de la transgresión de la adolescencia, en que los padres venían a consulta porque las hijas ayunaban o se atiborraban, y los hijos se les escapaban totalmente de las manos y se habían convertido en seres irreconocibles y preocupantes (el mayor miedo de aquellos padres y madres era la «¡droga!», concretamente los porros).

Los hijos, por su parte, buscaban en la consulta del psicólogo la oportunidad de hablar de su propio malestar y sufrimiento, expresándolos de manera muy diferente al comportamiento considerado alarmante por sus padres. De modo que suponía para ellos un lugar donde verter todas sus verdades y emociones más profundas y al mismo tiempo donde hallar protección.

En definitiva, de eso que se llama ansiedad en estricto sentido clínico había sustancialmente poca, y la que había pertenecía en exclusiva a los adultos ya que todos los datos epidemiológicos indicaban, desde hacía un tiempo relativamente corto, que los trastornos de ansiedad aparecían sobre todo al final del desarrollo físico y psíquico, relevando que en la edad evolutiva sus manifestaciones eran raras y transitorias.

Además, las investigaciones estaban a punto de coronar la depresión como el mal más difundido del nuevo milenio, de modo que aquellos que, como yo, no deseaban vérselas demasiado con la ansiedad y los ataques de pánico y trabajaban con adolescentes y sus familias imaginaban que no se toparían con ello muy a menudo. Y sin embargo…

En la actualidad, en el mundo occidental, quienes padecen malestar de tipo ansioso forman parte de un grupo integrado ya por cuatrocientos millones de personas. Entre las categorías de mayor riesgo se hallan los padres, ya que uno de cada tres ha sufrido un ataque de pánico alguna vez en la vida.

Como hemos visto, aun así, más allá de las cifras y las expectativas, para quienes se ocupan clínicamente del hecho de que los adultos puedan manifestar formas de ansiedad más o menos importantes es un dato bastante conocido. Nada nuevo, en definitiva. La verdadera novedad está en nuestros hijos.

Hace un par de años, durante un período las llamadas de mis pacientes (o, mejor dicho, de los padres de mis pacientes) seguían siempre el mismo patrón.

En un momento dado, tras las formalidades de rigor, llegaba puntualmente la frase: «Doctora, la llamo para pedir una cita porque mi hijo (o hija) tiene ansiedad».

Ya no se trataba solo del TCA como patología de dependencia (la ansiedad y el pánico, como veremos en el último capítulo, también lo son), ya no se trataba de hijos contestatarios que fumaban un montón de porros (entretanto, sonó la alarma del abuso del alcohol, pero aún no nos percatamos realmente de ello), ni se trataba de fuertes peleas en la familia en que —según la teoría a partir de la experiencia de quienes se ocupan de los adolescentes— la rebelión de los chicos servía para rechazar los valores familiares, experimentar los propios y construirse de ese modo una identidad.

La ansiedad llegó con la fuerza de un tsunami y estaba arrastrando a (casi) todos. De mis datos clínicos a partir del bienio 2012-2013, emergen las siguientes cifras: de cada diez chicos y chicas de once a veinte años con necesidad de una consulta y que posteriormente siguen con psicoterapia, ocho expresan su malestar mediante un padecimiento de ansiedad y/o pánico. Y un estudio de 2014 de la Unità Operativa de Psichiatria dell’Età Evolutiva Stella Maris de Pisa confirma que en la actualidad padecen ansiedad durante la adolescencia un 30 por ciento de los chicos y un 54 por ciento de las chicas, es decir: un chico de cada tres y una chica de cada dos.

De modo que la ansiedad y el pánico irrumpieron en mi consulta con tal ímpetu y frecuencia que mis jóvenes pacientes, sus padres y yo no pudimos hacer más que invitarla a que se sentase con nosotros y dejar que se presentara, que se dejara conocer.

Y cuando escuchamos lo que tenía que decir, por qué había llegado, en qué condiciones estaba dispuesta a marcharse y dejarnos en paz, sucedió como al principio de ciertas amistades que luego se convierten en duraderas, o como en el nacimiento de un amor que después no te quitas de encima, o cada vez que un afecto radica en tu interior con la fuerza del rechazo, de la antipatía, del odio y luego, cuando se transforma en conocimiento y reconocimiento, no quieres echarlo.

El lugar escogido para intentar traducir el mensaje del que se hacen embajadores el pánico y la ansiedad es el que yo —y no soy la única— llamo la «habitación de las palabras»:

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