Convivir

Luis Rojas Marcos

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Cita
I. Conectados
II. Vínculos de amor
Uniones de la infancia
Suerte y manera de ser
III. Venenos de la intimidad
Miedos reales e imaginarios
Dolor e invalidez
Autoestima dañada
Heridas del pasado
Tristeza normal y patológica
Alergia a la proximidad
IV. Espinas de pareja
La decisión de romper
Secuelas del divorcio
V. Dinámicas de familia
Padres e hijos
Hijos y padres
Hermanos y abuelos
VI. La arena del trabajo
Estrés, inseguridad y acoso
Retos de la empresa familiar
VII. Conclusiones
Agradecimientos
Bibliografía
Biografía
Créditos
Grupo Santillana
dedicatoria

Los vínculos de afecto hacen que los seres
humanos seamos lo que somos.

cap1

I
Conectados

«Las ataduras con otras personas tejen la red

de neuronas de la que brota la mente».

DANIEL J. SIEGEL, El desarrollo del pensamiento, 1999

Los seres humanos somos el perfecto paradigma de la conectividad. Estamos hechos a base de incontables y asombrosas conexiones, y vivimos enlazados con el mundo que nos rodea. Nuestra conectividad es evidente en la estructura anatómica y fisiológica de nuestro organismo, en la cohesión entre el cuerpo y la mente y en la aptitud para intercambiar mensajes con el entorno y sus ocupantes. Precisamente, la característica que de verdad nos distingue del resto de los compañeros del reino animal es nuestra extraordinaria capacidad para comunicarnos entre nosotros, relacionarnos y convivir en la intimidad.

Todos empezamos a ser cuando el impetuoso espermatozoide paterno, cargado con veintitrés cromosomas portadores de los genes, se une con el tranquilo óvulo materno, dotado de otros tantos cromosomas, que lo espera al final de una de las dos trompas de Falopio o los conductos que comunican el ovario con la matriz. La imprevisible fusión da lugar a la prodigiosa célula conocida en la jerga médica por zigoto, del griego zygon o yugo. Durante unas cuarenta semanas el portentoso zigoto se desarrolla en el medio seguro, confortable y proveedor del útero materno donde, a través del cordón umbilical, recibe de la madre todo lo que necesita para multiplicarse, diversificarse y convertirse en persona. Impresionante, ¿verdad?

Al nacer los bebés se enfrentan súbitamente a un mundo de «alta tensión», un ambiente excitante, heterogéneo y abrumador. Al exponerse por primera vez al bombardeo de sus cinco sentidos por innumerables estímulos desconocidos, experimentan un choque monumental. Desenchufados del cable materno vital, los recién nacidos no sólo tendrán que respirar por su cuenta, sino que deberán comunicar públicamente sus necesidades básicas de alimento, descanso, seguridad y confort, con la esperanza de que alguien receptivo —por lo general la madre— capte sus mensajes y responda acertadamente.

Los integrantes de todas las sociedades siempre han buscado unirse entre sí, y el lenguaje ha sido el mejor medio para conseguirlo. Imagino que al poco de iluminarse en la mente de nuestros ancestros la luz que les permitió ser conscientes de sí mismos y de sus semejantes como seres aparte, debió de nacer en ellos la capacidad de representar sus pensamientos y emociones a través de símbolos, signos, sonidos o palabras, lo que les hizo posible identificarse y hacerse unos a otros partícipes de sus respectivos mundos personales.

Hablar y oír hablar a otros son actividades que nos definen. Nos permiten compartir ideas, sentimientos, experiencias e ilusiones; desahogarnos y liberarnos de temores o angustias que nos perturban, resolver conflictos, infundir alegría, esperanza, comprensión y aliviar el sufrimiento ajeno. Es más, lo que llamamos cultura no es otra cosa que una inmensa red de acuerdos, creencias y valores compartidos por millones de personas y transmitidos de generación a generación. Supongo que ésta es la razón por la que, en tiempos bíblicos, cuando los pobladores de la tierra decidieron edificar una torre que llegara hasta el cielo, el castigo implacable de un Dios enfurecido fuese confundir su lenguaje y sus palabras para que no se entendieran y se dispersaran por el planeta (Génesis, 11, 7).

La predisposición natural a relacionarnos no sólo alimenta el motor de la supervivencia y la mejora de la especie. Cientos de investigaciones demuestran que las relaciones entre las personas —bien en el contexto de la pareja, bien en la familia, con las amistades o los compañeros de grupos con los que se comparte alguna actividad o interés— constituyen la fuente de gratificación más frecuente e importante. Los individuos emparejados, como los que forman parte de un hogar familiar o de un grupo de amistades, expresan un nivel de satisfacción con la vida considerablemente superior que quienes viven desconectados de los demás. Este resultado es independiente del sexo de la persona, de su edad, de su clase social, y de su estado de salud física y mental. El psicólogo Erich Fromm nos lo advirtió hace medio siglo en El arte de amar: «El ansia de relación es el deseo más poderoso de los seres humanos, la pasión que aglutina a la especie».

Y como cabe deducir, la causa más común de infelicidad radica en los dolorosos estados de ánimo que causan la soledad, la pérdida de seres queridos, o los conflictos y rupturas de las relaciones. Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, en su obra El malestar en la cultura identificó «nuestras relaciones con otras person

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