El arte perdido de educar

Michaeleen Doucleff

Fragmento

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Prólogo

Recuerdo el momento en que, como madre, toqué fondo.

Eran las cinco de una fría mañana de diciembre. Estaba tumbada en la cama, con el mismo suéter del día anterior. No me había lavado el cabello en días.

Fuera, el cielo seguía siendo azul oscuro; aún se notaba la luz amarillenta de las farolas. En casa, el silencio era inquietante. Todo lo que podía oírse era la respiración de Mango, nuestro pastor alemán, a los pies de la cama. Todos dormían excepto yo. Estaba totalmente desvelada.

Me preparaba para la batalla. Cavilaba sobre cómo abordar mi próxima escaramuza con el enemigo. ¿Qué haré cuando vuelva a atacarme, cuando me pegue, me dé patadas o me muerda?

Es horrible decir que mi hija es «el enemigo». Dios sabe que la quiero más que a mi vida. Y, en muchos aspectos, es una personita maravillosa. Es muy lista, valiente como pocas, y tiene la fuerza de un buey, tanto física como mentalmente. Cuando Rosy se cae al suelo, se levanta de un salto. Ni se queja ni lloriquea.

¿Y he mencionado su olor? Oh, me encanta cómo huele, sobre todo su cabeza. Cuando estoy de viaje de trabajo para la NPR, es lo que más echo de menos: su olor, una mezcla de miel, lirios y tierra húmeda.

Esa dulce fragancia es cautivadora. Pero también es engañosa. Rosy tiene una hoguera en su barriguita. Un fuego vivo que la impulsa, que le hace arrasar el mundo con ferocidad. Como dijo una amiga: es una destructora de mundos.

Cuando era un bebé, lloraba una barbaridad. Durante horas y horas cada noche.

—Si no está comiendo o durmiendo, está llorando —le dijo mi marido, aterrado, a la pediatra.

Ella se encogió de hombros. No era la primera vez que lo oía.

—Bueno, es que es un bebé —respondió.

Pero Rosy ya tenía tres años, y su llanto se había transformado en berrinches y un maltrato constante a sus padres. Cuando tenía una crisis y yo la cogía en brazos, solía darme una bofetada. Algunas mañanas salía de casa con la marca de su palma en la cara. Era algo verdaderamente doloroso.

Aquella silenciosa mañana de diciembre, mientras estaba tumbada en la cama, me permití aceptar una verdad lacerante. Entre Rosy y yo se estaba alzando un muro. Empezaba a recelar del tiempo que íbamos a pasar juntas por lo que pudiera ocurrir: tenía miedo de perder los estribos (de nuevo), miedo de hacerla llorar (de nuevo), miedo de solo empeorar su comportamiento (de nuevo). Y, a consecuencia de ello, temía que Rosy y yo nos volviéramos enemigas.

Crecí en un hogar conflictivo. Gritar, dar portazos, e incluso lanzar zapatos, era el medio de comunicación fundamental entre mis padres, mis tres hermanos y yo. De modo que, al principio, reaccioné a las pataletas de Rosy como lo habían hecho mis padres conmigo: con una mezcla de ira, severidad y, en ocasiones, palabras subidas de tono. Esa reacción era contraproducente: Rosy arqueaba la espalda, chillaba como un halcón y se tiraba al suelo. Además, yo quería hacerlo mejor que mis padres. Quería que Rosy creciera en un entorno apacible, y quería enseñarle formas de comunicarse más productivas que lanzar una bota Dr. Martens a la cabeza de alguien.

Así que consulté al doctor Google, y decidí que la «estrategia educativa óptima» para acabar con los berrinches de Rosy era la «autoritaria». En mi opinión, «autoritario» significaba «firme y amable». De modo que puse todo mi empeño en hacer precisamente eso. Pero nunca fue efectiva puesto que, una y otra vez, la estrategia autoritaria fracasaba. Rosy percibía que yo seguía enfadada y volvíamos a caer en la misma rutina. Mi enfado empeoraba su comportamiento. Entonces, me enfadaba más. Y, al final, sus berrinches llegaban a un nivel nuclear: me mordía, sacudía los brazos y empezaba a correr por toda la casa tumbando hasta los muebles.

Incluso las tareas más sencillas —como prepararse para ir al parvulario por las mañanas— se habían convertido en una guerra abierta. «¿Puedes hacer el favor de ponerte los zapatos?», le rogaba por quinta vez. «¡No!», gritaba en respuesta, y luego procedía a quitarse el vestido y la ropa interior.

Una mañana me sentía tan mal que me arrodillé debajo del fregadero de la cocina y, con la cabeza pegada al armario, grité en silencio: «¿Por qué es tan duro? ¿Por qué no me escucha? ¿Qué estoy haciendo mal?».

Si era sincera, no tenía ni idea de cómo tratar a Rosy. No sabía cómo detener sus berrinches, por no hablar de cómo empezar el proceso de enseñarle a ser una buena persona: una persona amable, útil y preocupada por los demás.

La verdad es que no sabía cómo ser una buena madre. Nunca había sido tan incompetente en algo en lo que quería ser buena. Nunca la distancia entre la habilidad que tenía y la que quería conseguir había sido tan desoladoramente difícil de salvar.

Así que allí estaba en la cama, antes del amanecer, temiendo el momento en que mi pequeña —la hija querida que había deseado durante tantos años— se despertara. Me devanaba los sesos buscando la manera de conectar con una personita que, muchos días, era una maníaca rabiosa. Quería salir del desastre en el que me encontraba.

Me sentía perdida. Me sentía cansada. Y estaba desesperada. Si me proyectaba hacia el futuro, solo podía ver más de lo mismo: Rosy y yo nos quedaríamos enzarzadas en una batalla constante, y ella crecería y sería más y más fuerte con el paso del tiempo.

Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió, y en este libro relato el cambio inesperado y transformador que tuvo lugar en nuestras vidas. Comenzó con un viaje a México, donde una experiencia reveladora dio lugar a otros viajes, a diferentes lugares del mundo, siempre con Rosy como compañera. Por el camino, conocí a un puñado de padres y madres extraordinarios que, generosamente, me transmitieron conocimientos increíbles sobre la crianza. Esas mujeres y esos hombres no solo me enseñaron a capear los berrinches de Rosy, sino también a comunicarme con ella sin gritos, coacciones ni castigos, una forma de criar que refuerza la confianza del niño en lugar de fomentar la tensión y el conflicto con los padres. Y quizá lo más importante es que supe enseñar a Rosy a que fuera amable y generosa conmigo, con su familia y con sus amigos. Y en parte ello fue posible porque esas madres y esos padres me enseñaron a mí cómo tratar bien y querer a mi hija de una forma totalmente diferente.

Como me dijo una madre inuit, Elizabeth Tegumiar, en nuestro último día en el Ártico: «Creo que ahora ya sabes cómo tratarla mejor». Y es cierto.

La educación de los hijos es algo exquisitamente personal. Los detalles no solo dependen de cada cultura, sino también de cada comunidad, e incluso de cada familia. Y, aun así, si viajamos por el mundo actual se puede detectar un hilo común que entreteje la gran mayoría de las culturas. Desde la tundra ártica, pasando por la selva de Yucatán y la sabana de Tanzania, hasta las laderas filipinas, existe una manera común de relacionarse con los niños. Es algo que sobre todo se cumple en las culturas que crían niños especialmente atentos y serviciales, niños que se despiertan por la mañana y, de inmediato, se ponen a lavar los platos. Niños que desean compartir caramelos con sus hermanos.

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