Resiliencia para pandemials

Alejandra Crail

Fragmento

Título

Introducción

Volverán los abrazos

Era lunes por la mañana cuando de pronto sentí que el estómago se me revolvía. Unas náuseas extrañas acompañaban a la panza vacía que no había aún probado alimento. Corrí al baño, mi cuerpo se arqueó, pero nada; solo el miedo. Un terror alimentado por una noticia reciente: días antes había convivido con una persona que dio positivo a covid-19.

Conté los días y, según mis cálculos, estaba precisamente en el periodo cuando, tras contacto con el virus, los síntomas comienzan a mostrarse. En mi mente comencé a recordar algunos otros rastros de enfermedad que se habían presentado días antes: cansancio extremo, inicios de conjuntivitis, molestia en la garganta. Me sentí paranoica. Un test covid del gobierno de la Ciudad de México, contestado por celular, arrojó que tenía 35% de probabilidades de tener el virus y que, por lo tanto, era apta para hacerme una prueba.

Durante la espera de resultados, mi vida se instauró en un extraño limbo, cobijada por la incertidumbre. Mi ansiedad crecía a la par de los síntomas, mismos que aparecieron también en mi compañera de departamento. El tiempo se me iba en pensar y pensar y volver a pensar en todo lo que había hecho desde lo que yo intuía como mi primer contacto con el virus y, sobre todo, en todo lo que toqué en el camino.

La piel es el órgano más grande del cuerpo humano, aquel que nos permite relacionarnos con el mundo, entenderlo y comunicarnos en cada roce, caricia, abrazo. Tocamos todo con y sin conciencia plena y así recibimos información útil que usamos todo el tiempo: el tacto es una llave al conocimiento, pero, sobre todo, es un medio de expresión. Sin embargo, en tiempos del covid-19, este don se ha convertido en un riesgo. ¿En qué momento algo imprescindible e inherente al ser humano se volvió terrorífico?

La posibilidad de ser portadora de SARS-CoV-2 me hizo recordar el texto de la colega michoacana Záyin Villavicencio y sus palabras: “La estadística lleva mi apellido”.1 Pensé en todas las madres, padres, abuelos y abuelas, hijos, amigos, colegas que ya no están y en el lamento individual de cada historia que es ya colectivo: la imposibilidad de una despedida, de un último abrazo, de transmitirle por medio de nuestra piel el amor a ese otro que tanto nos dio. En suma, la ironía de que —­en un momento como este—­ lo que más nos hace falta es aquello que podría ser mortal: sentirnos rodeados por los brazos de otro, el corazón pegado a otro corazón, mientras nuestros brazos acogen su cuerpo, pero también su alma. ¿Cómo se da un abrazo a distancia?

Mi prueba, después de días, salió negativa, y fue un extraño renacimiento que coincidió con el tiempo en que yo terminaba este libro. Supe entonces que en este proceso de reinvención de la vida teníamos también que aprender a abrazar a distancia, extendiendo los brazos más allá de los cuerpos físicos y cobijar, sobre todo, a quienes recién están aquí, descubriendo el mundo, un mundo limitado para su exploración.

Si para los adultos el tacto es un sentido importantísimo, para los más pequeños es invaluable: es la herramienta de conocimiento del mundo de las niñas y los niños. El contacto físico con el otro forma parte de su sociabilización; es indispensable para su desenvolvimiento, tanto como lo es tocar todo lo que hay en su camino. Como lo explica Katia Hueso, bióloga y cofundadora de la primera escuela infantil al aire libre, las niñas y los niños vienen al mundo a jugar, a descubrir y explorar, es a partir del juego que se desarrollan, que se vinculan con el mundo, con los otros. Hoy, el juego y el contacto se han cuarteado.

Diversos estudios han demostrado que el contacto con los otros es una práctica beneficiosa capaz de ayudarnos a reducir el dolor, la depresión, el estrés,2 quizá por eso ante un desastre natural, como un terremoto, las primeras reacciones de quienes lo están viviendo es cobijarse en un abrazo, sin importar si se conoce o no al que se tiene entre los brazos. Por ello, el aislamiento como regla y la prohibición del contacto físico, junto con la idea instaurada de que todo lo que se toca —­sea una cosa o una persona—­ son riesgos potenciales, pues implican uno de los retos más visibles de la pandemia de covid-19 para las niñas y los niños, aunque no el único.

Es ahí, en esa imposibilidad, donde se crea un parteaguas, un antes y un después. En medio, nosotros y todos los nuevos seres humanos que están llegando a este mundo en medio de un caos. Especialistas de todo el planeta comienzan a llamar a los recién nacidos —­y en algunos casos a los que ya llevamos años vividos—­ pandemials: personas que por las circunstancias nos hemos movido a otra forma de vida, envuelta en el uso y avance de las tecnologías, en el distanciamiento social que transformó en extrañas las viejas formas de sociabilización —­especialmente los abrazos y besos—­, en la crisis económica que resentimos y que apenas está iniciando, así como en el papel del ser humano como habitante de un mundo que parece querer expulsarnos, cansado del maltrato histórico al que lo hemos sometido.

La urgencia, entonces, cambió de foco. Entendí que mi posición ante el covid-19 no deja de ser privilegiada pese al miedo, el estrés y la ansiedad que la pandemia provoca en mí porque, aun con todo lo que implica —­que no es un reto menor—­, tengo herramientas para enfrentar lo que vivimos y estoy segura de que en la mayoría de los adultos también las hay o, al menos, existen mayores posibilidades de pedir apoyo, buscar salidas y resultar mejor librados de toda la crisis. Nosotros, a diferencia de aquellos que apenas descubren el mundo —­¡vaya mundo!—­, tenemos marcos de referencia, capacidad para elegir nuevos caminos, criterios ya formados que nos hacen crear conciencia, actuar, crecer, vencer la adversidad. No ocurre lo mismo cuando se trata de niñas y niños que están en pleno desarrollo, que dependen de otro ser ya formado física, mental y emocionalmente.

Desde que el virus SARS-CoV-2 surgió en Wuhan, China, y se extendió por el mundo, nos obligó a un aislamiento casi en cada rincón del planeta como la medida de mitigación de contagios más efectiva. Cerraron negocios, oficinas, escuelas, se prohibió de forma temporal el uso de parques, plazas y espacios públicos; las familias tuvieron que encerrarse en casa y convivir 24/7 de un día para otro, combinando las actividades laborales con las escolares de hijas e hijos, así como las responsabilidades del hogar; también hubo a quienes el aislamiento les fue imposible, incrementando el temor al contagio y la separación familiar. Todo esto sin abrazos de contención.

Extrañamente, aunque el aislamiento se fue aligerando, se reactivaron algunas actividades consideradas “indispensables”, pero todo lo relacionado con la infancia quedó rezagado. La pausamos. Volvimos a hacer uso de nuestra mirada adultocéntrica y priorizamos nuestras necesidades por encima de las niñas y los niños: la econo

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