Somos sobrevivientes

Félix Bruzzone
Sergio Olguín
Claudia Piñeiro
Claudia Aboaf
Gabriela Cabezón Cámara
Fabián Martínez Siccardi
Juan Carlos Kreimer
Dolores Reyes

Fragmento

Somos_sobrevivientes-1

Prólogo

Una partera formoseña recuerda cincuenta años más tarde el momento en que su padre fuerza la puerta del baño y la sujeta contra los azulejos. Un niño fanático de San Lorenzo escucha que su hinchada festeja al director técnico Bambino Veira las mismas agresiones sexuales que él sufre en un colegio marianista. Una adolescente tucumana declara en cámara Gesell lo que ocurría cuando estaba a solas con su padre, y un juez ordena la inmediata prisión preventiva. Después de tres décadas de silencio, un hombre cuenta en redes sociales a lo que era sometido por su vecino cuando tenía siete años. Una niña abandonada por sus padres se refugia en la casa de un vecino que promete cuidarla como excusa para acceder a ella. Un padre se fuga con su hijo pequeño de un pueblo patagónico para alejarlo de la madre y del padrastro después de denunciar en la policía los horrores que su hijo acaba de narrar. La expareja de un militante de los años 1970 defiende a su hija del padre denunciado por abusos. Una niña de trece años es castigada sexualmente por un padre que busca vengar la infidelidad de la madre.

Ocho adultos cuyos cuerpos y mentes fueron abusados en la infancia confían sus memorias a escritores para que transformen sus heridas en relatos. Los escritores, acostumbrados a habitar los cuerpos y las mentes de sus personajes, reconstruyen las crónicas de esos hechos —y de sus secuelas— desde ese umbral donde la realidad convive con los fantasmas. Estos elementos forjan el alma de este libro que nace en marzo de 2019, cuando me contrataron como intérprete para una ONG abocada a la lucha contra los abusos a menores.

La ONG era una organización estadounidense que visitaba Argentina para unos días de labor intensa que incluían, entre otras cosas, asistir a una reunión semanal de sobrevivientes de abusos sexuales en la infancia. Llegué sobre la hora. Un hombre me abrió la verja y me condujo hasta la galería de una antigua casona del barrio de Flores donde el aroma a tabaco negro se mezclaba con el del pasto recién cortado. Allí funciona el centro cultural donde se realizan los encuentros de pares (como los llaman los sobrevivientes), una reunión en la que personas comparten sus historias de abusos de modo confidencial y se escuchan sin juicios ni interrupciones.

Atravesamos un palier de maderas nobles y entramos a una especie de teatro improvisado en un antiguo salón, un espacio grande sin butacas, iluminado por las luces de lo que ahora era un escenario. Alrededor de una mesa se sentaban unos quince hombres y mu­jeres de distintas edades, una pareja de abuelos protectores de su nieta y una madre protectora de su hija pequeña. Mezclados entre ellos nos sentamos los organizadores del encuentro, los visitantes estadounidenses y yo.

Después de los saludos y las presentaciones formales, se hizo silencio y la palabra comenzó a pasar de uno a otro con cadencia litúrgica: alguien indicaba con la cabeza que quería ser el siguiente y el grupo respondía con un sutil gesto aprobatorio. Las historias brotaban con una fuerza que corporizaba las palabras. Los sobrevivientes devenían en médiums que proyectaban fantasmas sobre el escenario vacío. Las vivencias eran distintas. El abusador era el padre, un tío, el hermano mayor, un vecino, el entrenador o un cura; el abuso ocurría a los cuatro años, a los ocho o a los quince; sucedía una sola vez o se repetía durante mucho tiempo; era más o menos violento; se hacía público en ese instante o se ocultaba por décadas. Pero más allá de esas diferencias, algo cruzaba inequívocamente todos los relatos: la intromisión de la sexualidad adulta en la vida de una niña o un niño dejaba marcas profundas e imborrables, marcas dolorosamente palpables en todos los testimonios.

Aunque no era la primera vez que escuchaba historias de abuso sexual en la infancia, esta vez fue distinto, radicalmente distinto. Rodeados de pares que habían pasado por situaciones equivalentes, en esa liturgia de contar y de escuchar, el dolor individual se volvía colectivo y los sobrevivientes parecían comprenderse sin lástima ni recelos. Y sucedió algo más: en ese coro de historias, muchas contadas acaso tantas veces, se hizo evidente el poder del acto de narrar. El abuso es un hecho, pero también es la narración de ese hecho. No se puede regresar en el tiempo para modificar lo sucedido, pero sí se puede cambiar la manera en que se lo narra, la forma en que lo contamos a los demás y a nosotros mismos.

En los días que siguieron pensé mucho en los sobrevivientes y en lo que había escuchado. Pensé en el poder de la narración y en la magia de la literatura. Y luego pensé en la idea de convocar a escritores y a sobrevivientes de abusos sexuales para hacer un libro.

En una primera mirada el proyecto se presentaba arduo, difícil de concretar, pero la realidad demostró lo contrario. La ONG Adultxs por los Derechos de la Infancia abrazó la propuesta apenas se la compartí, en pocas semanas se sumaron siete de los escritores más queridos y leídos dentro y fuera de Argentina, y las editoras aceptaron la publicación de inmediato con un entusiasmo que no cesó hasta el final. En pocos días establecimos las parejas de escritores-sobrevivientes y nos pusimos a trabajar.

Pandemia de por medio, durante meses cada na­rra­dor escuchó el relato de un sobreviviente. Vi­­mos cómo en sus palabras se esfumaban la ira y el miedo, aprendimos a buscar destellos entre las hendijas de la historia para encontrarle una sintaxis nueva. Descubrimos también que la negación en el entorno podía ser más traumática que el abuso en sí, y se nos hizo palmaria la necesidad de justicia, de reparación. En esos meses de reuniones reales y virtuales transitamos una liturgia no muy distinta a la de los encuentros de pares, una liturgia donde la narración duele y cura, advierte y denuncia, redime y conecta transformando lo individual en colectivo, sacando a la superficie esta tragedia endémica de la que muchos prefieren no hablar.

El silencio es cómplice del abusador. La palabra es aliada de las víctimas. Ocho realidades se reflejan en este libro para dejar ver más allá de lo silenciado, para conectar dolores solitarios con el dolor colectivo, para invitar a otros a dejar de callar y animarnos a soñar juntos un futuro más luminoso.

Fabián Martínez Siccardi

Somos_sobrevivientes-2

Como el agua del pez

Silvia por Claudia Aboaf

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