Tú eres tu lugar seguro

María Esclapez

Fragmento

cap-1

Voy a ser directa y clara.

Tienes una herida emocional si cumples con un solo requisito de los que te presento a continuación:

• Tienes problemas para mantener relaciones sanas (ya sean de pareja, de amistad o de familia).

• Repites constantemente el mismo tipo de pareja o patrón de comportamiento en las relaciones sexo-afectivas.

• Te cuesta pasar tiempo contigo mismo, a solas.

• Tienes miedo al compromiso y la intimidad de pareja.

• Sientes la necesidad de pedir perdón por todo.

• Te sientes mal cuando las cosas escapan a tu control.

• Aunque te lo puedas permitir, te hace sentir culpable gastar dinero en algo que no es tremendamente necesario.

• Tienes mucho miedo a cometer errores.

• Centras todas tus energías en los demás.

• Estas todo el rato pendiente de las emociones de los otros para saber cómo actuar.

• Consideras que nunca eres suficiente.

• Te mantienes en estado de hipervigilancia, llegando a sentir estrés o ansiedad en repetidas ocasiones.

• Te machacas y te exiges demasiado.

• Sientes que molestas cuando necesitas hablar con alguien o pedir favores.

• Exiges demasiado a los demás.

• Te centras en cubrir las necesidades del resto, pasando por alto las tuyas.

• Tienes muy pocos recuerdos de tu infancia o adolescencia.

• Sientes que pierdes el tiempo cuando descansas.

• Analizas una y otra vez tu comportamiento después de cualquier interacción social para quedarte tranquilo sabiendo que lo has hecho bien.

• Necesitas la aprobación de los demás para estar en calma.

• Convives con un sentimiento de culpabilidad muy intenso sin razón aparente.

Si alguno de estos puntos te ha removido o ha generado en ti cierto interés, este libro es para ti.

Años atrás, yo entendí que tenía una herida emocional que debía sanar si quería vivir en calma, pero no fue hasta hace unos meses cuando viví una serie de situaciones y me di de bruces con la realidad.

Y ahora quiero que tú abras los ojos, así que empecemos evocando tus recuerdos.

¿Qué recuerdas de tu infancia? ¿Y de tu adolescencia? Apuesto a que alguna vez has viajado atrás en el tiempo y, queriéndolo o no, has terminado mentalmente inmerso en alguna parte de tu pasado. A veces son los olores, los sabores o las imágenes los que desencadenan recuerdos; otras veces son las historias compartidas en voz alta con otras personas las que nos evocan tiempos pasados. La mente atesora en sus recovecos aquellas experiencias que, de una manera u otra, nos han marcado, ya sea para bien o para mal. Te confesaré que, a pesar de que el cerebro tiene una capacidad extraordinaria para almacenar más las vivencias negativas que las positivas, el objetivo que siempre persigue ante cualquier estímulo tiene un propósito: sobrevivir.

Desde el momento en que nacemos, interaccionamos con el mundo que nos rodea y comenzamos nuestras primeras relaciones interpersonales con aquellas personas más cercanas: desde nuestros padres, hermanos y familia en general hasta amigos, profesores, conocidos… Todos, de alguna manera, forman parte de ese entramado tan complejo, capaz de condicionar cómo percibimos y procesamos todo. Porque la forma en que vemos las cosas es aquella en la que el entorno nos educa.

Desde el momento en que nacemos, estamos preparados para empezar a codificar en nuestra mente quiénes somos, qué lugar ocupamos y cómo debemos tratarnos a nosotros mismos y a los demás.

Desde el momento en que nacemos, nuestro cerebro va poniendo en marcha diversos mecanismos de supervivencia que condicionan la manera de percibir los problemas, de concebir el peligro, de procesar las posibles amenazas o de responder ante el miedo.

¿Sabes qué? Hace poco recordé cómo fue la primera vez que tuve un miedo irracional. Fue justo un día que actué de la misma manera que cuando tenía unos siete años e iba en el coche con mis padres. Mi padre conducía, y mi madre y yo viajábamos en el asiento trasero. Volvíamos de pasar un día de verano en el campo con la familia. Ya entrada la noche, mi padre buscaba aparcamiento por la zona en la que vivíamos en aquel entonces. Yo iba mirando por la ventanilla las pocas estrellas que se podían apreciar desde el vecindario. De repente sentí cómo me invadía una sensación de angustia que nunca antes había vivido. Pensé en lo triste que era que terminara aquel día y en lo injusto que sería que todo, incluso mi vida y la de mis seres queridos, acabara en ese instante.

El desasosiego invadió mi cuerpo, y la tristeza que sentía por que se acabara el día, como puedes suponer, se volvió aún más oscura. Por mi mente, sin venir a cuento, paseó la posibilidad de tener alguna enfermedad terminal y morirme. Qué sombrío pensamiento para una niña, ¿verdad?

Siempre he sido una persona muy intensa y con cierta rapidez en la asociación de ideas, y aunque en ese momento era muy pequeña para entender qué me estaba pasando, con el paso de los años recordé fugazmente ese momento y pude darle una explicación.

Más tarde, ya con treinta y un años, volvía a casa en tren. Unos días atrás había salido de la ciudad para atender unos asuntos del trabajo. Era de noche y me encontraba muy cansada. Apoyé la cabeza en el cristal del ventanal para poder dormir un poco antes de llegar al destino. Me llamó la atención lo oscura que estaba la noche y comprobé con la mirada si desde allí alcanzaba a ver las estrellas. Al instante mi cabeza decidió que era el momento de recuperar aquel recuerdo de la infancia y sacarlo a la luz. «¿Por qué ahora?». Miré a mi alrededor y, aunque yo tenía la sensación de haberme trasladado a un mundo extraño y desconocido, la realidad es que nada había cambiado en el vagón. Me puse unos auriculares con música y me zambullí de lleno en lo que hasta entonces había sido un vago recuerdo. Lo más seguro es que mi mente había relacionado mi conducta de ese momento con la de hacía casi veinticinco años. Con el recuerdo recién recuperado, repasé todo y encontré una explicación lógica.

Unos días antes de vivir aquella escena en el coche de mis padres, había estado presente en una conversación entre adultos sobre la enfermedad y la muerte; habíamos visitado un santuario donde las personas solían llevar ofrendas a una imagen religiosa para que se cumplieran sus peticiones relacionadas con la salud, la familia y el amor. Esas ofrendas eran figuras de cera de diversas formas: un corazón, un riñón, una pierna, pelo humano… Según el tipo de ofrenda y la petición del creyente, la figura variaba. Esa imagen se me quedó grabada; nunca antes había visto algo así y, aun siendo tan pequeña, creo firmemente que tenía la suficiente empatía para sentir la aflicción de toda aquella gente rogando. Estoy segura de que esa experiencia desencadenó la sensación de angustia y los consecuentes síntomas psicosomáticos, como mareos y náuseas. Relacioné el final de un día con el final de la vida.

A partir de ese momento, esa situación se fue repitiendo cada vez que llegaba la noche. No querí

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