Las escuelas que cambian el mundo

César Bona

Fragmento

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Para un maestro no hay mejor manera de aprender que sumergirse entre los alumnos y maestros de otros centros y beber de su filosofía. Esto sí es un verdadero máster sobre educación.

Me siento afortunado por haber dispuesto de unos meses para recorrer institutos, escuelas y colegios de distintas partes de España y convivir con ellos una temporada; afortunado también por haber podido vivir unas formas de ver la educación que deberían promover las administraciones, y que seguro interesan a cualquier docente.

Cada lugar que he visitado me ha hecho mejor persona tras conocer a las gentes que conviven en ellos.

He estado en un instituto de Sils, en Girona, donde he conocido a adolescentes que colaboran con la sociedad para hacer un mundo mejor; en un colegio de Madrid, en el que he descubierto que los alumnos tienen claro que la cooperación es el único camino que quieren tomar para vivir mejor, y que el contexto social del que provengas no te marca de por vida; en un colegio de Barcelona, donde los niños y niñas toman decisiones teniendo en cuenta el bienestar de los demás; en un centro en San Sebastián, donde he vivido la realidad, que es lo que ha de vivirse en las escuelas; me he perdido por la carretera que me llevaba a una escuela rural maravillosa en un pequeño pueblo de Zaragoza, he respirado el ambiente del que esta escuela está impregnando a todo el pueblo; he conocido en Málaga a chicos y chicas que crean sus propias normas respetando a los compañeros y al medio, y en Galicia, donde he pasado unos días en una escuela que me ha enseñado que, como maestro, uno no aprende hasta que no mira a través de los ojos de todos esos niños y niñas, y que la única manera de vivir en sociedad es respetando y valorando las diferencias de los demás.

Para un maestro, este es un regalo de incalculable valor: observar cómo niños pequeños toman decisiones relacionadas con la sociedad y con la escuela; asistir a las dinámicas con adolescentes y poder comprobar cómo se entusiasman cuando hablan de sus centros; ser entrevistado por niños y niñas de ocho años que tienen su propio canal de televisión y cadena de radio, y que editan y comparten con su ciudad lo que sucede en la escuela; o dedicar horas a escuchar a niños y niñas que hablan de los derechos de la infancia, a la vez que no olvidan que ellos también tienen deberes que cumplir.

Nada de lo que he estudiado hasta ahora es comparable a estas vivencias. Nada puede llenar más a un maestro que aprender de otros.

Los libros, como ya sabéis, suele firmarlos un autor, y en este caso yo soy ese autor. Pero, en realidad, tan solo soy el nexo entre una serie de escuelas y el personal humano que lleva a cabo unos proyectos que merece la pena conocer. Debo decir, pues, que sin su apoyo, sin su amabilidad y sin su disposición a compartir conmigo lo que hacen cada día, este libro no habría sido posible. Todas forman parte de la red mundial de Escuelas Changemaker de la fundación Ashoka[1] por su generosidad y su visión transformadora de la educación. Y en estas páginas podréis encontrar estrategias, elementos organizativos y cualidades personales que explican el éxito de estas escuelas.

Un libro sobre educación en el que no aparezca la voz de los niños y de las familias no es un libro completo, al igual que tampoco lo sería si solo se centrase en los aspectos técnicos de las escuelas y no dejara un espacio para la parte humana. Así que he querido conservar en estas páginas el tono desenvuelto que prevaleció en estas conversaciones que mantuve, durante mi viaje, con maestros, niños y familias. Nadie mejor que los protagonistas para contarnos cómo viven el día a día en sus escuelas e institutos.

Este libro habla de gente real, de proyectos reales, de escuelas, colegios e institutos reales, de docentes reales, con sus dificultades y sus dudas; de familias que al principio se mostraban reticentes y terminaron apoyando proyectos que ahora defienden con convicción. Pero, sobre todo, en este libro veréis que, para hacer frente a los problemas, a las dificultades de la sociedad y del sistema, se necesitan personas con determinación, creativas, siempre curiosas, con el deseo constante de aprender de los demás y con una voluntad de hierro; gente que, ante un problema, no se arredra y busca nuevas soluciones, que tiene iniciativa, que administra recursos para sacar lo mejor del centro...

Retomemos, pues, la esencia de la educación: «¿Para qué sirve la educación?», debemos preguntarnos. No nos engañemos; su fin no es crear seres empleables, o no debería serlo. Su objetivo no consiste simplemente en que sean felices obviando los grandes retos a los que se enfrentarán en la vida. Y tampoco consiste en preparar a los niños y niñas, desde los tres años, para superar un examen que deberán pasar a los dieciocho.

Es evidente que las escuelas deberían enseñar a los chicos a reflexionar más que a pasar exámenes. Sin embargo, en algunos centros de Infantil, durante las últimas semanas antes de terminar esta etapa, los colocan en pupitres individuales para que se vayan acostumbrando a lo que les espera en Primaria. A uno le da la sensación de que en 1.º de Primaria, con solo seis años, una parte de la infancia ha desaparecido y que deben acostumbrarse a la idea de que ahora en adelante todo será mucho más duro. En 6.º hay que prepararlos para enfrentarse a la realidad de la vida, que consiste en estudiar mucho, en controlar sus hormonas (si eso es posible) y en respetar la disciplina para no romper el ritmo de la clase, porque en Secundaria deberán trabajar mucho, dejarse de tonterías y tener en mente que el Bachillerato y la gran prueba final están a la vuelta de la esquina.

En algunas ocasiones hemos oído aquello de: «A la escuela se va a aprender, no a ser feliz». La deshumanización del pensamiento educativo está alcanzando límites inimaginables. Lo más terrible que puede oír un padre o una madre de su hijo o su hija es: «Por favor, no me lleves a la escuela. No quiero ir». Y, para un maestro, estas palabras deberían ser un síntoma claro de que hay algo que no estamos haciendo bien. Un niño, una niña o un adolescente necesitan ir felices a la escuela o al instituto. ¿Por qué? Porque allí pasarán toda su infancia y adolescencia, y estas etapas solo se viven una vez. Y también porque esos años establecerán los pilares sobre los que se sustente su vida entera. Pero no hay que confundir la felicidad con la dejadez, con la falta de exigencia, con la ausencia de buenos resultados académicos. La excelencia académica debe ir acompañada o precedida del factor humano; si no, algo falla. Y ningún padre ni ninguna madre se jugarían el presente y el futuro de sus hijos apostando por una escuela que no le ofreciera garantías de éxito; de eso sí podemos estar seguros.

—El otro día estaba curioseando un libro de texto de Infantil —me dice Teresa, codirectora del colegio O Pelouro—. En una página salía un niño soplando una vela, y bajo la foto pude leer: «¿Para qué sirve soplar?». Y debajo aparecía la siguiente respuesta: «Para apagar la vela». Y eso no es cierto. Es una respuesta unilateral, porque soplar también sirve para encender un fuego.

Se han producido muchos cambios a lo largo de la historia, cambios que han surgido gracias a distintos planteamientos, pero en educación nos hem

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