Niños optimistas

Martin E.P. Seligman

Fragmento

primera parte

Por qué los niños necesitan

del optimismo

1

El pagaré

Yo era el catcher de los Dodgers de Lake Luzerne; un catcher con escaso talento; un catcher que tenía pavor a Danny y Teddy. Danny era el primer jugador de base, y Teddy, el hijo del entrenador, jugaba de fielder izquierdo. Eran atletas naturales: podían atrapar las pelotas más rápidas (un pequeño milagro de coordinación entre el ojo y la mano que yo nunca logré aprender), y se deslizaban a lo largo del recorrido de las bases gráciles como gacelas. Para un muchacho de diez años que estaba aprendiendo a batear, eran la encarnación de la belleza, la maestría y la salud. Cuando por la noche conciliaba el sueño, a menudo lo hacía con la imagen de Danny, horizontal y a tres pies del suelo, interceptando una de aquellas bolas que salen disparadas casi en línea recta; o con la de Teddy alcanzando la primera base a toda velocidad.

En las primeras horas de una de aquellas frías mañanas de agosto típicas de la parte interior de Nueva York, mi padre vino a despertarme.

—Danny ha cogido la polio —me dijo.

Una semana después Teddy también la cogió. Mis padres no me dejaron salir de casa, manteniéndome apartado de los demás chicos. La liguilla se suspendió antes de acabar la temporada. Cuando volví a ver a Danny, el brazo que utilizaba para lanzar la pelota se le había atrofiado, y no podía mover la pierna derecha. A Teddy no volví a verle nunca más: murió a principios del otoño.

Pero el verano siguiente —el verano de 1954— tuvimos la vacuna de Salk.* Todos los chicos se libraron de la polio. La liguilla se reanudó. Los Dodgers de Lake Luzerne perdieron el primer partido contra los Giants de Hadley. El miedo que nos mantenía encerrados en casa desapareció, y la comunidad recuperó su vida social. La epidemia se acabó. Nadie más a quien yo conociera volvió a tener la polio.

Jonas Salk fue el héroe de mi infancia, y a lo largo de mi vida profesional como psicólogo su modo de hacer ciencia constituyó un modelo para mí: no el conocimiento por sí mismo, sino el conocimiento al servicio de la curación. Mediante la exposición de los cuerpos de los niños a unos niveles de polio minúsculos y manejables, Salk había hecho a sus sistemas inmunológicos más capaces de hacer frente a la enfermedad real. Había cogido una ciencia nueva y pura, la inmunología, y la había aplicado con éxito a la peor epidemia de nuestra época.

Conocí a Jonas Salk treinta años después, en 1984, en un encuentro que cambió mi vida. La ocasión fue un acalorado debate entre psicólogos e inmunólogos, y el asunto giraba en torno a una nueva disciplina que tenía el poco afortunado nombre de «psiconeuroinmunología» (PNI). Como representante del sector de la «P», fui invitado debido a que había colaborado en la definición de un concepto denominado «incapacidad aprendida»** en la década de 1960.

* Jonas Salk (1914-1995), bacteriólogo norteamericano, desarrolló una vacuna que contiene tres virus distintos de poliomielitis e induce la inmunidad frente la enfermedad. (N. del T.)

** El autor utiliza el término inglés helplessness (que nosotros tra

Cuando inicié mis estudios de doctorado en psicología experimental, en la Universidad de Pennsylvania, en 1964, me consumía una ambición que se había iniciado durante mis años en Lake Luzerne, una ambición que después se ha venido a considerar ingenua y pasada de moda. Quería entender los misterios psicológicos que mantienen a la gente encadenada y que hacen que las miserias humanas sean legión. Había elegido la psicología experimental como el trabajo de mi vida porque estaba convencido de que la experimentación constituye el mejor modo de encontrar las causas profundas del sufrimiento psíquico, diseccionándolo en el laboratorio, y después descubriendo cómo curarlo y cómo prevenirlo. Había decidido trabajar en el laboratorio animal de Richard L. Solomon, uno de los más destacados teóricos del aprendizaje de todo el mundo. Decidí trabajar con animales porque creía que no era ético llevar a cabo la experimentación sobre las causas del sufrimiento psíquico con seres humanos.

Cuando llegué, los animales no respondían como era de esperar y el laboratorio estaba alborotado. Los alumnos de Solomon trataban de averiguar cómo influye el miedo en la conducta adaptativa. Habían sometido a una serie de perros al condicionamiento pavloviano (una señal unida a una descarga eléctrica), y luego los habían colocado en una cámara en la cual estos podían poner fin a la descarga simplemente corriendo hacia el otro lado. Para fastidio de los estudiantes, los perros no escapaban a las descargas. Se limitaban a perducimos por «incapacidad», aunque también se podría traducir por «impotencia», «desamparo» o «indefensión»), para aludir a la percepción subjetiva de la propia incapacidad o impotencia frente a una situación determinada(N. del T.)

manecer allí sentados pasivamente, sin moverse. El experimento, pues, se había paralizado porque los animales no hacían lo que todo el mundo esperaba que hicieran: correr para apartarse de la descarga.

Para mí, la pasividad de los animales no constituía un fastidio, sino el fenómeno que había venido a estudiar. Ahí estaba la esencia de la reacción humana a tantos acontecimientos incontrolables que nos suceden: rendirse sin intentar siquiera luchar. Si la psicología lograba entenderla, la curación e incluso la prevención de la incapacidad humana podría ser posible.

Junto con mis colaboradores, Steve Maier y Bruce Overmier, pasamos los años siguientes investigando la causa, curación y prevención de la incapacidad. Encontramos que no era la descarga, sino el no poder hacer nada para evitarla, lo que causaba los síntomas en los perros. Descubrimos que podíamos curar la incapacidad enseñando a los animales que sus acciones tenían efectos, y que podíamos prevenirla proporcionándoles una primera experiencia de control.

El descubrimiento de la incapacidad aprendida provocó una conmoción. Los psicólogos del aprendizaje estaban trastornados. Como los conductistas, afirmaban que los animales y las personas eran máquinas que respondían a estímulos y no podían aprender abstracciones; en cambio, la incapacidad aprendida requería aprender que «nada de lo que yo haga importa», una abstracción demasiado cognitiva para la teoría del aprendizaje por estímulo-respuesta. A los psicólogos clínicos les intrigaba por qué la incapacidad aprendida se parecía tanto a la depresión. En el laboratorio, los animales y personas incapaces —pasivos, lentos, tristes, carentes de apetito, agotados por la furia— parecían exactamente pacientes con depresión.1 De modo que sugerí que la incapacidad aprendida constituía un modelo de depresión, y que cualquier cosa que descubriésemos que aliviara la incapacidad en el laboratorio curaría también la auténtica depresión.2

Cuando puse a prueba el modelo de incapacidad aprendida como depresión, a finales de la década de 1970, descubrí que cierto tipo de personas, las pesimistas, era más probable que cedieran a la incapacidad. En estas el riesgo de depresión era también mayor. Las personas optimistas, a su vez, eran resistentes a la incapacidad, y no se daban por vencidas cuando se enfrentaban a problemas irresolubles o a un ruido inevitable. Este proyecto —identificar a las personas con un elevado riesgo de darse por vencidas y de caer en depresión, y fortalecer a dichas personas para que pudieran hacer frente a la incapacidad— me obsesionaba día y noche. O al menos así fue hasta mi encuentro con Jon

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