Lo positivo de fracasar en el amor

Pablo Piñeiro

Fragmento

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CÓMO NOS PRESENTAN EL AMOR

Desde pequeño me enseñaron, directa o indirectamente, que uno de los objetivos en la vida era tener pareja. La gente se encarga de dejarte bien claro que uno de los ámbitos en los que puedes triunfar es en el amor, y ese éxito consiste en tener pareja. Si hilamos un poco más fino y nos centramos en la población masculina, el lema es: cuantas más parejas, mejor. Las trates como las trates, el caso es ser un conquistador a ojos del gran público. Lo que ocurre es que no siempre lo conseguimos. Esto se debe a múltiples factores, pero el principal motivo es que no se cumplen tus expectativas, ya que normalmente están basadas en algo que no es real. Como ocurre con casi todo en la vida.

Te pongo un ejemplo. Sales de casa a socializar por primera vez en un lugar que en mi pueblo llaman «parvulitos». Este es el momento en el que empiezas a recibir pistas sobre cómo te ven fuera de casa, donde suelen tener un buen concepto de ti y te consideran el niño más guapo y bueno del mundo. Resulta que en ese nuevo ambiente descubres que no eres tan perfecto, que tus orejas no gustan a todo el mundo o que tienes sobrepeso. Caes entonces en la cuenta de que hay unos cánones, sin saber ni siquiera lo que significa esa palabra. Observas que tu comportamiento, tan ejemplar en casa, es, en ese otro entorno en ocasiones hostil, el de un cabrón que intenta aprender las reglas del juego.

Sea como fuere, todavía no es ni de lejos el momento de fijarte en quién te gusta para formar una pareja. Solo estás buscando tu lugar.

Cuando sales por primera vez de casa para socializar, te encuentras con la cruda realidad de que en la sociedad existen unos cánones y tal vez tú no encajes en ellos. Bendita diferencia. No dejes que nadie te haga sentir mal por ser como eres. Tú eres único e irrepetible.

A los seis años, cuando entras en primaria, la cosa empieza a cambiar un poco, o por lo menos así fue en mi caso. Descubres que las chicas existen y que te llaman la atención. Aun así, mi prioridad seguía siendo jugar en la calle, sobre todo al fútbol.

En segundo de primaria empezó la pequeña revolución amorosa y aprendí la primera lección de este curso llamado vida.

Llegó al colegio una niña nueva y, cómo no, le tocó sentarse a mi lado. Me parecía la niña más bonita que había visto nunca, no podía dejar de mirarla. Era rubia, de media melena ondulada y flequillo por encima de las cejas. Su cara parecía salida de una película de Disney. ¡Ay, Disney! ¡Cuánto daño has hecho a tantas generaciones! Pero no es el momento de hablar de eso ahora, ya lo haremos más adelante.

Según mi entorno más cercano, o sea, mi familia, yo era un niño muy guapo, aunque si me comparaba con los demás del cole, ya no lo era tanto. Sin embargo, pudo más mi valentía y la opinión de los míos, así que me lancé a declararle a esa niña lo que sentía. Todas mis expectativas se fueron al garete al descubrir que lo que en privado había sido un «sí, quiero ser tu novia», delante de todo el mundo era un «ni de coña» de lo más contundente y humillante. Os podéis imaginar el dolor de la incomprensión.

Has de entender que las inseguridades y los miedos de los demás tal vez te salpiquen en alguna ocasión. No te lo tomes como algo personal.

A todos esos conceptos nuevos que aprendí en esos primeros años, como el de «canon», habría que sumar el de «estatus», ya que intuía que probablemente yo les gustaría más a las chicas si fuese más popular. Era una sensación muy real. Más adelante se volvieron las tornas y pude aprovecharme de mi estatus. El caso es que esas primeras lecciones son valiosas y te proporcionan un montón de información; el problema es que no tenemos ni puta idea de cómo interpretarlas ni gestionarlas y nadie, en ningún momento de nuestra vida, nos da un libro de instrucciones para aprender a hacerlo. A las decenas de traumas de todo tipo que se tienen a esa edad y que condicionan en gran parte tu comportamiento de adulto se añade este trauma relacional. Y ni siquiera eres consciente; tú sigues con tu vida, recibiendo una educación gestionada y marcada por intereses meramente políticos, ideada para que pienses lo menos posible.

Con esas premisas seguí creciendo y relacionándome con la deseabilidad social como bandera. Cada cierto tiempo me inyectaba un poco de serotonina y dopamina suministrada por mi camello preferido, yo mismo, para luego volver a morir de desamor por no ver cumplidas, una vez más, mis expectativas.

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LA ADOLESCENCIA Y SU REAJUSTE RELACIONAL

A los catorce años, no sé exactamente qué cambió en mi físico, pero empecé a gustarles a las chicas. Comenzaba a disfrutar de cierto éxito en el deporte y poco a poco fui ganando más popularidad en el instituto.

En esa etapa tuve la que se podría considerar mi primera novia «seria», aunque ahora me cuesta darle la seriedad que para mí tenía entonces, que fue mucha. Mi creciente fama entre las chicas hizo que me plantease engañarla con otras, faltándole al respeto e incumpliendo el pacto que teníamos como pareja. No llegué a hacerlo, pero era consciente de que podía. Eso hizo que le mintiese a la hora de explicarle los motivos por los que la dejaba; me inventé la mierda más coherente que se me ocurrió. Ser consciente de esa popularidad fue lo peor que me pudo pasar, ya que no supe gestionarla y empecé a faltarles al respeto a muchas personas buenas por no tener la valentía suficiente para asumir las consecuencias de mis actos.

Poco después empecé otra relación, pero, de nuevo, mi autoconcepto no podía estar más distorsionado. Al igual que cuando era niño, la imagen que yo tenía de mí mismo no coincidía con la que tenían los demás.

Tenía mucho éxito en el deporte, trabajaba de noche poniendo copas y era popular en el instituto. Se daban todas las condiciones para que me convirtiera en un imbécil profundo.

Salía con la que a mí me parecía la chica más guapa de todo el pueblo y, sin ninguna duda, del instituto. La había escogido casi a dedo. Guapa, buena estudiante, deportista… Para mí y para la sociedad era lo que yo me merecía. No os podéis imaginar el grado de gilipollez que alcancé.

El tipo de vida que llevaba hacía que tuviese que demostrar todo el tiempo el éxito que tenía. Me sometía yo mismo a tanta presión que empecé a hacer cosas muy desagradables. A ella, por ejemplo, le fui infiel y no solo eso, sino que como me creía por encima del bien y del mal, no me escondía y ella se enteraba a través de sus amigas. Yo no tenía ningún reparo en enfrentarla a ellas, jugando con sus sentimientos y diciéndole cosas como: «¿A quién vas a creer? ¿A ellas o a mí?».

Lo dicho, un capullo, un gañán sin herramientas, un fanfarrón que, en realidad, iba mal en los estudios, trabajaba en un pub de mala muerte y tenía encima de la mesa una oferta no tan buena para firmar un contrato profesional de fútbol sala. Y, aun así, me creía Dios. Para que entiendas la

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