Sobre la educación

Emilio Lledó

Fragmento

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PRÓLOGO

 

 

 

 

Es en la introducción al escrito Sobre pedagogía, que Kant publica en 1803 poco después de la Antropología, donde sintetizó, en una frase muchas veces citada, esa perspectiva esencial de la formación humana: «El hombre sólo puede ser hombre por la educación. No es nada más que lo que la educación hace de él».

En el título mismo de la Antropología, había destacado el carácter pragmático desde el que pretendía llevar a cabo su análisis de los problemas educativos. El radicalismo expresado en esa tesis mostraba la importancia del horizonte cultural que se abría ante el «animal que habla». El «hablar en las palabras», el «pensar», era algo innato ya, no cercado por el espacio de la naturaleza, sino que presentaba el ser y la vida en el inmenso territorio de la posibilidad, de la creación. Un territorio que había que cuidar, que fomentar, que orientar. Tal vez por ello, la idea de cultura se expresó, entre los escritores griegos, con la misma palabra que «educación»: paideía. El «animal que tiene logos», que puede articular sonidos «semánticos» e indicar el mundo y descubrirlo, a través de esas significaciones, además debe «entender» esas palabras y aprender desde ellas y con ellas.

El desarrollo natural iba acompañado de la libertad que la educación podía darle. Porque otra tesis que aparece en ese escrito sobre educación es que «el hombre, por naturaleza, tiende necesariamente a la libertad». Parece, pues, que podría surgir una especie de enfrentamiento entre la libertad con que la naturaleza le sostiene y esa posibilidad que presenta la misma naturaleza para insertarse en el ilimitado y manipulable dominio de la cultura, de la educación.

Ilimitado porque la cultura es creación. Un territorio que no presenta más fronteras que las que se van abriendo ante los pasos dados en ese camino. Y la educación es, como sabemos, algo que tiene que comenzar en la infancia, porque es entonces cuando la libertad inicial de la mente puede quedar lastrada por todos los reflejos condicionados que los intereses de determinados grupos de poderes ideológicos o religiosos llegan a inocular. Educar es crear libertad, dar posibilidad, hacer pensar. Hay, sin embargo, instituciones que parecen haber nacido para combatir tal libertad y tal pensamiento, al levantar en la mente infantil un mundo de fantasmagorías que coagulan en atontamiento y en su consecuencia inmediata, el fanatismo y la violencia.

Podríamos completar la fórmula kantiana afirmando que uno de los trabajos social y humanamente más importantes y gratificadores es el ejercicio profesional de la educación. Por eso mismo no hay nada más triste que esos profesores —«ganapanes», Brotgelehrte les llamaba Schiller— sin amor a lo que enseñan y a los que enseñan.

El texto kantiano dejaba ver que la naturaleza en la que estamos instalados y, en definitiva, la naturaleza que somos, constituye la base sobre la que levantar un proceso dinámico, un «ser quien eres» que expresa la historia del desarrollo individual, de un «quien» personal, donde confluyen todas aquellas supuestas virtudes que, a lo largo de la cultura, han reflejado el lento proceso de la humanización. Virtudes que, en nuestros días, no necesitan resumirse en esas palabras claves del progreso humano y de las que se habla en algunas de las páginas que este libro. Tal vez, en nuestro recién estrenado siglo, hay que acudir, como resultado del horizonte de globalización tecnológica que nos circunda, a términos más cercanos que la inevitable y necesaria aspiración al bien o a la verdad. No a la verdad inmutable, sino a la verdad que se hace camino al andarla y que, como el bien o la justicia, se sustenta en algo tan aparentemente simple como la honradez, la decencia, la generosidad. Y, por supuesto, se opone incesantemente a la maldad encubierta por la hipocresía o por esa otra enfermedad de la corrupción mental, muchísimo peor que la ignorancia.

Para llevar a cabo una parte de este ideal pedagógico es preciso, sobre todo, una «promoción» de la inteligencia y un aliento de libertad. El apasionante camino que va de ese «quien» a un ser personal tiene que alimentarse de inteligencia y de autonomía. Una autonomía que es posible cuando desde la infancia se ha cultivado el desarrollo de la mente alejada de todo ese imperio vacío con el que se deforma, lenta e implacablemente, la fluidez de nuestras neuronas y produce, a lo largo de la existencia, una tara conceptual de la que no es fácil desprenderse.

El presente libro no trata de teorizar sobre estas cuestiones. En primer lugar, porque las palabras con las que expresamos nuestras preocupaciones acaban cayendo, sin merecerlo tal vez, en el pozo sin fondo de la irrealidad que a fuerza de «decirse sin hacer» es una forma bajo la que se oculta la deformación social. A estas alturas, las teorías pedagógicas «razonables» sólo deberán formularse para una política que sea capaz de realizarlas, para una política verdaderamente humana, casi me atrevería a decir, a pesar del deterioro del adjetivo, humanitaria, y desde una sociedad ilustrada que no cargue con el lastre de siglos de atontamiento que el egoísmo y la codicia oligárquica han fomentado.

Lo que aquí se expone es, más bien, el testimonio de unas preocupaciones que han ido surgiendo al ritmo y en la historia personal de una experiencia docente fuera y dentro de nuestro país. Una minibiografía en el contexto pedagógico de esa experiencia y que ha sido motivada, casi empujada, por ella. Por supuesto que la responsabilidad de lo que aquí se dice es exclusivamente mía, pero me alegraría que esta edición fuera digna del entusiasmo que Elena Martínez Bavière, mi editora, ha puesto en ella.

Estas páginas responden, pues, en sus referencias más inmediatas, a otros momentos de nuestra historia docente, y universitaria, pero al releerlas hemos descubierto que el relativo «destiempo» de algunos datos es una anécdota insignificante, ante la continuidad y persistencia de las categorías que se describen.

Una vez más se nos hace presente la tesis kantiana, con todo el complejo mundo al que esta se enfrenta. Porque a pesar del reconocimiento de ese hecho indiscutible, al entremezclarse con la realidad del mundo, con el duro presente de falsedad y crueldad que cerca la existencia de muchos seres humanos, la necesidad de la educación queda proyectada hacia el lejano horizonte de los buenos propósitos, de los sueños difícilmente realizables. Todas esas amenazas no deben, sin embargo, hacer tambalear el «ideal de la humanidad» que se propugna como logro del pensamiento ilustrado, y que los griegos expresaron con esa maravillosa palabra, «filantropía», que armoniza la existencia, la sociedad y su esperanza.

«Utopía» significa, etimológicamente, «lo que no tiene lugar», pero lo realmente utópico es ese conglomerado de despropósitos y desconciertos que la ignorancia y la c

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