Hermanos

Tania García

Fragmento

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PRESENTACIÓN

«La amistad es un alma que habita en dos cuerpos, un corazón que habita en dos almas», dice un proverbio budista.

Y la verdad es que es una suerte poder tener en la vida a un amigo o amiga que te comprenda y te respete, que esté ahí en las buenas y en las malas, con quien te rías y llores, alguien que, a pesar de las diferencias, sepa estar sin juzgarte ni criticar tus decisiones, alguien a quien le profeses lealtad, y viceversa.

No obstante, las primeras relaciones sociales importantes que tenemos los seres humanos no son con nuestros amigos, sino con nuestros hermanos y hermanas. De hecho, no solo son las primeras, sino que son la base de todas nuestras relaciones sociales. Del vínculo afectivo que tengamos con nuestros hermanos durante la infancia y la adolescencia depende la forma en la que posteriormente nos relacionemos con los demás: amigos, compañeros de trabajo, parejas, etc.

De las distintas relaciones familiares y sociales que tenemos, la que se da entre hermanos es la más duradera. Se trata de una relación profunda, única, bella, emocional y diferente a cualquier otra, que perdura toda la vida y que va más allá, incluso, que la que existe entre padres e hijos.

En general, las madres y los padres nos emocionamos mucho cuando, después de haber tenido un primer hijo, nos decidimos a ampliar la familia. Solemos imaginar la llegada del bebé y la convivencia de forma idílica, y albergamos grandes expectativas respecto a las relaciones entre nuestros hijos.

Pero lo cierto es que, si educar a un solo hijo o hija resulta fascinante, supone una revolución interior y exterior, un vaivén de emociones contradictorias, de amor elevado a su máxima potencia, de cansancio, risas, lágrimas y autodescubrimiento, educar a más de un hijo multiplica todas estas sensaciones y necesidades.

Para muchas familias es una montaña rusa emocional difícil. En ese momento en el que creen que están en una de sus bajadas es cuando los padres suelen ponerse en contacto conmigo, a menudo sintiéndose culpables e inseguros por la forma en la que tratan a sus hijos cuando estos se enzarzan en constantes disputas y enfrentamientos. Reconocen que se pasan el día gritando, perdiendo los nervios, castigando, haciendo de jueces... y, aunque son conscientes de que esto no les hace sentir bien ni soluciona nada entre sus hijos, afirman que no saben hacerlo de otra manera. El día a día se torna desolador y se acaba convirtiendo en una batalla en la que las madres y los padres se sienten cada vez más lejos de sus hijos y terminan resignándose a una pésima relación en el momento actual, pero también en el futuro.

Debemos comprender que en todas las relaciones hay conflictos, confrontación de intereses y necesidades distintas según la situación y la etapa personal de cada uno y que, por tanto, son normales y naturales entre seres humanos.

No podemos pretender, pues, que nuestros hijos no defiendan lo que desean. Debemos comprender que, si en un determinado momento uno de ellos quiere ver unos dibujos y su hermano prefiere otros, es normal que cada uno persevere en su punto de vista. Son cuestiones de convivencia absolutamente habituales y triviales (como discutir por juguetes, ropa o tecnología). De hecho, la mayoría de los niños y niñas con los que he tenido el placer de trabajar reconoce que sus vidas serían un «rollo» sin sus hermanos; prefieren tenerlos, sin duda.

Ahora bien, como madres y padres tenemos que aprender a saber qué hacer ante los conflictos, tanto en los que podamos evitar gracias a nuestra observación y óptima mediación como en los inevitables, aquellos que ya estén sucediendo y en los que solo podamos ofrecer un acompañamiento emocional comprensivo y amable para ayudarlos a llegar a una resolución en la que ninguno de nuestros hijos sufra daños físicos ni psicológicos. Además, debemos aprender a reflexionar sobre cada situación, saber qué hay detrás de cada una de ellas, conocer bien las emociones, las necesidades cerebrales reales y el sentir de cada uno de nuestros hijos, ser conscientes de qué es lo que precisan de nosotros para sentirse mejor, queridos, comprendidos y atendidos, aunque las aguas no estén en calma.

Para ello, es absolutamente necesario que nosotros, como padres, entendamos en cada momento nuestras propias emociones, ya que casi siempre son estas (y el desconocimiento acerca de las mismas) lo que se interpone entre nuestros hijos e hijas.

Todo lo que se nos hace cuesta arriba en lo referente a las relaciones entre nuestros hijos tiene solución, aunque ahora nos parezca imposible. Y los primeros pasos comienzan, precisamente, por estudiar las relaciones que teníamos y tenemos con nuestros propios hermanos (si los tenemos) y con nuestro primer hijo. Gracias a eso, podremos estar preparados para dejar atrás las prácticas incorrectas que utilizamos a diario, tales como gritos, etiquetas, comparaciones, castigos, parcialidad, etc., y seremos capaces de abandonar las formas autoritarias basadas en el control emocional de los hijos e hijas. Dejaremos de desear que hagan lo que nosotros decimos o queremos sin ver más allá. En los momentos de conflicto, cuando actuamos pensando únicamente en nuestras emociones y nuestro estado de ánimo, solo aportamos a nuestros hijos incoherencia y malestar. Es importante que dese­chemos hacer de jueces y evitemos decir quién tiene la razón o no, consolando a víctimas y castigando a culpables, enfadándonos con ellos y criticando sus formas... Esto solo acarrea consecuencias negativas, ahora y en un futuro, para la personalidad y autoestima de nuestros hijos e hijas, problemas y desconexión entre ellos y nosotros, inseguridades, necesidad de encajar socialmente dejando de lado su verdadera identidad y sentir, miedos, ansiedades, dificultades sociales, problemas de desarrollo emocional y cognitivo, etc.

Debes comprender que la base de todo este proceso está en ti, en tu autoestima, en la confianza y el conocimiento que tengas de ti mismo y de tus emociones, así como en la atención y el acompañamiento emocional que aportes a tus hijos y la empatía y respeto que muestres por sus procesos cerebrales y sus etapas vitales. Tienes que dejar de machacarte con la culpa, perdonarte y aprender a relajarte, sabiendo que no se trata de buscar un día a día perfecto, sino un día a día mejor para todos, conectando como familia y haciendo el vínculo cada vez más profundo.

Cuando logres esto, en vuestro hogar seréis todos más respetuosos, comprensivos, resilientes, responsables, agradecidos y felices. Porque, aunque cada uno de nosotros sentimos y entendemos la felicidad de una manera concreta, el objetivo es común a todos: vivir siendo respetados y respetando, siendo libres y consecuentes con lo que sentimos, pensamos, decimos y hacemos. Siendo nosotros mismos, al fin y al cabo.

Si nos pusiésemos en la piel de nuestros hijos e hijas, descubriríamos que para los primeros hijos supone todo un desafío adaptarse y convivir con un hermano o hermana que necesita exactamente lo mismo que él: respeto, atención y amor por parte de sus padres, y deben adaptarse a compartir lo que más necesitan para su buen desarrollo físico y psicoló­gico. Además, estos primeros hijos sienten una complicada polaridad, puesto que quieren a su hermano o hermana con todas sus fuerzas, aunque haya supuesto un cambio integral en sus vidas.

Acostumbrarse a esta forma de vida puede ser muy distinto, de

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