Filosofía pública

Michael J. Sandel

Fragmento

Introducción

Introducción

La reelección del presidente George W. Bush propició un nuevo proceso de examen de conciencia entre los demócratas. Los sondeos a pie de urna evidenciaron que el tema en el que más votantes basaron su voto presidencial fue el de los «valores morales» (más incluso que en el terrorismo, la guerra en Irak o el estado de la economía). Y quienes mencionaron los valores morales como motivación principal votaron a Bush por un porcentaje abrumadoramente superior al de su oponente: un 80 por ciento frente al 18 por ciento que lo hicieron por John Kerry. Los comentaristas estaban perplejos. «Nos fijamos tanto en otras cosas —confesaba un periodista de la CNN— que, al final, todos habíamos perdido de vista la cuestión de los valores morales.»

Los escépticos advertían mientras tanto que no debía darse una importancia excesiva a la cuestión de los «valores morales» en las interpretaciones. Señalaban, en concreto, que la mayoría de votantes no compartían la oposición de Bush al aborto y al matrimonio homosexual (los temas con mayor carga moral durante la campaña), y que otros factores explicaban mejor su victoria: que la campaña de Kerry había estado desprovista de algún asunto de peso, que no es tan fácil derrotar a un presidente que se presenta a la reelección en tiempos de guerra, y que los estadounidenses todavía no se habían recuperado del impacto de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Fuera cual fuese la razón, lo cierto es que tras las elecciones de 2004 los demócratas trataban de encontrar un modo más convincente de apelar a los anhelos morales y espirituales de los estadounidenses. Aquella no era la primera vez que los demócratas pasaban por alto «la cuestión de los valores morales». En las cuatro décadas transcurridas desde la victoria aplastante de Lyndon B. Johnson en 1964, solo dos candidatos demócratas han conquistado la presidencia. Uno de ellos fue Jimmy Carter, un cristiano renacido de Georgia que, inmediatamente después del estallido del caso Watergate, prometió restaurar la honestidad y la moralidad en el Gobierno. El otro fue Bill Clinton, quien, pese a sus flaquezas personales, hizo gala de una fina intuición para captar las dimensiones religiosas y espirituales de la política. Los otros portadores del estandarte demócrata —Walter Mondale, Michael Dukakis, Al Gore y John Kerry— se abstuvieron de hablar sobre las cuestiones «del alma» y optaron por ser fieles al lenguaje de las políticas públicas y los programas concretos.

En los últimos tiempos, cuando los demócratas han tratado de hallar un eco moral y religioso, sus esfuerzos han adoptado una de dos formas posibles, ninguna de las cuales resulta plenamente convincente. Algunos, siguiendo el ejemplo de George W. Bush, han salpicado sus discursos de retórica religiosa y referencias bíblicas. (Bush ha empleado esta estrategia de forma más descarada que ningún otro presidente contemporáneo; en sus discursos del estado de la Unión y en los que ha pronunciado en sus dos ceremonias de investidura se menciona a Dios con mayor frecuencia incluso de lo que lo hizo Reagan en los suyos.) Tan intensa fue la competencia por el favor divino en las campañas de 2000 y de 2004, que el sitio web Beliefnet instaló un «diosómetro» para llevar un recuento actualizado de las referencias que los candidatos hacían sobre Dios.

El segundo enfoque que han adoptado los demócratas es argumentar que, en política, los valores morales no se ciñen exclusivamente a temas culturales como el aborto, la oración en las escuelas, el matrimonio homosexual o la exposición de los Diez Mandamientos en los tribunales de justicia, sino que abarcan también cuestiones de índole económica como la sanidad, la atención infantil, la financiación de la educación y la Seguridad Social. John Kerry ofreció una versión de este enfoque en su discurso de aceptación de la nominación como candidato presidencial en la convención demócrata de 2004, en el que empleó las palabras «valor» y «valores» en nada menos que treinta y dos ocasiones.

Aunque el impulso que la motiva sea correcto, esta propuesta de solución al déficit demócrata en materia de valores suena artificiosa y poco convincente por dos razones: en primer lugar, los demócratas han tenido problemas para articular con claridad y convicción el proyecto de justicia económica que subyace tras sus políticas sociales y económicas; en segundo lugar, un argumento a favor de la justicia económica, por más sólido que sea, no constituye por sí solo un proyecto de gobierno. Dar a todo el mundo una oportunidad equitativa de cosechar las recompensas de una sociedad rica y próspera es uno de los aspectos de una sociedad buena. Pero la equidad no lo es todo. No da respuesta al anhelo de una vida pública con más significado, pues no vincula el proyecto de autogobierno del colectivo con el deseo, que los miembros de ese colectivo puedan tener, de participar en un bien común superior a ellos.

Pese a la exhibición de patriotismo vivida inmediatamente después del 11-S y pese a los sacrificios que están realizando los soldados en Irak, la política de Estados Unidos carece de un proyecto inspirador acerca de cómo ha de ser una sociedad buena y cuáles deben ser los deberes comunes de la ciudadanía. Unas semanas después de los atentados terroristas de 2001, alguien preguntó al presidente Bush —quien continuaba insistiendo en su política de rebaja de impuestos al mismo tiempo que llevaba al país a la guerra— por qué no había pedido ningún sacrificio al conjunto del pueblo estadounidense. Bush respondió que el pueblo estadounidense ya estaba realizando un sacrificio al soportar colas de espera más largas en los aeropuertos. En una entrevista concedida por el presidente en Normandía, con motivo del aniversario del Día D, el periodista de la NBC Tom Brokaw le preguntó por qué no pedía mayores sacrificios al pueblo para que se sintiera así más conectado con sus conciudadanos que estaban luchando y muriendo en Irak. Bush, con aspecto desconcertado, respondió: «¿Qué quiere decir con lo de “mayores sacrificios”?». Brokaw puso el ejemplo del racionamiento que se estableció durante la Segunda Guerra Mundial y reformuló su pregunta: «Hay una sensación muy extendida, creo, de que existe cierta desconexión entre lo que los militares estadounidenses están haciendo en el extranjero y lo que los estadounidenses estamos haciendo aquí, en nuestro propio país». Bush respondió: «Estados Unidos ya ha realizado sacrificios. Nuestra economía no ha [sido] últimamente tan fuerte como debería y hay... gente sin trabajo. Afortunadamente, nuestra economía vuelve a ser fuerte y cada vez lo será más».

Que los demócratas no aprovecharan el tema del sacrificio y que Bush apenas entendiera la pregunta son síntomas claros de lo dormidas que están las sensibilidades cívicas de la política norteamericana en estos primeros años del siglo XXI. En ausencia de una visión convincente sobre cuáles debían ser los fines públicos, el electorado se conformó —en un momento

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