Altos Estudios Eclesiásticos (Ensayos 1)

Rafael Sánchez Ferlosio

Fragmento

cap-1

Presentación

I

El título del presente volumen, sin duda chocante para los lectores desavisados, proporciona sin embargo una pista inequívoca a los conocedores de la obra de Rafael Sánchez Ferlosio. Remite a un célebre pasaje de su único escrito netamente autobiográfico, «La forja de un plumífero», publicado en 1998. El pasaje reza así:

Tras escribir El Jarama —entre octubre de 1954 y marzo de 1955—, agarré la Teoría del lenguaje, de Karl Bühler, y me sumergí en la gramática y en la anfetamina. Cuando un clérigo da lugar a algún escándalo, la discretísima Iglesia católica, experta en tales trances, lo retira rápidamente de la circulación, y al que pregunta por él, tras haber advertido su ausencia, se le contesta indefectiblemente: «Oh, el padre Ramoneda se ha recogido para dedicarse a altos estudios eclesiásticos»; a mí no me hizo falta ningún obispo que me retirase, sino que me bastó con el inmenso genio de Karl Bühler y la irresistible sugestión teórica y expositiva de su obra —y quizá algo de horror o repugnancia por el grotesco papelón del literato que, tras el éxito de El Jarama, se cernía como un cuervo sobre mi cabeza— para retirarme de la circulación y consagrarme a «altos (o bajos) estudios gramaticales» durante quince años.

Y bien: el grueso de los textos reunidos en este volumen constituye la «cosecha» principal de esos quince años, la más directamente ligada a esos «altos (o bajos) estudios gramaticales», al menos entre cuanto ha llegado a ver la luz de lo mucho que en ese tiempo llegó a escribir Ferlosio. Para hacerse una idea más aproximada sobre la muy peculiar naturaleza de estas páginas, conviene tener presente lo que, en «La forja de un plumífero», añade el autor al pasaje ya citado. Cuenta allí su episódica alianza, para sus estudios de lingüística, con su viejo amigo Víctor Sánchez de Zavala, con quien llegó a mantener «una pequeña tertulia gramatical» en la que habrían participado también Carlos Peregrín Otero, Carlos Piera e Isabel Llácer. Aquello duró unas pocas sesiones —«no pasarían de siete u ocho»—, luego de las cuales el mismo Sánchez de Zavala habría excluido a Ferlosio de ulteriores reuniones o seminarios liderados por él, debido, decía, a su actitud de «aficionado». «Yo era, sin duda, académicamente muy indisciplinado», admite Ferlosio, no sin expresar cierto rencor por aquel apartamiento; «había empezado por Bühler y ya me adentraba por la gramática histórica del griego y el latín o por los estudios de Gelb y Goldstein sobre las afasias, desde los cuales salté a estudiar la Psicología de la Gestalt, un verdadero paraíso para el anfetamínico, con apenas rudimentos de la gramática escolar».

De todos esos estudios y tanteos quedan trazas bien reconocibles en muchas de las páginas aquí reunidas; como quedan también trazas de los muy particulares estados de concentración, euforia y lucidez que procura el consumo continuado de anfetaminas. En el texto que se viene citando, Ferlosio acusa los efectos del solipsismo a que quedó condenado tras la presunta exclusión del pequeño grupo congregado alrededor de Sánchez de Zavala. Un solipsismo que agudizó sin duda la anfetamina, tan «extremadamente querenciosa de la soledad», según él mismo reconoce. El caso es que los «altos estudios gramaticales» de Ferlosio se desarrollaron de manera muy anárquica, con la avidez y el desorden característicos del autodidacta, y sin los siempre beneficiosos efectos que entrañan las búsquedas compartidas, el contraste y la discusión de las propias intuiciones y hallazgos.

«No quiero ni pensar en lo que pueda haber quedado en aquellas decenas de millares de páginas de apuntes, probablemente crípticos hasta para el mejor y más voluntarioso entendedor», escribe Ferlosio recordando «aquellos quince años —de 1957 a 1972— de gramática, casi en exclusiva, y de mayor furor grafomaníaco». De aquel magma supuestamente inextricable, la mayor parte de lo que el autor dio por bueno se halla reunido, como va dicho, en el presente volumen, cuyo contenido, sin embargo, queda lejos de ceñirse estrictamente a asuntos de gramática, por mucho que ésta constituya el tronco del cual parten y se nutren la mayor parte de sus averiguaciones y consideraciones.

Pese al retrato algo asilvestrado y hasta cierto punto extravagante que Ferlosio ofrece de sí mismo en aquellos años, conviene observar que su interés y dedicación a la gramática no eran excepcionales, aun tratándose, como en su caso, de un narrador ya reconocido. En una reseña de «Guapo» y sus isótopos (publicada en la Revista de Libros, núm. 165, septiembre de 2010), Carlos Piera subraya «una peculiaridad de la literatura española de entre, digamos, mil novecientos cincuenta y tantos y los primeros sesenta», a la que se refiere en los siguientes términos: «No sé que entonces hubiera ninguna literatura en Europa o América con más escritores relevantes interesados por lo lingüístico hasta el extremo de dedicarse a ello o intentarlo en serio. Ferlosio y Gabriel Ferrater son los casos más claros; se podría añadir al menos inesperado García Calvo, que es filólogo profesional (y en cierto modo un filólogo más idiosincrásico), y llegar hasta Aníbal Núñez, que se quedó en puertas. Por no hablar de Tomás Segovia, en el exilio. Es normal que la lengua llame la atención de un escritor, pero ni el propio Guimarães Rosa, que se entretenía aprendiendo una cantidad prodigiosa de idiomas, dio el paso de convertirse, siquiera temporalmente, a la lingüística teórica. Quizá esta singularidad ibérica tenga el mismo origen que la intrincada prosa expositiva, como extraída con sacacorchos, que tenían al principio Ferlosio o Sánchez de Zavala. Algunos, en la larga posguerra española, sentían como si tuvieran que adquirir el lenguaje mismo, y por tanto lo examinaban con cuidado y lo usaban con enormes precauciones».

De este valioso apunte importa subrayar aquí las dos últimas frases, que apuntan a un asunto capital a la hora de enfrentarse a la obra ensayística de Sánchez Ferlosio: el de su estilo. Estirando del hilo que Carlos Piera deja colgando en su apunte, cabe traer a colación una carta enviada por Ferlosio a Josep Maria Castellet en 1965. En ella, con motivo de recomendar la publicación del que iba a ser el primer de libro Víctor Sánchez de Zavala (Enseñar y aprender, 1965), reputado de difícil, Ferlosio señala como «uno de los más serios» problemas que padece la vida intelectual española de aquella hora la resistencia por parte de los lectores a toda escritura en la que se refleje el esfuerzo por «romper con las arcaicas inercias verbales, en busca de un estilo cuya complejidad y sutileza estén a la altura de las difíciles cosas que es preciso decir».

Ferlosio confiesa en aquella carta llevar «más de ocho años peleando con mis cada día más voluminosos papeles, sin conseguir acercarme —antes, por el contrario, me temo que alejándome cada vez más— a un estilo expositivo mínimamente viable». Tanto en su caso como en el de su amigo Víctor Sánchez de Zavala, dice, «se trata fundamentalmente de lo que podría llamarse ‘construir la frase y el periodo en tres dimensiones’, como ya la gramática oral nos permite construir sus partes; es decir, de no resignarse a poner —forzados por la linealidad del discurso común— en sucesión las relaciones en las que las

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