Las leyes naturales del niño

Céline Alvarez

Fragmento

cap-1

¿Y si replanteáramos la escuela a partir de las leyes naturales del aprendizaje?

Mi experiencia de estudiante y adolescente en los barrios desfavorecidos de Argenteuil me indignó profundamente; veía que nuestro sistema educativo ahogaba cada año la luz y el talento único de numerosos compañeros. Después, muchos tenían grandes dificultades escolares. Ya presentía que había un número inaceptable de niños en esta situación, aunque estaba lejos de imaginar la cifra que presenta el informe de 2007 del Alto Consejo de Educación francés: «Cada año, cuatro estudiantes de cada diez, es decir, alrededor de 300.000 alumnos, terminan 5.º de Primaria con graves lagunas: cerca de 200.000 de ellos tienen conocimientos frágiles e insuficientes en lectura y cálculo; más de 100.000 no dominan las competencias básicas en estos ámbitos. […] Dichas lagunas impedirán a estos alumnos continuar la escolarización normal en la enseñanza secundaria».[1] Esta proporción se confirmó en el informe de 2012.[2] Así pues, cada año, el 40 % de nuestros hijos entra en la enseñanza secundaria con grandes deficiencias.

Esta cifra sorprendente denuncia principalmente, a mi modo de ver, el hecho de que nuestro sistema educativo no tiene en cuenta los mecanismos naturales del aprendizaje humano. Nuestra escuela se basa en esencia en tradiciones, intuiciones o valores, pero no —o poco— en el conocimiento de las leyes del aprendizaje. Ignora también los grandes principios del desarrollo. Esto es del todo comprensible, puesto que la psicología cognitiva y las neurociencias, que estudian la manera en que aprende y se desarrolla el ser humano, son relativamente recientes. Por falta de información, hemos cometido numerosos errores: la mayoría de las veces, el entorno escolar y las exigencias que planteamos a los niños no se adaptan a su manera de funcionar y, aunque están preparados para aprender sin esfuerzo, tienen dificultades en clase y pierden la confianza en sí mismos. Sus profesores, pese a estar decididos a ayudarlos, también se agotan.

Mientras impongamos a nuestros hijos un sistema de aprendizaje que no considere las capacidades naturales de su mente, los colocaremos en situaciones que generan un gran sufrimiento. Los profesores continuarán trabajando en condiciones extremadamente difíciles: deberán presionar sin parar a unos niños desmotivados y acabarán sus jornadas exhaustos. Imaginad que circuláis en coche en quinta con el freno de mano puesto. El coche no avanza, hace ruidos extraños; intentáis en vano que lo arreglen en diferentes talleres, pero hay que rendirse a la evidencia: la máquina no funciona bien, está claro que le falta potencia. Quitad el freno de mano y os sorprenderán la potencia del motor y la calidad del viaje. De la misma manera, frenamos constantemente la gran capacidad de aprendizaje de nuestros hijos con métodos inadecuados. Aprenden con dificultad; pensamos que necesitan ayuda exterior y los llevamos a especialistas, también desbordados por el número creciente de niños de los que tienen que ocuparse. Si les ofrecierais el entorno adecuado en la clase, la gran mayoría de ellos os asombrarían por la rapidez, la facilidad y la alegría con que, de repente, serían capaces de aprender.

Replantear el sistema educativo sobre la base de los grandes principios del aprendizaje y del desarrollo no solo sería beneficioso para el 40 % de los niños que tienen dificultades importantes. Pensemos en el 60 % restante: se libran de la etiqueta del fracaso, pero ¿se desarrollan realmente? ¿Son felices? ¿La escuela ha sido para ellos un lugar alegre y de emancipación? ¿Ha permitido que emerja en ellos la confianza en sí mismos, la autonomía, el espíritu de iniciativa y la sensación de libertad, así como los impulsos fraternales? Porque, si no se coopera con las leyes naturales del aprendizaje y del desarrollo que exigen que el niño realice las experiencias que lo motivan y se beneficie de una vida social rica, los bonitos valores —libertad, igualdad y fraternidad— sobre los que se erigió el sistema educativo francés difícilmente conseguirán penetrar en la mente de nuestros hijos.

Queremos que los niños comprendan la idea de libertad imponiéndoles desde Educación Infantil nuestra propia voluntad y evaluando su capacidad de responder a ella. Los volvemos dóciles y sumisos, ¿y pretendemos que se sientan libres? Queremos que se adhieran a la idea de igualdad pero les imponemos uno de los sistemas educativos más poco igualitarios del mundo, en el que se establecen rápidamente diferencias de nivel entre los niños: el estudio internacional Pisa, que mide cada tres años el rendimiento de los diferentes sistemas educativos de la OCDE, en 2012, en efecto, indicaba que «Francia bate récords de injusticia. Que su escuela, supuestamente para todos, de entrada está hecha para una elite, pero se muestra incapaz de impulsar al éxito a los menos privilegiados. Incluso es cada vez menos capaz», publicaba Le Monde el 3 de diciembre de 2013.[3]

Finalmente, ¿es sensato que pretendamos sembrar en el corazón de nuestros hijos un sentimiento de fraternidad, cuando nos empeñamos en separar a los unos de los otros? Desde Educación Infantil, la costumbre es aislarlos según el año de nacimiento, como si clasificáramos objetos por año de fabricación, y con ello los privamos de una vida social variada, en la que cada uno se aprovecharía de la emulación positiva y cooperativa generada por la presencia de niños más jóvenes y mayores. ¿Qué lugar ocupa la fraternidad cuando, a la inversa, clasificados por edad, los niños se dejan llevar mucho más fácilmente por la comparación y la competición? Les ofrecemos unas condiciones que contribuyen al aumento de la incomprensión y del individualismo, ¿y nos gustaría que estuvieran llenos de sentimientos fraternales?

Enseguida tuve la profunda intuición de que un proceso pedagógico basado en el conocimiento del desarrollo humano no solo permitiría reducir considerable y rápidamente el porcentaje de fracaso escolar, sino que también haría despuntar de forma natural y sin esfuerzo todos los valores positivos. No podremos resolver con eficacia los problemas de la escuela —ni siquiera con nuevos programas o bonitas tabletas— sin luchar directamente contra la causa que los genera: nuestro sistema impone sus propias leyes y pisotea las del niño. Actuando de esta manera tan brusca, la escuela crea ella misma las dificultades que después intenta corregir mediante reformas.

En 2009, tomé la decisión de comprobar si mi intuición era cierta. ¿Un entorno adaptado a los mecanismos naturales de aprendizaje reduciría las dificultades de todos, niños y profesores? Para responder a esta pregunta, necesitaba una clase. Puesto que la investigación explicaba ya claramente que las desigualdades se construyen y aumentan desde la más tierna edad, quería realizar este experimento en Educación Infantil. A fin de contrarrestar el argumento totalmente lógico y procedente que se habría esgrimido si hubiera realizado el experimento en el seno de una estructura privada —«Esto solamente funciona porque los niños han sido seleccionados o proceden de medios favorecidos; y las condiciones no son las de la escuela pública»—, decidí ponerlo en marcha en una escuela pública situada en una zona de educación prioritaria (ZEP).[4] Finalmente, para objetivar los resultados, quería un seguimiento científico anual: los niños

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