Contra la perfección

Michael J. Sandel

Fragmento

1. La ética del perfeccionamiento

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La ética del perfeccionamiento

Hace algunos años una pareja decidió que quería tener un hijo, preferiblemente sordo. Las dos integrantes de la pareja eran sordas, y estaban orgullosas de serlo. Al igual que otros miembros de la comunidad Orgullo Sordo, Sharon Duchesneau y Candy McCullough consideraban la sordera como una identidad cultural, no como una discapacidad que debiera curarse. «Ser sorda es un estilo de vida —decía Duchesneau—. Nos sentimos completas siendo sordas y queremos compartir con nuestros hijos lo que tiene de maravilloso nuestra comunidad de sordos: el sentimiento de pertenencia y conexión. Realmente sentimos que vivimos una vida rica como personas sordas.»[1]

Con la esperanza de concebir un hijo sordo, buscaron a un donante de esperma con cinco generaciones de sordos en su familia. Y tuvieron éxito. Su hijo Gauvin nació sordo.

La nueva familia quedó sorprendida cuando su historia, publicada en The Washington Post, provocó una condena unánime. La indignación se centraba en general en la acusación de que habían infligido deliberadamente una discapacidad a su hijo. Duchesneau y McCullough (que son una pareja homosexual) negaron que la sordera fuera una discapacidad y argumentaron que simplemente querían un hijo que fuera como ellas. «No creemos que hayamos hecho nada muy distinto de lo que hacen muchas parejas convencionales cuando tienen hijos», dijo Duchesneau.[2]

¿Está mal diseñar a un hijo sordo? Y si fuera así, ¿dónde reside el mal, en la sordera o en el diseño? Supongamos, por mor del argumento, que la sordera no fuera una discapacidad sino una seña de identidad. ¿Sigue habiendo algo rechazable en la idea de que unos padres diseñen el hijo que quieren tener? ¿O es algo que los padres hacen siempre, ya sea al escoger a su pareja o, en nuestros días, al usar las nuevas tecnologías reproductivas?

Poco antes de que surgiera la controversia acerca del hijo sordo, apareció un anuncio en The Harvard Crimson y en otros periódicos estudiantiles de universidades de la Ivy League. Una pareja infértil buscaba a una donante de óvulo, pero no servía cualquier donante. Debía medir 1,77, ser de complexión atlética, no tener problemas médicos en la familia y haber obtenido una nota combinada de 1.400 o superior en el SAT. A cambio de un óvulo de una donante que cumpliera con estos requisitos, se ofrecía un pago de cincuenta mil dólares.[3]

Es posible que los padres que ofrecían esta elevada suma por un óvulo de primera calidad no quisieran sino un hijo que fuera como ellos. O tal vez esperasen salir ganando, es decir, tener un hijo que fuera más alto o más inteligente que ellos. Comoquiera que fuese, su extraordinaria oferta no despertó la misma indignación pública que provocó la pareja que quería a un hijo sordo. Nadie consideraba que la altura, la inteligencia y las condiciones atléticas fueran discapacidades de las que debería librarse a los niños. Y sin embargo, hay algo en el anuncio que produce cierta reserva moral. Aunque nadie saliera perjudicado, ¿no hay algo inquietante en la idea de que unos padres puedan encargar un hijo con ciertos rasgos genéticos?

Hay quien defiende el intento de concebir un hijo sordo, o un hijo que obtendrá una nota elevada en el SAT, con el argumento de que se parece a la procreación natural en un aspecto crucial: con independencia de lo que hicieran los padres para mejorar las probabilidades, no tenían ninguna garantía de lograr el resultado buscado. Ambos intentos seguían sujetos a los caprichos de la lotería genética. Esta defensa plantea una interesante cuestión: ¿por qué habría de importar desde el punto de vista moral el hecho de que subsista una cierta impredecibilidad? Y si fuera así, ¿qué sucedería si la biotecnología consiguiera eliminar la incertidumbre y nos permitiera diseñar los rasgos genéticos de nuestros hijos?

Para ponderar la respuesta a esta pregunta, me gustaría apartarme por un momento de la cuestión de los hijos y fijarme en las mascotas. Más o menos un año después del revuelo causado por el niño deliberadamente sordo, una mujer de Texas llamada Julie (la mujer se negó a dar su apellido) lloraba la muerte de su querido gato Nicky. «Era muy guapo —dijo Julie—. Tenía una inteligencia excepcional. Se sabía once mandamientos.» Julie había leído que una empresa californiana (Genetic Savings & Clone) ofrecía un servicio de clonación de gatos. En 2001, la empresa había conseguido el primer gato clonado (su nombre era CC, por Carbon Copy). Julie envió a la empresa una muestra genética de Nicky, junto con la suma requerida de cincuenta mil dólares. Unos meses más tarde, para su gran satisfacción, recibió a Little Nicky, un gato genéticamente idéntico al anterior. «Es idéntico —declaró Julie—. No he podido ver una sola diferencia.»[4]

La página web de la empresa anunció más tarde una rebaja de precios de la clonación de gatos, que ahora cuesta solo treinta y dos mil dólares. Por si el precio sigue pareciendo elevado, va acompañado de una garantía de reembolso. «Si su cachorro no se parece lo suficiente al donante genético, le devolveremos su dinero íntegramente y sin hacer preguntas.» Mientras tanto, los científicos de la empresa están trabajando para desarrollar una nueva línea de producto, perros clonados. Puesto que los perros son más difíciles de clonar que los gatos, la empresa tiene previsto cobrar cien mil dólares o más.[5]

Muchas personas se sienten incómodas ante la clonación comercial de gatos y perros. Algunas porque no les parece correcto destinar una pequeña fortuna a crear una mascota a la carta, cuando hay miles de animales abandonados que necesitan un hogar. Otras están preocupadas por el número de animales que se pierden durante el embarazo, en el intento de conseguir un clon. Pero supongamos que todos esos problemas pudieran resolverse. ¿Seguiríamos sintiéndonos incómodos ante la clonación de gatos y perros? ¿Y ante la clonación de seres humanos?

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Los avances en el campo de la genética suponen al mismo tiempo una promesa y un problema. La promesa consiste en que tal vez seamos capaces de tratar y prevenir un gran número de enfermedades. El problema es que nuestro nuevo conocimiento genético también podría permitirnos manipular nuestra propia naturaleza: mejorar nuestros músculos, nuestra memoria y nuestro humor; escoger el sexo, la altura y otros rasgos genéticos de nuestros hijos; optimizar nuestras capacidades físicas y cognitivas; lograr que estemos «mejor que bien».[6] La mayoría de las personas encuentran inquietantes al menos algunas formas de ingeniería genética. Pero no resulta fácil articular el motivo de nuestra inquietud. Los términos usuales del discurso moral y político no son de mucha ayuda para formular qué tiene de malo el intento de rediseñar nuestra propia naturaleza.

Consideremos otra vez la cuestión de la clonación. El nacimiento de Dolly, la oveja clónica, despertó en 1997 una gran preocupación ante la perspectiva de

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