Así está bien

Magdalena Reyes

Fragmento

Introducción

Estamos en la posición de un niño que entra en una biblioteca llena con libros en muchos lenguajes diferentes. El niño sabe que en esos libros debe haber algo escrito, pero no sabe qué. Sospecha levemente que hay un orden misterioso en el ordenamiento de esos libros, pero no sabe cuál es.

ALBERT EINSTEIN

Si un libro es un universo desconocido en el cual todo lector se zambulle para explorar sus paisajes y recovecos, la introducción es el umbral donde nos detenemos para averiguar por qué y para qué emprender el viaje, examinar su sentido y decidir si vale la pena hacerlo.

Hasta ahora nunca me había preguntado por el porqué de este libro, como si escribirlo fuese parte de mi destino. Desde el comienzo, y hasta el último capítulo, me sentí impulsada por un poder que no admitía objeciones, subsumiendo mi libre albedrío en su fuerza soberana. Ahora, en retrospectiva, pienso que lo que me impulsó durante todo el proceso fue la certeza de que estaba haciendo lo que debía hacer. Pero no un deber impuesto que estaba obligada a obedecer. Lo que me motivó y acompañó durante este trayecto fue un sentido del deber elegido mucho tiempo antes de empezar a escribirlo. Pero ¿en qué momento elegí hacerlo? ¿Y por qué escribir un libro de filosofía, y no correr una maratón o dar la vuelta al mundo?

No creo que la decisión haya sido azarosa: soy de las que piensan que las casualidades no existen y que todo tiene su porqué. Aunque no siempre podamos comprenderlo, existe una razón de ser para todo lo que pasa; hechos, actitudes, emociones, comportamientos, ideas y circunstancias. «Casualidad» no es más que el nombre que le ponemos a lo que no podemos explicar porque, en medio del huracán, no siempre podemos ver, inferir o imaginar el aleteo de la mariposa que lo provocó.1Al fin y al cabo, nos encontramos inmersos en un misterioso orden causal del universo, que se despliega ante nosotros como un gran rollo de tela tendido a lo largo de una mesa. Esta es una imagen grabada en mi retina desde la infancia, cuando acompañaba a mi madre a los grandes almacenes de telas. Recuerdo cómo me asomaba de puntillas de pie a aquellas mesas larguísimas donde los rollos de tela eran desplegados y exhibidos. Recuerdo el placer que sentía al percibir el peso del rollo caer sobre la mesa, y contemplar la belleza de las telas desenrollarse y desenrollarse. Y sentir que en aquel derramarse, las telas me invitaban a descifrar algo recóndito, conservado en sus diversos colores, texturas y diseños. Como en las revistas de pasatiempos de antes, en las que trazábamos una línea de un punto a otro hasta formar un dibujo, con la diferencia de que en las revistas los puntos estaban numerados. En las telas, en cambio, las pistas eran mucho más sutiles, y la imaginación era fundamental para poder desentrañar el misterio.

Así, para responder el porqué de este libro debo conectar los puntos hacia atrás para descubrir las causas o las razones que me llevaron a escribirlo. Y enfatizo este porque podría haber sido otro (más teórico o académico, por ejemplo), pero este es el que debía ser.

El ejercicio de conectar los puntos es apasionante, pero no necesariamente fácil. Sin embargo, en este caso sí lo fue: por un lado, porque es evidente que mi vocación tuvo mucho que ver en mi decisión ya que, allende a la fortuna de ser convocada por Penguin Random House para escribir este libro, no lo hubiera hecho si no fuera porque en algún momento de mi vida descubrí mi pasión por la filosofía y decidí hacer de ella mi profesión. Y también porque enseguida me di cuenta de que todo el tiempo, mientras lo escribía, me venían a la memoria recuerdos de la época en que estudiaba Filosofía en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República. En ese entonces casi nadie entendía cuál era el punto o el propósito de dedicarse profesionalmente a la filosofía. Incluso siendo una materia obligatoria en el liceo, la mayoría atravesaba los cursos de Filosofía sin llegar a comprender cuál era la utilidad de las tablas de verdad, de leer la Apología de Sócrates o de estudiar ética o epistemología. A lo sumo sabíamos que la filosofía es «la madre de todas las ciencias», pero, aunque respetable, no era más que una madre vetusta y pasada de moda, sin ninguna relación con el mundo en el cual vivíamos. «La filosofía es una ciencia por la cual o sin la cual todo sigue igual». Esta máxima popular sintetiza la idea general que se tenía de la filosofía en aquella época. Entonces, ¿para qué estudiarla?

En mi caso particular, la razón la hallé en los aforismos de Humano, demasiado humano, de Friedrich Nietzsche. Alguien me regaló ese libro cuando tenía 16 años y, sin saber todavía quién era Nietzsche ni qué era la filosofía, enseguida supe que había algo ahí con lo cual me sentía profundamente identificada. Como si Nietzsche hubiese escrito ese libro para que yo lo leyera. A Humano, demasiado humano le debo el haber despertado en mí el llamado de la vocación, aunque reconozco que, cada tanto, la duda igual me visitaba: «¿Por qué Filosofía y no Derecho, Economía, Arquitectura o Medicina?». Mas la respuesta siempre era «Porque sí, porque no puedo evitarlo, porque, aunque no pueda explicarlo, sé que así es como debe ser». En ese entonces no lo sospechaba, pero ahora pienso que fue ahí cuando empecé a comprender que lo valioso no siempre es, ipso facto, útil, ni tampoco explicable.

Sabía que debía estar ahí, en esos salones con poquísimos estudiantes pero muchísimo olor a tabaco, escuchando a grandes profesores hablar de Heráclito, Platón, Aristóteles, santo Tomás, Avicena, Averroes, Hegel, Habermas, Rawls o Foucault. Y entonces, la pregunta por la utilidad de lo que estaba aprendiendo se esfumaba en medio del estado de gracia en el que de pronto me encontraba. Tanto que, en los recesos, mientras fumaba en la esquina de Magallanes y Uruguay, sentía un impulso fuertísimo de arrastrar a las personas que pasaban caminando por ahí a las clases para que pudieran experimentar lo mismo que yo. Me parecía un despropósito, una injusticia incluso, que no todos tuvieran la posibilidad de sentarse en aquellos salones, no solo para conocer lo que pensaron las mentes más brillantes de la historia sino, más aún, porque sentía que esas grandes ideas e intuiciones tenían el poder de cambiarles la vida a las personas, ampliando y profundizando su comprensión de la realidad y de sí mismos. Lo que sentía (y sigo sintiendo hasta hoy) es lo mismo que René Descartes cuando dijo que «vivir sin filosofar es tener los ojos cerrados, sin tratar de abrirlos jamás». Y pensaba que, si todos pudieran experimentar el placer de filosofar, nadie consideraría que la filosofía es inútil o innecesaria.

Si a Nietzsche le debo el descubrimiento de mi vocación, a Sócrates le debo el haber sido un referente que me ha inspirado desde siempre en el ejercicio de mi profesión. Porque Sócrates fue el modelo por excelencia de filósofo practican

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