La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica

Walter Benjamin

Fragmento

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I

La obra de arte ha sido siempre fundamentalmente susceptible de reproducción. Lo que los hombres habían hecho podía ser imitado por los hombres. Los alumnos han realizado copias como ejercicio artístico, los maestros las hacen para difundir las obras, y, finalmente, copian también terceros ansiosos de ganancias. Frente a todo ello, la reproducción técnica de la obra de arte es algo nuevo que se impone en la historia intermitentemente, a empellones muy distantes unos de otros, pero con intensidad creciente. Los griegos solo conocían dos procedimientos de reproducción técnica: fundir y acuñar. Bronces, terracotas y monedas eran las únicas obras artísticas que pudieron reproducir en masa. Todas las restantes eran irrepetibles y no se prestaban a ninguna reproducción técnica. La xilografía hizo que, por primera vez, se reprodujese técnicamente el dibujo, mucho tiempo antes de que por medio de la imprenta se hiciese lo mismo con la escritura. Son conocidas las modificaciones enormes que en la literatura provocó la imprenta, esto es, la reproductibilidad técnica de la escritura. Pero, a pesar de su importancia, no representan más que un caso especial del fenómeno que aquí consideramos a escala de la historia universal. En el curso de la Edad Media se añaden a la xilografía el grabado en cobre y el aguafuerte, así como la litografía a comienzos del siglo XIX.

Con la litografía, la técnica de reproducción alcanza un grado radicalmente nuevo. El procedimiento, mucho más preciso, que distingue la transposición del dibujo sobre una piedra de su incisión en taco de madera o de su grabado al aguafuerte en una plancha de cobre dio, por primera vez, al arte gráfico no solo la posibilidad de poner masivamente (como antes) sus productos en el mercado, sino, además, la de ponerlos en figuraciones cada día nuevas. La litografía capacitó al dibujo para acompañar, ilustrándola, la vida diaria. Comenzó entonces a ir al paso con la imprenta. Pero en estos comienzos fue aventajado por la fotografía pocos decenios después de que se inventara la impresión litográfica. En el proceso de la reproducción plástica, la mano se descarga, por primera vez, de las incumbencias artísticas más importantes que en adelante van a concernir únicamente al ojo que mira por el objetivo. El ojo es más rápido captando que la mano dibujando, por eso se ha acelerado tantísimo el proceso de la reproducción plástica, hasta el punto de que ya puede ir al mismo paso que la palabra hablada. Al rodar en el estudio, el operador de cine fija las imágenes con la misma velocidad con que el actor habla. Si en la litografía se encontraba virtualmente latente el periódico ilustrado, en la fotografía lo estaba el cine sonoro. La reproducción técnica del sonido fue una empresa acometida a finales del siglo pasado. Todos estos esfuerzos convergentes hicieron previsible una situación que Paul Valéry caracteriza con la frase siguiente: «Igual que el agua, el gas y la corriente eléctrica vienen a nuestras casas, para servirnos, desde lejos y por medio de una manipulación casi imperceptible, así estamos también provistos de imágenes y de series de sonidos que acuden a un pequeño toque, casi a un signo, y que del mismo modo nos abandonan».[3] Hacia 1900 la reproducción técnica había alcanzado un estándar en el que no solo comenzaba a convertir en tema propio la totalidad de las obras de arte heredadas, sometiendo, además, su función a modificaciones hondísimas, sino que también conquistaba un puesto específico entre los procedimientos artísticos. Nada resulta más instructivo para el estudio de ese estándar que referir dos manifestaciones distintas —la reproducción de la obra artística y el cine— al arte en su figura tradicional.

II

Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. Basándose en dicha existencia única, y en ninguna otra cosa, se realizó la historia a la que ha estado sometida en el curso de su perduración. También cuentan las alteraciones que haya padecido en su estructura física a lo largo del tiempo, así como sus eventuales cambios de propietario.[4] No podemos seguir el rastro de las primeras más que por medio de análisis físicos o químicos impracticables sobre una reproducción; el de los segundos es tema de una tradición cuya búsqueda ha de partir del lugar de origen de la obra.

El aquí y ahora del original constituye su autenticidad. Los análisis químicos de la pátina de un bronce permitirán que se determine si es auténtico; en correspondencia, la comprobación de que un determinado manuscrito medieval procede de un archivo del siglo XV favorecerá la constatación de su autenticidad. El ámbito entero de la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad técnica —y, desde luego, no solo a la técnica—.[5] Frente a la reproducción manual, que normalmente es catalogada como falsificación, lo auténtico conserva su autoridad plena, mientras que no ocurre lo mismo con la reproducción técnica. La razón es doble. En primer lugar, la reproducción técnica se acredita como más independiente que la manual respecto del original. Con la fotografía, por ejemplo, pueden resaltarse aspectos del original accesibles únicamente a una lente manejada a antojo con el fin de seleccionar diversos aspectos o detalles, inaccesibles, en cambio, para el ojo humano; o, con ayuda de ciertos procedimientos, como la ampliación o el tiempo de exposición, retendrá imágenes que se le escapan sin más a la óptica natural. Eso es lo primero. Además, y en segundo lugar, puede poner la copia del original en situaciones inaccesibles para este. Sobre todo le posibilita salir al encuentro de su destinatario, ya sea en forma de fotografía o en la de disco de gramófono. La catedral deja su emplazamiento para encontrar acogida en la biblioteca de un aficionado al arte; la obra coral, que fue ejecutada en una sala o al aire libre, puede escucharse en una habitación.

Las circunstancias a que se exponga el producto de la reproducción de una obra de arte acaso dejen intacta la consistencia de esta, pero, en cualquier caso, deprecian su aquí y ahora. Y, aunque de ningún modo valga esto solo para una obra artística, sino que sirve también, por ejemplo, para un paisaje que en el cine transcurre ante el espectador, lo cierto es que el proceso toca en el objeto de arte una médula sensibilísima que ningún objeto natural posee en grado tan vulnerable. Se trata de su autenticidad. La autenticidad de una cosa es la cifra de todo lo que, partiendo de su origen, puede transmitirse en ella, desde su duración material hasta su capacidad de testificación histórica. Puesto que esta última se funda en la primera, que a su vez se le escapa al hombre en la reproducción, por eso se tambalea también en esta la capacidad de testificación histórica de la cosa. Claro que solo ella. Pero lo que de este modo se tambalea realmente es su propia autoridad.[6]

Pueden resumirse todas estas deficiencias en el concepto de «aura» y decir: en la época de la reproducción

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