Baudelaire y el artista de la vida moderna

Félix de Azúa

Fragmento

Presentación

Presentación

Es una exageración optimista afirmar que uno domina sus aficiones o sus obsesiones: es más bien lo contrario. Al cabo de los años constatas que algunas personas y cosas te han ido llevando de la nariz, como a los bueyes, hasta dehesas donde pastar a gusto. Sin apenas percatarme también yo he estado cuarenta años dando vueltas y rumiando en las praderas de Baudelaire.

En la década de 1970 me pareció reconocer en él a uno de los primeros testigos consecuentes y lúcidos del mundo que se avecinaba tras la Revolución francesa. Era, a la manera de Diderot, el último de un mundo clásico en extinción y el primero del mundo moderno en potente ascenso. Con él desaparecía la confortable habitación de la tierra que aún los románticos habían podido sostener con sublimes paisajes y una lírica orquestal. En 1800 todavía Hölderlin podía escribir elevado en una heroicidad sagrada en la que ya no creía, pero de la que era capaz de sugerir los relámpagos y tempestades. No obstante, Baudelaire no ve ya en la tierra, en la «naturaleza», más que unas masas de vegetal sacralizado, según dice, y unas hordas animales destinadas a su explotación. Ni siquiera le angustia o le tortura la ausencia de los dioses, el vacío que agobiaba a Hölderlin. Y ve a los poetas como vagabundos, miserables, alcohólicos, marginales y sin embargo los únicos ciudadanos decentes en una sociedad sin alma.

Diez años más tarde, hacia el año 1990, volví sobre él para tratar de comprender cuál era la tarea que le quedaba al «artista de la vida moderna» en ese mundo desalmado cada vez más decididamente nihilista. Porque todavía entonces, en vida de Baudelaire, se construía un mundo literario grandioso y fértil al borde del abismo, así como unas artes de impresionante intensidad. Lo que Baudelaire aún pudo conocer como herencia de la dignidad duró hasta la Primera Guerra Mundial. Lo siguiente ya sería otra cuestión.

Y por fin, treinta años más tarde, regreso ahora para fijarme en ese primer poeta, juvenil, neurótico y no muy atractivo, que comenzaba a descubrir aquella sociedad que luego hemos llamado «sociedad industrial» y en la que dominaban la totalidad de la vida cotidiana unos individuos de nueva planta, enriquecidos a partir de la decapitación del rey, a quienes llamaban con evidente imprecisión «burgueses». Me pareció que de ese modo ya tenía el panorama completo, desde el poeta adolescente hasta el pobre chiflado que llevaba una vida rastrera durante sus últimos años nada menos que en Bélgica. Es aquel que le confiesa a un amigo que morirá fulminado por el ala de la imbecilidad. Y así fue, en efecto, pero aún dejará unos seguidores de rica poesía, Rimbaud, Mallarmé, Eliot. Un hermoso crepúsculo. Luego ya llegamos nosotros, los que tratamos de sobrevivir a la imbecilidad y a un mundo cubierto de basura en el que ni siquiera hay ya «burgueses».

En estos últimos tiempos me ha parecido que volver a Baudelaire era una necesidad, del mismo modo que Hölderlin, desesperado por la sociedad que se le avecinaba a comienzos del siglo XIX, creyó que no había otra tarea significativa más que volver a los griegos y estudiar cómo fue posible tanta grandeza. De manera parecida, quizá también pueda ayudarnos a sobrevivir un regreso a Baudelaire, capaz de sugerirnos algunas indicaciones sobre el mundo que comenzó a crecer a comienzos del siglo XXI, un mundo cada día más incomprensible en el que gobierna la mentira, el engaño, la demagogia y el populismo sobre un panorama en ruinas y unas masas totalmente desnortadas, esclavas de sus aparatos electrónicos.

No hay motivos para la esperanza, sólo para la resistencia. Nuestra obligación es aguantar los vientos fétidos de la idiotez y el pudrimiento del mundo. No obstante, eso no ha de impedir ni el entusiasmo, ni la euforia, ni el gozo, ni nada de lo que somos capaces los humanos incluso en las más detestables circunstancias. De su pesimismo extrajo Baudelaire, como una matrona sagrada metiendo sus manos en las entrañas del Bien, la poesía más grande de su siglo y las reflexiones más agudas sobre la creación artística en tiempos de miseria.

Siguiendo su rastro, dejemos en herencia, si aún nos quedan fuerzas, esa indestructible capacidad de vivir para que en tiempos mejores alguien pueda decir, como Faulkner al recibir el premio Nobel, que los humanos, a pesar de todo, no perdurarán, sino que prevalecerán. Así lo dijo exactamente: «The poet’s voice need not merely be the record of man, it can be one of the props, the pillars to help him endure and prevail».[1]

Esa sigue siendo la tarea de los escritores y los artistas en tiempos de miseria, to endure and prevail.

Sobre esta edición

Sobre esta edición

En 1978, en plena transición democrática, Félix de Azúa publicó Baudelaire y su obra en la editorial Dopesa de Sebastián Auger. El libro apareció en la colección «Conocer», dirigida por Higini Clotas y destinada a divulgar la obra y el pensamiento de los principales filósofos y escritores europeos. La colección se había presentado en 1977 y los primeros títulos fueron Hermann Hesse y su obra, de José María Carandell; Lenin y su obra, de Francisco Fernández Buey; Nietzsche y su obra, de Fernando Savater, y Sartre y su obra, de Mauricio Wacquez. El ensayo de Azúa se incardinaba por tanto en un proyecto de normalización editorial y puesta al día cultural, destinado sobre todo a los estudiantes. En 1992, la editorial Pamiela, en su «Biblioteca de Estudios Contemporáneos», publicó Baudelaire y el artista de la vida moderna, en el que Azúa recogía su viejo trabajo y le añadía un nuevo ensayo dedicado tan sólo a la dimensión estética de Baudelaire. Esa edición, sin añadidos ni correcciones, fue la que reprodujo Anagrama en 1999 con el mismo título.

En la presente edición, Félix de Azúa ha revisado todo el texto, corrigiéndolo y añadiéndole algunas reflexiones. La primera parte, «Algunos rasgos del joven Baudelaire», ha sido escrita para la ocasión y se publica aquí por primera vez, como complemento a las cuestiones estudiadas en «Baudelaire y el artista de la vida moderna». Puesto que en todo el libro Azúa hace referencia en más de una ocasión a Édouard Manet como el verdadero artista de la modernidad, que Baudelaire tuvo a su lado sin darse cuenta de que era mucho más relevante para sus propó

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