Leer con niños

Santiago Alba Rico

Fragmento

cap-2

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Para advertir a mis hijos de los peligros de la lectura, y animarles a hacer atletismo o a salir a trotar al campo, siempre les contaba la muerte de Plinio el Viejo, el sabio romano del siglo I que, entre otras obras hoy perdidas, escribió la famosa Historia natural, con sus treinta y siete libros, compendio de todo el saber enciclopédico de la antigüedad. Según el relato de su sobrino, también llamado Plinio, su tío era prefecto de la flota de Miseno, en el golfo de Nápoles, cuando el 24 agosto del año 79 el Vesubio entró en erupción. «Prorrumpir» es un verbo muy ajustado a esa terrible, explosiva y sustanciosa expectoración de la tierra que acabaría cubriendo de cenizas, y conservando en un cajón repentino, las bulliciosas ciudades de Pompeya y Herculano. Pues bien, el curioso y solidario Plinio el Viejo, observando desde Miseno la nube que se elevaba desde el cráter y en respuesta a los mensajes de auxilio recibidos desde la ladera del volcán, cruzó el golfo con sus galeras y desembarcó en Castellammare di Stabia, donde —siempre en la versión de su sobrino— demostró una serenidad olímpica y casi temeraria, propia —desde luego— de la filosofía estoica que siempre había profesado en su vida y en sus escritos. Mientras evacuaba a la población y consolaba a los niños, en medio del tronar del cosmos, sobre un suelo roto y estremecido, bajo una implacable lluvia de ceniza y lapilli, indiferente a su propia supervivencia, mandó preparar el almuerzo en casa de un amigo y, tras comer con ostentosa lentitud, se dio un largo baño en sus aposentos. Manifestaba así su desdén hacia el peligro y su superioridad frente a la gritona e impotente naturaleza que intentaba alterar sus hábitos. Plinio fue el último, pues, en abandonar la ciudad, como los capitanes en un naufragio, pero no le dio tiempo a llegar al embarcadero. Empujando a los últimos rezagados —en medio del estrépito del cosmos, entre nubes tóxicas y sacudidas de tierra, bajo una nutrida lluvia de piedras—, Plinio el Viejo murió al pie de su galera, tras haber salvado muchas vidas, agotado por el esfuerzo.

La verdad es menos honorable. A sus cincuenta y siete años, Plinio era un hombre gordo —muy gordo— y de salud frágil y, al parecer, murió nada más poner el pie en Castellammare. La historia de la comida ceremoniosa y el largo baño traducen a un lenguaje digno las tentativas de sus sirvientes y amigos para reanimarlo después de que perdiera el conocimiento en la atmósfera espesada por el humo y las cenizas. Plinio no sólo no salvó a nadie, sino que se convirtió en un obstáculo para las operaciones de evacuación, pues él mismo tuvo que ser evacuado, inerte y voluminoso, ya difunto, como si se tratara de una mesa o un arcón.

¿Y por qué estaba Plinio tan gordo y respiraba tan mal? Porque estaba obsesionado con la lectura. Era tan aficionado a los libros que, para no perder el tiempo, leía siempre, en todas partes, sin parar. Todos los pasajes entre dos libros le parecían hasta tal punto tiempo muerto o tiempo perdido que se impuso la supresión de todas las transiciones. La transición más banal es el desplazamiento entre dos puntos. Plinio, como todos, tenía que cambiar a menudo de lugar: ir al Senado o a las termas, visitar al emperador, viajar a la Campania o sencillamente ir al retrete o salir al jardín. Pues bien, para no perder un solo minuto, para no tener que interrumpir la lectura de la obra en curso, se hacía trasladar a todas partes en litera o en silla de manos. Así lo veían pasar los ciudadanos de Roma por las calles de la ciudad: cada vez más gordo, cada vez más jadeante, flotando por encima de sus cabezas, absorto en sus pensamientos. Cuando entró en erupción el Vesubio en el año 79, Plinio el Viejo llevaba quizás treinta años sin poner el pie en el suelo; el primer paso fue ya superior a sus fuerzas y, en el aire enrarecido del Vesubio, alargó la pierna y le reventó el corazón.

No es que mis hijos no saltaran, jugaran y rodaran, como todos, pero lo cierto es que esta historia ejemplar tenía el efecto paradójico de inmovilizarlos en el sofá, desde el que reclamaban otra historia que a su vez aplazaba el momento de salir al campo. Como por una epidemia de hipervínculos, mientras yo los sacaba a empellones a la calle, pasábamos luego a la historia de Petronio, «príncipe de la elegancia», escritor romano contemporáneo de Plinio al que Nerón condenó a muerte y que, obligado a suicidarse, se abría y se cerraba las venas en la bañera para prolongar su agonía, tomándose —digamos— su tiempo frente a los soldados que lo apremiaban, en un gesto, sí, de dignidad frente al tirano, pero también con el propósito de prolongar la obra —escribiendo y escribiendo mientras se desangraba— que había provocado la ira de Nerón. De Petronio —mientras caminábamos ya por un sendero, pues los relatos son también trayectos— pasábamos tal vez a la muerte en 1793 de Jean-Paul Marat, el revolucionario francés asesinado en la bañera, donde —según la imagen consagrada por el famoso cuadro de Jacques-Louis David— estaba escribiendo un artículo contra el rey cuando Charlotte Corday lo apuñaló.

Es fácil defender —no sé— las fresas, los ordenadores y hasta los coches de carreras. Pero ¿los libros?, ¿los relatos? La necesidad de hacer campaña una y otra vez a favor de la lectura —de promover, estimular y colorear las letras— revela una doble angustia. Los lectores —primera— sentimos los libros amenazados. Los lectores —segunda— nunca encontramos argumentos convincentes a favor de nuestro vicio.

Es verdad que los hombres se han quejado siempre de las inclemencias del tiempo, pero sólo hoy podemos hablar de cambio climático. Es verdad que ya Cicerón se lamentaba de la escasa pasión por la lectura de los jóvenes romanos, pero sólo hoy podemos hablar de un cambio de paradigma. Instrumento de dominio y de liberación, la escritura está en peligro como lugar de construcción y decisión de los destinos humanos. Algunos datos sumarios así lo expresan. Mientras aumenta el número de títulos y las cifras de ventas, disminuye el de lectores efectivos. Mientras se mantiene el analfabetismo real en los países pobres, aumenta el analfabetismo funcional en los países ricos. Mientras se multiplican los medios tecnológicos de registro y archivo de la humanidad, flaquea y agoniza la memoria individual de los humanos. Mientras se multiplican las palabras —tiene razón García Márquez— en todos los formatos, se extinguen las frases largas. Pocos somos capaces ya de recordar un poema, una canción, una cita de memoria; pocos somos capaces de recordar —como un fuego vivo bajo nuestros pies— los acontecimientos más recientes: la caída del muro de Berlín es para las nuevas generaciones tan antigua, tan inexpresiva, tan irrelevante como la caída de Roma; incluso la invasión de Iraq es tan remota y está tan desprovista de sentido como la conquista de Granada o las Cruzadas. La Historia ha desaparecido en el instantáneo y sucesivo consumo de imágenes muy intensas, muy solubles, que no dejan más rastro que el apetito de una imagen nueva, de una visualidad ininterrumpida: la mirada se ha convertido en una extensión del sistema digestivo.

En estas condiciones, los libros no hace falta ni quemarlos: se descatalogan solos a medida que salen de la imprenta. En estas condiciones, los libros —pobrecitos— no pueden defenderse a sí mismos. En la mitad pobre del mundo s

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