Utopía (Serie Great Ideas 18)

Tomás Moro

Fragmento

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Libro primero de la relación que hizo el eximio

varón Rafael Hythlodaeo sobre la mejor república,

por el ilustre varón Tomás Moro, ciudadano

y sheriff de la ínclita ciudad de Londres,

de las Islas británicas.

Con ocasión de algunas diferencias de no poca importancia que el invictísimo rey de Inglaterra Enrique, octavo de este nombre, dotadísimo de todas las habilidades propias de un príncipe egregio, tuvo recientemente con el serenísimo príncipe de Castilla, Carlos, me envió a Flandes, a fin de negociar un arreglo, en calidad de orador, como acompañante y colega del incomparable Cuthbert Tunstall, a quien hace poco ha puesto al frente de la sagrada secretaría con gran contento de todos y de cuyos méritos no diré nada, no porque tema que la amistad es un testigo al que se ha de prestar poco crédito, sino porque su virtud y su sabiduría son mayores de lo que yo pueda encomiar, tan conocidas, además, por todas partes y tan ilustres que ni debo hacerlo, so pena de parecer que quiero alumbrar el sol con un candil, como dicen.

Según lo previsto, nos salieron al encuentro en Brujas los representantes del príncipe, todos ellos varones egregios; su presidente y cabeza era el burgomaestre de Brujas, persona excelente, si bien el portavoz y alma era Georges de Themsecke, preboste de Cassel, un orador no sólo por formación sino por naturaleza también, aparte de un perito extraordinario en cuestiones de derecho y un maestro eximio a la hora de negociar tanto por su habilidad como por su larga experiencia. Habiéndonos reunido varias veces sin que llegáramos a un acuerdo satisfactorio sobre algunos extremos, ellos, despidiéndose de nosotros por algunos días, se fueron a Bruselas para consultar al príncipe. Yo, entre tanto (dejándome aconsejar por las circunstancias), me trasladé a Amberes.

Entre los que, estando allí, venían a verme con frecuencia, ninguno me encantó tanto como Peter Giles, natural de Amberes, de gran probidad, estimado por los suyos y digno aún de mayor estima, pues se trata de un joven del que no sabría decir si destaca más por su sabiduría o por su virtud. Es, en efecto, extremadamente bondadoso a la par que muy letrado, añadiendo a esto su espíritu franco para con todos y para con los amigos un corazón tan abierto, un amor, una lealtad, un afecto tan sinceros, que apenas hallarás una o dos personas a las que te atreverías a comparar con él en cuanto a los requisitos todos de la amistad. Posee una modestia singular, dista como nadie de cualquier afectación, en ninguno se encuentra una sencillez tan discreta, siendo además tan donoso en el decir y tan inofensivamente burlón que con su trato afectuosísimo y su dulcísima conversación alivió en gran parte la nostalgia de mi patria y de mi hogar, mi esposa y mis hijos, a los que ardía en deseos de volver a ver (por entonces hacía ya más de cuatro meses que estaba ausente de casa).

Un día que asistía a los divinos oficios en el templo de Santa María, de hechura hermosísima y muy concurrido por el pueblo, y cuando, terminado el acto, me disponía a retornar a mi alojamiento, observo casualmente que mi amigo está hablando con un forastero de avanzada edad, el rostro adusto, la barba poblada, la capa cayéndole con desgarbo del hombro, pareciéndome por su aspecto y continente que se trataba de un nauclero. Peter, al advertirme, se dirige hacia mí, me saluda y, antes de que pudiera responderle, me hace a un lado.

—¿Ves a ese hombre? —me dice (al tiempo que señalaba al que había visto conversando con él)—. Pues tenía pensado llevarlo derechamente de aquí a tu casa.

—Te aseguro que habría sido bienvenido en atención a ti.

—En atención a él más bien, si le conocieras. No hay otro hoy entre los mortales que pueda hacerte un relato más fascinante acerca de hombres y tierras desconocidas. Y yo sé que sientes una gran pasión por oír semejantes cosas.

—Así que no he andado desatinado. Al primer golpe de vista, en efecto, tuve a ese hombre por un nauclero.

—¡Al contrario, has errado muchísimo! Ciertamente, ha navegado, mas no como Palinuro sino como Ulises o, mejor aún, como Platón. Pues este Rafael, que así es el nombre gentilicio de Hythlodaeo, no desconoce el latín y conoce muy bien el griego (lengua que estudió más que la romana por haberse dado de lleno a la filosofía, sobre la cual no sabía que hubiera quedado algún escrito importante en latín, si se quitan algunas cosas de Séneca y Cicerón). Dejado a sus hermanos el patrimonio que poseía en su tierra (es portugués), llevado por su afición de conocer el mundo, se unió a Amerigo Vespucci, siendo su compañero inseparable en las tres postreras travesías de las cuatro famosas que ya andan por ahí escritas en libros. Sólo que en la última no volvió con él: hizo de manera e importunó tanto a Amerigo que consiguió le incluyera entre los veinticuatro que iban a ser dejados en un castillo en la zona más avanzada de la última travesía. Se le dejó, pues, para satisfacer así la inclinación de su espíritu, más preocupado por viajar que por su sepulcro, que, incluso, trae a menudo en la boca aquellas palabras: A quien no tiene tumba el cielo le cubre y Todos los caminos distan lo mismo del cielo, disposición ésta de ánimo que hubiera visto más que cumplida si Dios no le hubiera sido propicio. En resumidas cuentas, después de recorrer, partido que hubo Vespucci, numerosas regiones con cinco compañeros del castillo, llevado finalmente por una suerte admirable hasta Taprobana, marcha de aquí a Caliquit, donde encuentra en buena hora unas naves portuguesas, volviendo por fin de nuevo a su patria en contra de todo lo esperado.

En cuanto Peter me contó esto, dándole las gracias por lo atento que había estado conmigo al tomarse tantas molestias para que yo pudiera disfrutar del relato de un hombre cuya conversación esperaba él me habría de resultar agradable, me dirijo a Rafael y, después de saludarnos mutuamente y decirnos los tópicos que suelen decirse los forasteros con ocasión de su primer encuentro, nos apartamos hacia mi casa y allí, en el huerto, sentados en un banco cubierto de verde césped, trabamos conversación.

Nos contó de qué modo, una vez que Vespucci se había marchado, él y los compañeros suyos que habían quedado en el castillo comenzaron a insinuarse paulatinamente a las gentes de aquellas tierras, visitándoles y obsequiándoles, hasta el punto de tratar con ellos no ya sin peligro sino hasta familiarmente, llegando incluso a hacerse estimar y querer por un cierto príncipe (su patria y su nombre los he olvidado), gracias a cuya liberalidad —nos contaba— él y sus cinco compañeros fueron provistos copiosamente de medios de transporte y víveres así como de un guía segurísimo para el camino (que hacían en balsas por agua, en carro por tierra) para que les introdujera ante otros príncipes a quienes visitaban debidamente recomendados. Tras muchas jornadas de muchos

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