Andar, una filosofía

Frédéric Gros

Fragmento

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adorno

LIBERTADES

En primer lugar está la libertad suspensiva que ofrece la marcha, aunque se trate de un simple paseo: librarse de la carga de las preocupaciones, olvidar por un rato los problemas. Uno elige no llevarse la oficina a cuestas: sale, vaga, piensa en otra cosa. Con la excursión de varios días se acentúa el movimiento de desvinculación: uno escapa de las obligaciones del trabajo, se libera de las trabas de la costumbre. Pero ¿por qué con la marcha se siente más esa libertad que con un largo viaje? Pues, al fin y al cabo, surgen otras limitaciones no menos penosas: el peso de la mochila, la longitud de las etapas, la incertidumbre climática (amenaza de lluvia, tormentas, calor sofocante), la rusticidad de los albergues, algunos dolores… Pero solo la marcha alcanza a liberarnos de las ilusiones de lo indispensable. Por su naturaleza misma, es un ámbito de poderosas necesidades. Para llegar a tal etapa hay que andar tantas horas, que son otros tantos pasos; la improvisación es limitada, pues no son los senderos de un jardín lo que se recorre, y no puede uno equivocarse en los cruces de caminos o lo pagará caro. Cuando la niebla se cierne sobre la montaña o caen chuzos de punta, hay que seguir, continuar. La comida y el agua son objeto de cálculos precisos, en función de las distancias y los manantiales. Por no hablar de las incomodidades. Pero el milagro no es que se sea feliz a pesar de, sino gracias a ello. Quiero decir que no disponer de múltiples opciones cuando se trata de comer o de beber, estar sometidos a la gran fatalidad de las condiciones climáticas, contar solo con la regularidad de nuestro propio paso, todo ello hace de pronto que la profusión de la oferta (de mercancías, transportes y conexiones) y la multiplicación de las facilidades (de comunicarse, comprar y circular) nos parezcan otras tantas formas de dependencia. Todas esas microliberaciones no son más que aceleraciones del sistema, que me aprisiona con más fuerza. Todo lo que me libera del tiempo y del espacio me aleja de la velocidad.

Para quien no lo haya experimentado nunca, la simple descripción del estado del caminante se ve enseguida como un absurdo, una aberración, una servidumbre voluntaria. Porque, espontáneamente, el urbanita interpreta en términos de privación lo que para el caminante es una liberación: no estar ya atrapado en la tela de los intercambios, no verse reducido a un nudo de la red que redistribuye informaciones, imágenes y mercancías; darse cuenta de que todo ello solo tiene la realidad y la importancia que yo le otorgue. Mi mundo no solamente no se derrumba por no estar conectado, sino que esas conexiones se me antojan de pronto lazos opresivos, agobiantes, demasiado estrechos.

La libertad es ahora un bocado de pan, un sorbo de agua fresca, un paisaje despejado.

Dicho lo cual, disfrutando de esta libertad suspensiva, me siento feliz de partir pero también de regresar. Es la felicidad del paréntesis, la libertad como escapada de uno o varios días. A mi regreso, nada ha cambiado verdaderamente. Y las antiguas inercias recuperan su lugar: la velocidad, el olvido de uno mismo y de los demás, la excitación y el cansancio. La llamada de la sencillez habrá durado lo que dura una caminata: «El aire puro te ha sentado bien». Una liberación puntual, y luego vuelvo a sumergirme.

La segunda libertad es agresiva, más rebelde. En nuestras vidas, la libertad suspensiva no permite más que una «desconexión» provisional: me escapo de la red unos días, experimento en senderos desiertos lo que es estar fuera del sistema. Pero también se puede decidir romper. A este respecto sería fácil encontrar llamadas a la transgresión y al «gran afuera» en los escritos de Kerouac o de Snyder: acabar con las convenciones estúpidas, la seguridad letárgica de las paredes, el tedio de lo idéntico, el desgaste de la repetición, la medrosidad de los pudientes y el odio al cambio. Hay que provocar partidas, transgresiones, alimentar al fin la locura y el sueño. La decisión de caminar (partir lejos, a alguna parte, intentar otra cosa) se entiende esta vez como la llamada de lo salvaje (the Wild). En la marcha se descubre el vigor inmenso de las noches estrelladas, de las energías elementales, y nuestros apetitos se adecuan: son enormes, y nuestros cuerpos quedan saciados. Cuando se ha cerrado con fuerza la puerta del mundo, ya nada lo retiene a uno: las aceras ya no se pegan a las suelas (el recorrido, cien mil veces repetido, de la vuelta al redil). Los cruces de caminos tiemblan como estrellas vacilantes, se redescubre el miedo estremecedor a elegir, el vértigo de la libertad.

Ya no se trata esta vez de liberarse del artificio para disfrutar de alegrías sencillas, sino de conocer la libertad como límite de nosotros mismos y de lo humano, como desbordamiento dentro de uno mismo de una Naturaleza rebelde que nos supera. Andar puede provocar esos excesos: un exceso de cansancio que lleva la mente al delirio, un exceso de belleza que sobrecoge el alma, un exceso de ebriedad en las cimas, en lo alto de los puertos de montaña (el cuerpo estalla). Caminar acaba por despertar en nosotros esa parte rebelde, arcaica: nuestros apetitos se vuelven toscos e intransigentes, nuestros ímpetus, inspirados. Porque caminar nos coloca en la vertical del eje de la vida: el torrente que nace justo debajo de nosotros nos arrastra.

Con ello quiero decir que, andando, uno no va en busca de sí mismo, como si se tratara de reencontrarse, de liberarse de las viejas alienaciones para reconquistar un yo auténtico, una identidad perdida. Andando se escapa a la idea misma de identidad, a la tentación de ser alguien, de tener un nombre y una historia. Ser alguien está bien en las veladas mundanas en las que cada uno habla de sí mismo, está bien en las consultas de los psicólogos. Pero ser alguien ¿no es una vez más una obligación social que encadena (uno se obliga a ser fiel al retrato de sí mismo), una ficción estúpida que pesa sobre nuestros hombros? La libertad cuando se camina es la de no ser nadie, porque el cuerpo que camina no tiene historia, tan solo un flujo de vida inmemorial. Así, somos un animal de dos patas que avanza, una simple fuerza pura entre grandes árboles, apenas un grito. Y, a menudo, caminando uno grita para expresar su presencia animal recobrada. Probablemente, en esa gran libertad exaltada por la generación desgarrada de Ginsberg o de Burroughs, en ese derroche de energía que debía romper de arriba abajo nuestras vidas y derribar los puntos de referencia de los sometidos, la marcha en las montañas era una manera entre otras —que incluían las drogas y el alcohol, las borracheras y las orgías— de tratar de alcanzar la inocencia.

Pero la marcha deja entrever un sueño: caminar como expresión del rechazo de una civilización corrupta, contaminada, alienante y miserable.

He estado leyendo a Whitman, oíd lo que dice: Alzaos, esclavos, y haced

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