Las virtudes cotidianas

Michael Ignatieff

Fragmento

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PRÓLOGO
A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

 

 

 

 

Vivimos en tiempos de fractura. Los movimientos nacionalistas están poniendo a prueba la unidad de los estados. Los partidos consolidados están perdiendo su dominio sobre el centro y los ciudadanos están desplazándose hacia los extremos, mientras que la parcialidad política es más intensa que nunca. Nuestra convicción tranquila de que la historia nos estaba conduciendo hacia un futuro estable compuesto por democracias liberales se ha desvanecido, al igual que desapareció durante la crisis económica global de 2008 una creencia similar en la estabilidad a largo plazo del capitalismo.

En un tiempo de fractura, ¿dónde podemos encontrar orden y estabilidad? Debemos dejar de lado la visión general y fijarnos en los pequeños detalles, pasar del amplio mundo de la política, los mercados y el sistema internacional al mundo más pequeño y más íntimo de la familia, el barrio y la esquina. Es ahí donde nos encontramos con el ámbito de las virtudes cotidianas —la tolerancia, la resiliencia, la confianza y el perdón— del que depende el sistema operativo moral de cada sociedad. Se trata de un mundo a pequeña escala de interacciones diarias y cara a cara por medio de las cuales, con el tiempo, los desconocidos llegan a confiar los unos en los otros, se hacen favores, aprenden a aceptar las diferencias de cada cual y, en ocasiones, cuando sobreviene la desgracia, muestran su resiliencia uniéndose. En este libro viajaremos hasta las favelas de Río, los asentamientos en las afueras de la ciudad sudafricana de Pretoria, y los barrios degradados de Los Ángeles y Queens, en Nueva York, para observar el modo en que las virtudes cotidianas permiten la aparición de un sistema operativo moral que se utilizará en la vida diaria. También observaremos la resiliencia en las pequeñas comunidades de Fukushima, en Japón, tras el triple cataclismo que golpeó la ciudad: un terremoto, un tsunami y un accidente nuclear.

Desde un enfoque político, la pregunta que debemos hacernos acerca de las virtudes cotidianas es qué instituciones públicas se requieren para que prosperen, y qué mecanismos provocan que la decadencia de las instituciones públicas influya en ellas, debilitándolas. Cuando se deteriora la virtud pública, cuando los políticos mienten y roban, ¿se deterioran también las virtudes privadas? Cuando prospera la virtud pública, cuando el Estado de derecho prevalece, cuando las instituciones hacen lo que se espera de ellas, cuando los bienes públicos benefician hasta al más pobre de los ciudadanos, ¿renace la virtud pública? En este libro buscaré las respuestas a estas preguntas en lugares tan distintos como la ciudad birmana de Yangón o los barrios degradados de Los Ángeles.

En cada uno de los lugares que visitamos en este libro se hizo evidente el parecido que guardaban entre sí las virtudes cotidianas, aunque el idioma y el contexto fueran distintos. La confianza se manifiesta del mismo modo en todas partes, y lo mismo se puede decir de la generosidad. Podemos reconocer las virtudes por encima de las diferencias culturales y lingüísticas, pero sería un error llegar a la conclusión de que estas virtudes se están convirtiendo en una sola. La globalización nos ha acompañado desde los inicios de la época imperial, pero incluso en la superglobalización del siglo XXI nuestras lealtades —y nuestras virtudes— se empeñan en seguir siendo locales. Justo porque queremos consumir los mismos bienes y compartir la misma cultura digital con desconocidos de todo el mundo, tememos perder las culturas en que se apoyan nuestras identidades. La paradoja más importante de la globalización es que, cuanto más compartimos, más insistimos en mantener aquello que no compartimos, como nuestros idiomas, nuestras religiones, nuestras costumbres y también nuestros valores. A consecuencia de ello, casi siempre expresamos nuestras virtudes en forma de lealtad a aquello que es local. La resiliencia de los habitantes de Fukushima, por ejemplo, es particularmente japonesa, e incluso específicamente regional. Es una capacidad de resistencia forjada durante generaciones por agricultores y pescadores en su relación con el mar y las inclemencias del tiempo. La confianza de los budistas birmanos es absoluta hasta que se topan con los musulmanes rohingya, momento en el que desaparece con rapidez y es sustituida por una desconfianza y un miedo que ningún discurso extranjero sobre los derechos humanos va a poder cambiar.

No debería sorprendernos que la globalización económica no haya venido acompañada por una globalización moral. Los derechos humanos no han calado en las costumbres locales y continúan formando parte sobre todo del discurso elitista de activistas, académicos y expertos jurídicos. Nuestras identidades como seres humanos siguen siendo locales, y las justificaciones que ofrecemos para nuestra vida moral no van destinadas al conjunto de los seres humanos, sino a las personas de carne y hueso que conocemos y por las que nos preocupamos, aquellas que forman el público del pequeño teatro de nuestras vidas. El universalismo moral —la idea de que nuestras elecciones morales dependen de aquello que debemos a los seres humanos constantemente y en todo lugar— es imposible porque, aunque somos humanos, nos identificamos sobre todo con aquello que nos hace distintos. Todo aquel que dice ser ciudadano del mundo ha nacido, no obstante, en un lugar concreto y disfruta de la seguridad que le confiere un pasaporte, o quizá varios de ellos, emitidos por estados soberanos. Incluso cuando los cosmopolitas quieren dejar a un lado sus orígenes, lo cierto es que siguen estando profundamente influidos por los lugares en los que comenzaron su andadura. Todos provenimos de algún lugar y, cuando tomamos decisiones morales y políticas relevantes, ese lugar influye de forma decisiva en ellas.

La fuerza de estas lealtades locales —y las virtudes a que dan lugar— supone un problema para todos nosotros. ¿Cómo conjugar la preferencia natural por los nuestros, por aquellos que son parecidos a nosotros, con las obligaciones derivadas de los derechos humanos para con los extranjeros que la globalización, y en particular los flujos globales de migración, traen hasta nuestras fronteras? Todos nos enfrentamos a este problema de parcialidad moral. Aunque las personas progresistas tienden a pensar que se trata de un problema ajeno, lo cierto es que nadie está exento del conflicto entre la lealtad a los suyos y la responsabilidad frente a los demás. Muchas de nuestras reglas morales en la política, como la prohibición del nepotismo y el favoritismo familiar, tienen por objeto restringir la prioridad natural que otorgamos a nuestros amigos y familiares.

Las convenciones sobre los derechos humanos que otorgan a los demandantes de asilo el derecho a obtener refugio en nuestros países pueden interpretarse como el equivalente a las reglas frente al favoritismo y al nepotismo de nuestra política nacional. Así, las convenciones sobre

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