A fin de cuentas

Aurelio Arteta

Fragmento

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UNA CONVERSACIÓN IMPRESCINDIBLE

 

 

 

Conforme a la oportuna distinción de David Hume (Sobre el género ensayístico), no estoy seguro de pertenecer a la especie de los hombres cultos o más bien a la de quienes él llama «conversadores». De lo que sí lo estoy es de este diagnóstico suyo cuya validez continúa por desgracia vigente: «El alejamiento del mundo culto respecto al de la conversación parece haber sido el gran defecto de la última era y debe de haber tenido una influencia muy negativa tanto en los libros como en los conversadores». ¿Alguien negará que aquel gran pensador de hace tres siglos podría estar refiriéndose a un aspecto central del mundo presente?

En la mayor parte de ocasiones los temas de nuestras charlas, chapoteando entre chismes y comentarios superfluos —prosigue—, no resultan los más adecuados para el entretenimiento de criaturas racionales. (Nada digamos si las tertulias han cedido su lugar a nuestras reuniones multitudinarias y al griterío del estadio o de la sala de fiestas...) Así ocurre que el tiempo pasado en compañía, según Hume, sería el menos provechoso de nuestra vida. Sólo los cultos podrían contribuir a cambiar las cosas cuando dejaran de estar encerrados en las universidades o aislados del mundo; es decir, con tal de que aceptaran salir de su guarida y convertirse también en conversadores. Por eso nuestro pensador se felicita de considerarse una especie de embajador «que va del saber a la conversación, y vuelta». Más todavía, defiende con entusiasmo lo que debía ser siempre pauta de existencia para filósofos y otros académicos escondidos: tener como «un deber constante» alcanzar una buena correspondencia entre uno y otro dominio.

Las páginas siguientes pretenden cumplir con ese deber a propósito del asunto que ahora más me interesa. Insisto así en la reflexión que inicié en mi libro anterior (A pesar de los pesares. Cuaderno de la vejez) y, al ponerme a ello, comenzaré por afrontar ciertas objeciones previsibles. Algo que invite a pensar a propósito de la vejez, y en su forzosa desembocadura, no despierta en estos tiempos precisamente gran entusiasmo. Como ya denunciara aquel filósofo inglés, tampoco serían cuestiones recurrentes en nuestras pláticas contemporáneas. Se dirá enseguida que bastantes tristezas trae por sí sola la existencia humana como para propiciarlas a propósito con estas reflexiones. Se objetará, en resumen, que se trata de temas morbosos, cuya meditación a nada conduce, como no sea a la amargura y hasta a la desesperación.

Los objetores, ¿repiten esto con convicción o expresan simplemente su primera estrategia de huida ante un problema ineludible? Pues será morboso para una mente enferma, pero a los otros ese pensamiento puede conducirnos, al contrario, a disfrutar más y más a fondo de la vida. Toca entonces rescatar a la vejez de la maraña de prejuicios que suelen desfigurarla, una tarea a la que ya se entregaron nada menos que Aristóteles o Montaigne y, en tiempos más recientes, Jean Améry o Simone de Beauvoir. El largo proceso de demolición de tales estereotipos no ha acabado. Se trata de quebrar la conspiración del silencio o del disimulo que pesa sobre esta etapa de nuestra vida, desechar esa imagen sublimada (las consabidas cordura y serenidad del viejo) en que apenas cabe reconocer al anciano de nuestros días ni seguramente de los pasados. Pues se diría que la mayoría de ellos, más que vivir, se limita ya a sobrevivir. En términos generales, el viejo tiende a ser una persona erizada de cautelas: se refugia en rutinas frente al tiempo que pasa, a falta de su anterior quehacer cultiva un mezquino tener, le domina la desconfianza ante el mundo y los hombres, rezuma hostilidad desde el sentimiento de desgracia que propicia su condición senil... Sí, debemos prevenirnos de todo ello. Como hace notar aquella pensadora francesa recién citada, «no sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos».

Lo que sabemos sin duda alguna es que todos moriremos y eso nos invita a convertir tan crucial acontecimiento en nuestra propia muerte. Digamos cuanto antes que la conciencia anticipada de esa muerte confiere su radical seriedad a la vida, lo que significa que todo lo que hacemos y cuanto nos ocurre va en serio y resulta irreparable. Soy mi más cercano espectador, el más interesado en mi propia felicidad, el mayor aficionado a mí mismo que conozco. Pues bien, ¿cómo no voy a estar sumamente ocupado con mi vida, si no tengo otra, y preocupado también por mi muerte, porque ella acabará conmigo? Sólo de anticipar ese final anunciado brota el afán de sacar el máximo partido a la propia existencia, así como el propósito de justicia universal y compasión hacia todos. En suma, las más hondas aspiraciones del ser humano.

Reconozco que en casos de instalación general en el engaño fingido, el hecho de que la mayoría no se atreva a hablar ni pensar sobre algo suele incitarme justamente a pensar y hablar de ello en voz alta. No vale hacer como los niños cuando cierran los ojos para así creer que el coco ya se ha ido. Después comprendemos que, sólo abriéndolos, adquiere uno el valor necesario para desafiar a lo temible. Seguro que perderemos la partida definitiva contra nuestro mayor enemigo, pero ahora mismo le vamos ganando: porque nos hemos atrevido a mirarle un poco más de cerca.

 

 

Esto es un diario o un dietario —llámese como se quiera— algo disfrazado. Si adopta un estilo fragmentario es porque surgió así, por fragmentos que luego fueron cosidos y ordenados temáticamente en unos pocos capítulos. Por eso mismo no llevan la fecha de su composición (salvo la primera entrada, para indicar su inicio), puesto que su orden cronológico era lo de menos. El texto no se refiere a cuanto le aconteció a su autor en el día a día, sino que recoge algunas de sus reflexiones durante los tres últimos años. En este caso, centradas por completo en la coyuntura vital en que me encuentro, la vejez y sus alrededores. Mi único propósito era asistir a tanta transformación como detecto en esta fase última de mi existencia y apropiármela con el pensamiento.

Confieso que en este quehacer la mayor tentación estriba en servirme de meditaciones ajenas, algunas clásicas y otras más recientes. Para decidir intercalarlas e incluir los comentarios que me sugieren, tienen que haberse convertido en casi tan mías como del autor que me las presta a fin de suscitar mis propias cavilaciones. Eso sí, a la hora de juzgar el resultado, rogaría al lector que me atribuyera —con la distancia debida— parecida intención a la de Nietzsche: «Siempre he puesto en mis escritos toda mi vida; ignoro lo que puedan ser los problemas puramente intelectuales». Pues —para volver a aquel Hume del comienzo— tampoco yo quiero perder contacto con los problemas comunes de los hombres, sino conversar sobre ellos. En particular, sobre eso que más tememos y más nos apena.

 

 

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