La ironía

Vladimir Jankélévitch

Fragmento

Prólogo, por Javier Gomá

PRÓLOGO

Javier Gomá 

Este es un libro sobre la ironía escrito por el filósofo francés Vladimir Jankélévitch. Así que este prólogo, que como todo prólogo se pone antes del libro (pro-logos) para invitar a su lectura, debería decir algo sobre la ironía, algo sobre Vladimir Jankélévitch y algo sobre el libro mismo, los tres elementos involucrados en el texto que el lector tiene entre manos.

Empecemos por la ironía, que, en la historia de la cultura, conoce dos grandes momentos: el clásico y el romántico. Cuenta W. Guthrie en su Historia de la filosofía griega que, en el siglo V a. C., la ironía no gozaba de buen cartel. La palabra eironeia arrastraba connotaciones negativas ausentes en su significado moderno: falsedad, hipocresía, disimulo, engaño. Platón, por ejemplo, la usa en Las leyes para referirse a los ateos que fingen religiosidad. Teofrasto designa al hombre que alaba a alguien en su presencia, pero lo critica por la espalda. Aristóteles lo considera una imperfección o defecto más o menos disculpable. En Retórica (321) leemos derechamente que la ironía es una muestra de desdén, pero este dictamen severo se suaviza en Ética a Nicómaco, cuando estudia el término medio de la virtud de la sinceridad (IV 7), cuyos extremos son, de un lado, la jactancia o fanfarronería del que exagera sus méritos y, de otro, la ironía, que los amengua. De los dos extremos, el filósofo prefiere la ironía porque evita la fea ostentación de las propias cualidades, siempre y cuando estas no sean demasiado manifiestas, pues, en ese caso, podría caer en la hipocresía.

Quizá en esta condescendencia de Aristóteles tuvo parte el recuerdo de Sócrates, que había hecho de la ironía una obra maestra. Al principio del diálogo platónico La República (I 336-337) Trasímaco interrumpe la conversación para exigir de Sócrates que se abstenga de hacer más preguntas y responda de una vez de forma clara y exacta qué entiende por lo justo. Contesta Sócrates con una declaración (irónica) de su inhabilidad: «Créeme, amigo. Lo que sucede es que no somos capaces de hacerla aparecer [la justicia]. Así es mucho más probable que seamos compadecidos por vosotros, los hábiles, en lugar de ser maltratados». Trasímaco se echa a reír y exclama:

¡Por Hércules! Esta no es sino la habitual ironía de Sócrates, y yo ya predije a los presentes que no estarías dispuesto a responder, y que, si alguien te preguntaba algo, disimularías [ironizarías], o cualquier otra cosa, antes que responder.

Aquí la ironía aparece cumpliendo una función en el discurso oral que los tratados de retórica denominan figura literaria al servicio de la utilitas (H. Lausberg, Manual de retórica literaria, § 902-904). Es, en efecto, una suerte de disimulo o afectación de ignorancia que trata de inducir al fanfarrón a reconocer la suya haciéndole hablar más de la cuenta por medio de preguntas aparentemente inocentes, pero en realidad capciosas. Sócrates fue, como es sabido, un ironista consumado, pero con estilo propio, más benevolente y mundano. Declarando que nada sabe y que espera aprender del interlocutor, le dirige preguntas —sobre la virtud, la justicia o el arte— que, tras varios rodeos dialécticos, acaban forzándolo a admitir que lo que pretendía saber no vale y que se encuentra en una posición de ignorancia parecida a la suya. Ahora bien, nadie llamaría hipócrita a Sócrates, porque no es de esos que, conociendo la respuesta verdadera desde el principio, se divierten burlándose de la estupidez de su rival. No: Sócrates no va a la conversación con una construcción teórica previa a la que quiera arrastrar al dócil discípulo, convertido en manso oyente, sino que invita a este a ser su compañero de investigación y a ir juntos en busca sincera de la verdad a través del método dialéctico de pregunta y respuesta. Es peculiar de Sócrates además el infalible buen gusto con que practica el arte de la ironía, dando siempre a sus palabras un matiz bienhumorado, picante y afable que invariablemente le hace acreedor de la confianza del otro.

Seguramente, en la ironía socrática había también una intención filosófica. Sócrates se distanció de las escuelas filosóficas dominantes en su tiempo, principalmente los filósofos de la naturaleza (los milesios) y los sofistas que por entonces habían hecho una ruidosa aparición en Atenas y logrado fascinar al estamento intelectual de la ciudad, que los contrató como maestros. A Sócrates no le interesó nunca el estudio de la naturaleza, sino solo del hombre, y creyó que los sofistas, que exigían salario por sus lecciones, eran unos falsos educadores. En la ironía socrática había también un ardid de distanciamiento respecto a su entorno intelectual (la Atenas del siglo V a. C.) y la denuncia indirecta de su momento histórico manifestada en la práctica de un sano relativismo epistemológico. Como ha sido notado alguna vez, Sócrates, cuyo pensamiento dio lugar a varias escuelas filosóficas, nunca creó la suya alrededor de su propia doctrina.

El segundo momento de la historia de la ironía, protagonizado por el Romanticismo de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, supone una exasperación de esta tendencia al extrañamiento de la realidad. Recuérdese lo que significa el movimiento romántico en la historia de la cultura: el grado máximo de autoconciencia de la subjetividad naciente. El yo moderno se hace plenamente consciente por primera vez de su carácter original, primario, fundante. En consecuencia, la objetividad del mundo —y no solo del entorno histórico-cultural que le toca a uno vivir, como en el caso de Sócrates, sino la realidad toda en su conjunto— es ahora dudosa, precaria, necesitada de justificación. Paralela al Romanticismo corre la escuela del Idealismo filosófico, que atribuye sustantividad solo al sujeto (la Idea de sujeto) y desrealiza el mundo objetivo, antes tan firme, consistente y seguro y ahora de una condición sumamente problemática. Si hubiera de compararse con la vida de la persona, el proceso se parece al descubrimiento de la intimidad por parte del adolescente, quien, embriagado por la profundidad de ese nuevo continente interior, pierde su ingenua confianza en el mundo exterior, el cual se le aparece de pronto como falto de seriedad, como un juego. He aquí el origen de la ironía romántica, que transita del registro histórico al metafísico.

Es Friedrich Schlegel en sus Diálogos sobre la poesía quien recupera el concepto de ironía para la literatura moderna, nos informa R. Wellek (Historia de la crítica moderna, t. 2). La relación irónica del yo con la realidad, pensada por la filosofía, se traslada a la relación, pensada por la poética, entre el escritor y su obra. La visión irónica nace de la conciencia de la multiplicidad de los elementos contradictorios del mundo que, sin resolverse nunca en una síntesis, se mantienen en una tensión perpetua que mutuamente los relativiza. Esa conciencia genera una sen

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