Identidad y amistad

Emilio Lledó

Fragmento

doc-1.xhtml

PRÓLOGO

DOS PALABRAS

 

 

 

 

Los orígenes de la cultura griega son siempre sorprendentes. Una de esas sorpresas, que nos invita a dialogar con ella, es su presencia y, en esa presencia, su actualidad. Es difícil descubrir en qué consiste el carácter clásico, quiero decir, enriquecedor en todo tiempo y útil en la gestión de nuestras dudas, de nuestra soledad, de nuestra necesidad de entender. Con las obras de esa cultura siempre es posible el diálogo: el saber que nos ofrece el lógos, esa escritura compartida, interpretada y asumida.

Ese saber tuvo siempre un principio fundamental, el de sustentar la concordia que, en su manifestación social, se transformaba en política, o sea, en organización de la vida colectiva, de la ciudad, de la polis.

Anticipándose a lo que muchos siglos después afirmaría Kant, los griegos intuyeron que los seres humanos solo pueden completarse colectivamente a través de la educación, que era, esencialmente, cultura, descubrimiento del sentido de las palabras, de lo que indicaban, del horizonte de ideas, de los sentimientos hacia los que nos llevan. Y había que percibir esta posible revolución, que yacía en el lenguaje, como un principio originador de la historia y —en un sentido más cercano, más inmediato— a su vez como una forma de educación.

En las palabras yacía, pues, una profunda enseñanza, una memoria que, como un espejo, daba luz a la mirada. Presente en las palabras, la memoria del pasado tenía que encontrar los cauces, los caminos que condujeran a cada presente. El «logro para siempre» del que hablaba Tucídides al comienzo de la Historia de la guerra del Peloponeso significaba la continuidad de aquellas experiencias,[1] de aquellos conceptos que nos transmitía en su escritura.

En el libro segundo de la República de Platón hay un texto inolvidable: «La ciudad nace porque se da la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo. Partiendo de ese principio, se funda la ciudad».[2] Ese principio, esa necesidad colectiva, basada en el «aire semántico» de las palabras, de sus múltiples y posibles sentidos, fue dando vida a esa ciudad.

Nuestro ser individual, nuestro estar en la naturaleza, recaía necesariamente sobre el ser del lenguaje. Un ser que hacía posible la vida de la inteligencia, de la sensibilidad, en la universalidad de las palabras. Porque el lenguaje que nos habían dejado la cultura y su escritura era también un obsequio sobre el que, por casualidad, habíamos nacido.

Había, sin embargo, un hecho diferenciador frente a la naturaleza que nos había forjado: El encuentro con la phýsis, con la naturaleza, no era esencialmente modificable, no podíamos cambiarlo. Pero esa naturaleza de los seres humanos, como descubrió el filósofo, poseía una luz peculiar que, más allá de las necesidades y de su realidad, podía modificarse, enriquecerse, inventarse. Tal descubrimiento fue el lógos, la palabra, la lengua, el aire semántico que señalaba el mundo.

Su humanización permitió establecer la comunidad de las palabras, la posibilidad de modificar, de establecer, de recrear otro sustento tan firme como el de la naturaleza que habitábamos. Tal sustento presentaba diferencias, frente al puro estar de la naturaleza. El estar de las palabras, de la comunicación que esa voz semántica permitía, era un ser. Un ser que presentaba ya un estar solidificado, un organismo coherente, una creación continua, una recreación desde la perspectiva de cada individuo que las utilizaba, que las hablaba. El latido que el universo del lenguaje hacía posible, en el uso que de él hicieran sus hablantes, acabó concretando y singularizando el hecho comunicativo.

De la identidad y la amistad, entre las muchas palabras que la cultura nos ha legado, tratan las páginas de este libro. En nuestro tiempo, abrumado por continuas noticias en las que intuimos el consabido término de «género humano», se está configurando, poco a poco, el «desgénero humano». Una degeneración que, en la medida de lo posible, habría que luchar por regenerar.

Es cierto que, como dijo el filósofo, «estoy cansado de pensar sobre palabras como el “bien” o la “justicia”; enseñadme de una vez a realizarlas». Y los únicos que pueden llegar a esa realización son los políticos, con tal de que estén llenos de decencia.

Como manifestación de una hermosa forma de amistad, tengo que agradecer a mi editora, Elena Martínez Bavière, la luminosa e inteligente lectura del original de estas páginas, por sus certeras observaciones y su asistencia en la organización del libro. Ha sido un regalo su ayuda a la hora de componer las páginas del epílogo, donde se vislumbran los trabajos que habría que emprender para que la realidad no nos desanime.

doc-2.xhtml

 

 

 

 

PRIMERA PARTE


La amistad griega

doc-3.xhtml

EL REFUGIO DE LA ÉTICA

 

 

 

 

Tal vez el concepto más problemático de nuestro tiempo, tan lleno de palabras problemáticas, sea el de «ética», que, junto con «democracia», «libertad», «derechos humanos», «verdad», «educación» y algunos otros no menos importantes, forma un espacio ideal por el que, muchas veces a ciegas, va caminando la sociedad. La repetición usual de estos términos, que configuran buena parte de los discursos políticos y de los comentarios, análisis, interpretaciones de los desbordantes medios de comunicación, los ha convertido, por el roce continuo con los intereses más o menos conscientes de quienes los emplean, en conceptos petrificados, inmóviles, incapac

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos