Seis semanas con los filósofos griegos

Ilaria Gaspari

Fragmento

cap-1

La felicidad de los antiguos

Vano es el discurso de aquel filósofo por quien no es curada ninguna afección del ser humano.

EPICURO

Hubo un tiempo en que el mundo era mucho más joven; la filosofía, entonces, era una invención completamente nueva, en manos del primero de los Siete Sabios, el protofilósofo: Tales.

Cuenta la leyenda que una noche, mientras daba un paseo y contemplaba muy atentamente las estrellas, sin fijarse en dónde pisaba, Tales tropezó y cayó en un pozo. Por desgracia, en las inmediaciones se encontraba una joven sirvienta de Tracia que lo vio acabar patas arriba y, evitando del todo echarle una mano, se echó a reír de él, que se dedicaba con afán a intentar conocer las cosas del cielo pero no veía nada de lo que tenía delante. Este ingenioso apólogo —con su luna en el pozo, la comicidad involuntaria del filósofo despistado, la sagacidad de la chica— ha tenido a lo largo de los siglos gran éxito: cuando se cita a Tales, no se pierde la oportunidad de contarlo, y a menudo se utiliza para reivindicar la superioridad de un sano sentido práctico sobre los caprichos de la pura especulación.

Pero quienes creen encontrar en la anécdota un buen argumento para reprochar a los filósofos la inutilidad de sus meditaciones harían bien en indagar cuándo apareció la historieta en la forma en que la conocemos, con Tales y la chica representando los papeles, respectivamente, del profesor distraído y de la persona sencillita pero con un sólido sentido común. Ocurre en el Teeteto, diálogo platónico en el que se refiere una conversación entre Sócrates —es él quien relata la desventura del sabio en el pozo, retomando el tema de una fábula de Esopo en la que quien tropieza es un astrónomo vanidoso— y el joven matemático Teeteo. La charla, según lo que revela el marco del diálogo, habría tenido lugar algunos años antes, en la víspera de la muerte de Sócrates. Y este es un detalle importante, porque todos sabemos (lo sabemos nosotros hoy, pero lo sabían aún mejor los atenienses de aquella época) cómo iba a morir Sócrates: en prisión, por decreto del estimado y viejo sentido común de sus conciudadanos, que ya no querían saber nada más de aquel insólito seductor y de su filosofía, y temían que corrompiera a sus jovenzuelos metiéndoles extraños pájaros en la cabeza.

A la luz del sombrío presagio de muerte anunciada en la mise en abîme del diálogo, la figura del filósofo escarnecido se funde con la del filósofo asesinado. Para Sócrates, de hecho, la risa de los que no sabían (o no querían) entender el significado de las investigaciones que llevaba a cabo, hurgando entre las cosas del mundo en pos de la verdad, adquirió una connotación atroz; y no resulta del todo irrebatible, insinúa Platón, confiándole precisamente a él la tarea de contar tal historia sobre Tales, que las sirvientas tracias siempre tengan razón.

Pero a menudo, y más a menudo aún en períodos de cambio y de crisis como la que estamos viviendo, la voz del sentido común se eleva un tono y reclama el derecho a decir que la filosofía es de todo punto inútil, una locura para los profesores distraídos que tropiezan con el primer obstáculo; ¿por qué deberíamos estudiarla, si no sirve para nada?

Y, por el contrario, sería mejor mirar a los antiguos griegos: porque para ellos, en esto mucho más modernos que nosotros, no tenía que existir una fisura entre la especulación y la vida. A sus ojos, la oposición entre teoría y praxis filosófica era en verdad lábil. Y la principal ambición del filósofo no era la de formular sistemas, ni especular de manera abstracta: como dijo en el siglo III a. C. el platónico Polemón, era en las «cosas de la vida» donde se hacía necesario ejercitarse, sobre todo. La filosofía era en primer lugar una elección, una forma de vida, y de hecho se practicaba en las escuelas; y las escuelas —que florecieron hasta el final de la era helenística, disfrutando de un gran éxito en tiempos similares a los nuestros en muchas cosas, tiempos de cambios y crisis, y de ansiosa búsqueda de felicidad— no eran lugares donde uno estudiaba y punto. Constituían auténticas comunidades, libres asociaciones en las que los discípulos se reunían alrededor de un maestro que hablaba, no para construir sorprendentes estructuras conceptuales ante sus ojos, sino para formarlos.

En las escuelas se compartían tiempo y hábitos, y se vivía una vida común de acuerdo con las normas y las enseñanzas impartidas por el maestro. En su orientación general, en sus principios, como escribió Pierre Hadot, «todas las escuelas filosóficas de la Antigüedad se negaron a considerar la actividad filosófica como puramente intelectual, como puramente teórica y formal, considerándola en cambio una opción que concernía a la vida y al alma en su totalidad». La filosofía no era un mero ejercicio especulativo, sino un compromiso espiritual.

La filosofía de las escuelas era, ante todo, un arte de vivir; un férreo entrenamiento dirigido no solo a estimular la inteligencia del discípulo, sino a transformar su existencia a través de una serie de reglas, de pensamiento y de vida. A través de dichas reglas se conforma una sabiduría que nunca se presenta como alternativa a la felicidad: al contrario, se hace realidad justo en la vida feliz del sabio, sobre todo en las escuelas nacidas a raíz de la enseñanza socrática.

La felicidad de los antiguos (εὐδαιμονία, eudaimonia: compuesta de εὖ [eu], «bien», y δαίμων [daimon], «espíritu, suerte») es un destino afortunado que uno se construye mediante la correcta postura del cuerpo y la mente; y es una forma casi heroica de fidelidad a uno mismo, de dedicación a la propia vocación natural, que es, precisamente, la de ser felices. Es un ejercicio de libertad: no solo ante las bromas del destino, ante los caprichos de las opiniones de los demás, o ante las fortunas y desgracias que la suerte nos impone, sino también y sobre todo ante nosotros mismos; ante los automatismos de los hábitos, ante las reacciones inmediatas que nos transforman en títeres a merced de un sistema de creencias aceptado de forma acrítica. Por eso las reglas de las escuelas trazan una secuencia de ejercicios que exigen que quienes los lleven a cabo cuestionen continuamente su propia disposición interna (y también la externa).

Todas estas escuelas están ya cerradas, y desde hace muchos siglos. De la inimaginable vida que debía de llevarse en el Jardín de Epicuro, o bajo el pórtico pintado de la Estoa, solo nos quedan fósiles dispersos, fragmentos de textos que han resistido el paso de milenios para hacernos llegar un rastro de las voces de maestros cuyas figuras se ven envueltas en un aura de leyenda.

Hoy estudiamos esas escuelas, y la filología nos proporciona valiosas herramientas para investigar sus secretos, analizar los documentos que perduran, reconstruir con conjeturas lo que ya se ha vuelto invisible. Podemos estudiarlas, podemos discutir las contradicciones en el seno de las diversas doctrinas, buscar las raíces de reglas y de tabúes; podemos observar los testimonios como Tales observaba el firmamento y la luna. O bien podríamos mirar hacia arriba nosotros también, y pensar que la luz de esas estrellas que ahora vemos, para llegar hasta nosotros ya tenía que estar de camino mientras Sócrates, a las puertas de la muerte, hablaba de la joven sirvienta tracia, e incluso m

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