Memoria de la ética

Emilio Lledó

Fragmento

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ÍNDICE

 

PORTADILLA

ÍNDICE

DEDICATORIA

PRÓLOGO

CAPÍTULO I. EL MUNDO HOMÉRICO

1. El maestro de todos los griegos

2. «Somos lo que hacemos»

3. La escritura del êthos

4. Los héroes hablan

5. «Padre de todas las cosas»

6. Aretḗ y agathón

7. El significado de la admiración

8. La «fama» del héroe

9. La muerte

10. Elegir la memoria

NOTA BIBLIOGRÁFICA

CAPÍTULO II. ARISTÓTELES Y LA ÉTICA DE LA POLIS

1. El êthos del lenguaje

2. Agathón

3. La negación del «bien en sí»

4. Télos

5. Polis

6. Eudaimonía y enérgeia

7. Aretḗ en el mundo

8. Paideía

9. El lógos de la aretḗ

10. La prâxis de la aretḗ

11. El «bien aparente»

12. Conocimiento y pasión

13. Téchne, saber y deseo

14. Epistéme y prudencia

15. La dificultad de vivir

16. El lógos de la responsabilidad

17. Deliberación

18. Proaírḗsis

19. Philía

20. Hacia la Política

21. El animal que habla

APÉNDICE

CAPÍTULO III. PARA UNA LECTURA DEL TEXTO DE LA ÉTICA

1. La «escritura» de Aristóteles

2. Las tres «Éticas»

3. El título de las «Éticas»

4. La «naturaleza» del êthos

5. El primer contexto de la ética

6. El reflejo del deber

7. La ruptura de la palabra

8. Intermedio del inmoralista

9. Una ética del lógos

10. De qué habla la ética de Aristóteles

11. El orden de la vida y el orden del lenguaje

12. Fundar el bien

13. Libertad y bien

14. Dramatis personae

NOTA BIBLIOGRÁFICA

CAPÍTULO IV. HORIZONTES DE LA ÉTICA

1. Lenguaje, ética y felicidad

2. La felicidad de los «guardianes»

3. La lucha por la ley (Heráclito, fragmento B 44)

4. Ética en la época helenística

Procedencia de los textos

NOTA

ÍNDICE DE PASAJES CITADOS

ÍNDICE DE NOMBRES PROPIOS

ÍNDICE DE MATERIAS

NOTAS

SOBRE EL AUTOR

CRÉDITOS

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A la memoria de mis padres.

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adorno

PRÓLOGO

 

 

 

Fue como el privilegio de la mirada. El descubrimiento de que el instinto de protección para el propio cuerpo, para la propia vida, tenía que completarse en el aprendizaje de las formas de relación hacia los otros. Una superación, en el espacio de lo colectivo, de los límites marcados por el egoísmo de la naturaleza. Como el privilegio de la mirada cuyo sentido consiste en traspasar la frontera de su solitaria claridad, ver otras cosas fue, en el fondo, reconocer que los ojos existen para llenarse de lo que no son ellos mismos, y que ver es, sustancialmente, aceptación e incluso sumisión a la alteridad. Una alteridad que, sin embargo, no nos transforma en otros sino que nos conforma, más intensamente, con nosotros mismos. Ver, pues, como una forma de saber. Y saber, como una forma esencial de existir, de ser. El conocimiento que, interpretando el mundo de lo real, estructura el espacio ideal, el microcosmos que nos constituye, llega a ser, así, un momento fundamental de lo humano, del animal que habla.

Por eso, el descubrimiento de lo otro, de los otros, necesitó ser dicho: sumirse en un espacio colectivo, asegurar, con la comunicación, la compañía de aquellos que, en el diálogo, habían de encontrar la confianza que alentaba en el centro de la individual soledad. Ver otras cosas sabiéndolas, implicó, además, que en la necesaria transmisión habría de reflejarse ese saber. Un saber organizador de la experiencia de los ojos, de la experiencia de los oídos que, con los poemas épicos, escucharon los primeros barruntos de algo parecido a aquello que se llamaría después «bien», «justicia», «belleza», «amor».

Aristóteles fue el primero que organizó el discurso moral; el primero que orientó esa mirada donde se reconstruye y plasma el mundo en reflejo. Un reflejo que sustentado en el lógos y anudado en la ya larga experiencia que condensa y transmite, se hace theoría. A la esencia misma de esta palabra corresponde la visión que manifiesta lo vivido en el esquema de su propia reflexión. Pero no de algo que estuviese fuera y que, como los ojos de la carne, tuviese que alimentarse, para serlo, de las cosas reales. La theoría era un reflejo que se construía en el aire de la mente y que se levantaba con el dúctil material de las palabras. Por ello, la theoría —lo visto en suma—, se reconstruía abstractamente sin la grávida realidad, e indiferente a la asunción que de ella habían hecho nuestros ojos.

La primera vez, pues, que el lenguaje se recreó en el reflejo de sus propios conceptos —«bien», «felicidad», «justicia», etcétera— tuvo lugar en esas páginas que, en la tradición filosófica, se agruparon bajo el sorprendente nombre d

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