Necesario pero imposible (Tetralogía de la ejemplaridad)

Javier Gomá Lanzón

Fragmento

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adorno

ELEVEMOS NUESTRO CANTO

Publio Virgilio Marón debe su posición de privilegio en el canon de la literatura universal a sólo tres títulos, tres obras paradigmáticas del clasicismo romano. En 42 a. C., con 28 años, este hombre retraído y delicado empezó a componer la primera de ellas, Bucólicas, también conocida como Églogas. Si en Geórgicas y Eneida Virgilio consigue prestarle al hexámetro severo ese acento lírico tan peculiar y reconociblemente suyo, Bucólicas suena, inversamente, a lirismo épico. Nueve de las diez églogas se inspiran en la poesía pastoril del griego Teócrito (310-250 a. C.), autor de unos Idilios ambientados en las regiones arboladas de Sicilia: allí Virgilio presenta a unos pastores que sufren por un amor lejano o desgraciado, se entretienen con cantos amabeos, evocan la muerte y la apoteosis de Dafnis, se lamentan del inevitable destierro o recuerdan a Menalcas, pastor y poeta, cuyas canciones elogian.

Pero una de las églogas, la cuarta, se aparta del modelo griego y, sacudiéndose las ondas de melancolía que bañan las otras, sorprende con un himno de esperanza profética. Virgilio declara con solemnidad que el vaticinio de la Sibila de Cumas, que anunció el retorno de una nueva edad de oro, se ha cumplido ya, precisamente en el año 40, coincidiendo con el consulado de Asinio Polión. La que se inicia será una edad como la de Saturno, al principio de los tiempos, presidida por la paz y por la abundancia de una naturaleza tan pródiga que los hombres estarán dispensados de trabajar y de comerciar. Nada de pastores o amores desdichados a la manera de Teócrito, otra es la índole de la materia tratada. De ahí esa llamada, en el proemio de la égloga, a elevar el tono:

Musas de Sicilia, elevemos un poco nuestro canto.

No a todos agradan las arboledas y los humildes tamarindos.

Si cantamos las selvas, sean las selvas dignas de un cónsul.[1]

Tras dedicar tres libros a la naturaleza y vicisitudes de la experiencia de la vida —Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo y Ejemplaridad pública[2]— llegada es la hora de aclarar la garganta y, como Virgilio, invocar a las Musas y atreverse a cantar cosas mayores (Sicelides Musae paulo maiora canamus, dice el hexámetro latino). Durante la investigación anterior, sostenida a lo largo de muchos años, habíase decretado una suspensión provisional del estudio de la esperanza.[3] Primero era preciso —ésa fue la tesis— abordar con parsimonia la descripción de la estructura de la experiencia sin permitir que apareciera confundida con otros elementos, culturales, míticos o religiosos, que difuminaran o incluso borraran la raya que la separa de éstos. Para evitar mixtificaciones inconvenientes, el análisis de la experiencia se deslindó escrupulosamente de cuanto no comparte sus propiedades empíricas y universales. Sólo una vez coronada la trilogía de la experiencia, Necesario pero imposible, último libro de un plan de cuatro trazado desde antiguo, levanta la suspensión decretada en esos preambula spei y, como corolario de ellos, introduce al fin la cuestión de la esperanza.

De todas las acepciones que tiene la palabra «esperanza» en el uso corriente, aquí se usará en un sentido muy ceñido. Se distingue de las expectativas de poseer un bien de los que están disponibles en el mundo de la experiencia —como felicidad, placer, salud, honor, poder, fortuna o éxito— y se refiere siempre a una expectativa trasmundana: la de que el hombre, después de la muerte, siga siendo un yo individual como antes de morir; en suma, aquello que el tratado clásico de filosofía designaba como la inmortalidad del alma.

Se trata de una preocupación primariamente humana. El libro privilegia el enfoque ontológico y antropológico sobre el teológico. Interroga sobre una hipótesis que, si fuera razonable creerla, aumentaría las posibilidades del hombre (antropología) y ensancharía el campo de una realidad no restringida a los límites de la experiencia observable (ontología). Cierto que se ocupa también de materias como la intervención de Dios en el sostenimiento de esa individualidad post mortem o su relación general con el mundo, que sólo admite ser calificada de desconcertante. Queda pendiente una monografía específica sobre Dios que llevaría el título de Deus absconditus y que habría de dar razón de su invisibilidad y su pasividad, teniendo en cuenta que la única alternativa a su ocultamiento, si no logra explicarse de alguna forma humanamente entendible, sólo puede ser la admisión de su inexistencia, lo cual sería recibido como un objetivo empobrecimiento por todos aquellos que son capaces de repetir los versos de Verlaine:

Ô mon Dieu, vous m’avez blessé d’amour

Et la blessure est encore vibrante

Ô mon Dieu, vous m’avez blessé d’amour.[4]

Pero ése sería otro libro. En éste, el protagonismo recae, se insiste, en el hombre, en su destino y en el universo de sus posibilidades existenciales.

Desde el Sócrates platónico hasta la segunda Crítica de Kant, el tratado sobre la inmortalidad del alma ha formado parte de pleno derecho de la gran tradición filosófica occidental. Después, durante el siglo XIX, desaparece súbitamente como tema filosófico y se entrega in toto a la teología y a la piedad religiosa. ¿Qué tienen que decir sobre el tema nombres como Hegel, Schopenhauer, Nietzsche, Wittgenstein, Heidegger, Ortega y Gasset o Sartre? Nada. Y la segunda mitad del siglo XX no hace más que confirmar aún más esta tendencia omisiva. Con pocas excepciones (Unamuno es una de ellas), la filosofía ha abdicado de pensar sobre materia tan trascendental para el individuo, asumiendo —la mayoría de las veces de forma sólo implícita, sin discusión, como asunto ya resuelto y decidido— el axioma positivista que concede a la experiencia del mundo el monopolio de la realidad.

Si toda realidad posible se resume en aquel mundo del que tienen experiencia directa los sentidos, es obvio que huelga cualquier cavilación filosófica acerca de una existencia humana individual después de l

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