Ejemplaridad pública (Tetralogía de la ejemplaridad)

Javier Gomá Lanzón

Fragmento

 LA CUESTION PALPITANTE

La pregunta con la que Julio Cortázar inicia Rayuela («¿Encontraría a la Maga?») se la esperaría uno más bien en el momento de mayor clímax de una novela, en su mitad más o menos, cuando han sido presentados los personajes, han entrado en conflicto y la intriga sobre sus destinos se apodera del lector anhelante. Él, en cambio, la pone atrevidamente al principio, abriendo una de las dos lecturas posibles de su libro, y yo me inspiro en ese donaire para hacer lo propio con el mío y formular sin más miramientos lo que, tomando prestada la expresión de un título de Pardo Bazán, es hoy, a mi juicio, la «cuestión palpitante».

Y la cuestión es ésta: la lucha por la liberación individual reñida por el hombre occidental durante los últimos tres siglos no ha tenido como consecuencia todavía su emancipación moral. Ha sido una causa dignísima esa pelea contra la opresión, la coacción y el despotismo ideológico que gravitaban sobre el yo, porque gracias a ella se ha ensanchado inmensa y dichosamente la esfera de la libertad individual. Un nuevo yo moderno, que había tomado consciencia de sí mismo, reclamaba sus derechos y, no sin esfuerzo, ha obtenido las garantías jurídicas y culturales que necesitaba. En nuestra época se ha consumado en una alta proporción el ideal de una civilización no represora. No digo, naturalmente, que no persistan represiones de todo género en nuestras sociedades, algunas muy graves, aún pendientes de remover, sino que la cultura vigente y la opinión pública mayoritaria las consideran ya ilegítimas: los poderes tienen capacidad para violar la libertad individual y de hecho lo hacen mil veces al día, pero ya no sin envilecerse ni desprestigiarse. En este sentido, la victoria está asegurada y es vano todo ese verboso discurso de guerra contra el tirano cuando éste hace años que yace sepultado bajo dos metros de tierra.

Ahora bien, la ampliación de la esfera de la libertad no garantiza un uso cívico de esa libertad ampliada. Abusamos, con sobrado énfasis, del lenguaje de la liberación cuando lo que urge es preparar las condiciones culturales y éticas para la emancipación personal. Basta abrir los ojos para contemplar el espectáculo de una liberación masiva de individualidades no emancipadas que ha redundado últimamente en el interesantísimo fenómeno, original de nuestro tiempo, de la vulgaridad. Llamo vulgaridad a la categoría que otorga valor cultural a la libre manifestación de la espontaneidad estético-instintiva del yo. Y su originalidad histórica consiste en conceder a esa exteriorización de la espontaneidad no refinada, directa, elemental, sin mediaciones, de un yo no civilizado, el mismo derecho a existir y ser manifestadas públicamente que los más elevados, selectos y codificados productos culturales, y ello por nacer, unos y otros, de subjetividades que comparten exactamente la misma dignidad. Este libro razona sobre la verdad, belleza y justicia de la vulgaridad, sólidamente instalada en nuestra cultura, y reclama para ella un respeto como emanación genuina de la igualdad. Se ha constituido por derecho propio en la categoría político-cultural capital de nuestro tiempo, con relación a la cual habrá de plantearse en el futuro toda propuesta civilizatoria que pretenda ser realista.

Sin embargo, la vulgaridad ha de ser tomada como un punto de partida, no como el puerto de arribada. Respetable por la justicia igualitaria que la hace posible, la vulgaridad puede ser también, desde la perspectiva de la libertad, una forma no cívica de ejercitarla, una forma, en fin, de barbarie. Imposible edificar una cultura sobre las arenas movedizas de la vulgaridad, ningún proyecto ético colectivo es sostenible si está basado en la barbarie de ciudadanos liberados pero no emancipados, personalidades incompletas, no evolucionadas, instintivamente autoafirmadas y desinhibidas del deber. De ahí la oportunidad de un programa de reforma de la vulgaridad como el que se propone en este libro. Si a alguien le parece ésta una idea demasiado ingenua, le diré que acierta más de lo que cree, porque he hecho de la ingenuidad mi método filosófico.[1]

Tanta lucidez como la pródiga Fortuna ha repartido por todos los entendimientos —el más simple de ellos es hoy un cínico filósofo de la sospecha, sutil crítico de las ideologías, debelador de tradiciones metafísicas milenarias y osado deconstructivista— corre el riesgo de ser paralizante para el hombre y de mineralizar aquello que toca, como una alquimia inversa que convirtiera el oro en carbón. Donde Kant admiraba el cielo estrellado sobre sí y la ley moral dentro de sí, en su conocida sentencia, hoy sólo somos capaces de ver, en el espacio exterior, una monótona inmensidad de materia inerte y, en lo íntimo de la psique humana, perversos instintos y pulsiones destructivas. Las genealogías, las arqueologías y las etimologías —tres de las modalidades de la lucidez postmoderna— nos han enseñado el oculto origen de todos los saberes y la ilegitimidad de todos los poderes, los mezquinos condicionantes de los deseos y de los sentimientos del hombre, las turbias motivaciones de su comportamiento, y los injustos presupuestos ideológicos de las culturas. Nos han hecho más conscientes y más libres —¡eterno tributo de homenaje por ello!— pero han dejado sin resolver la cuestión palpitante antes referida, que se resume en la reforma de la vulgaridad y a la que sólo se llega atravesando un poco ingenuamente la nube luminosa del escepticismo, el relativismo y el pluralismo que la lucidez trae consigo.

Desde una cierta perspectiva, es una especie de milagro que el hombre acepte reformar su vulgaridad de origen y asuma las consecuencias morales de su «urbanización», pues conlleva inhibir sus instintos, aplazar la gratificación inmediata de sus deseos y enajenar su libertad. Pero en eso consiste la emancipación moral, en pasar de una ociosidad subvencionada, típica de la minoría de edad, a experimentar la doble especialización de la vida madura, la del corazón y la del trabajo, fundar una casa y desarrollar un oficio al servicio de la comunidad. No se trata sólo de socializarse para ser responsable y productivo en hijos y obras, siendo esto importante, sino de hallar en ese proceso de socialización el único camino para una individualidad más auténtica. Muchos tienen casa y trabajo, pero los sienten como un estorbo tan necesario para subsistir, consumir y relacionarse como, en el fondo, molesto y castrante para el individuo, hallando las fuentes de su identidad y de su autorrealización subjetiva en el sueño de una adolescencia prolongada, libre y sin angustia, en estado de eterna autoposesión. Es mucho más difícil y más delicado —y más infrecuente— el refinamiento de esas personalidades evolucionadas que se han emancipado de sí mismas por haber culminado con éxito el proceso de socio-individuación personal.

Durante largos siglos, el menor de edad que se hallaba en fase de formación consentía en adecuar su estilo de vida a los requerimientos sociales compelido por la presión irresistible de un complejo de factores que conspiraban para obrar en un yo indefenso y dócil esa transformación. El principio de autori

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