Breviario para políticos

Giulio Mazarino

Fragmento

cap-1

PREFACIO

LOS SIGNOS DEL PODER

por Umberto Eco

Hablemos francamente. Todo lo que sabemos del cardenal Mazarino (a excepción del nombre, apenas entrevisto en los manuales escolares hacia el final de la guerra de los Treinta Años) nos lo enseñó el Dumas de Veinte años después. Cardenal especialmente odioso, individuo siniestro, crápula y simulador, comparado con su eminente predecesor, el gran Richelieu, que sabía vencer a sus enemigos y conceder el título de mosquetero a quien lo merecía, Mazarino miente, falta a su palabra, paga a regañadientes las deudas, manda envenenar al perro del duque de Beaufort, adiestrado para ladrarle. Un bribón italiano, al que Beaufort llama «el ilustrísimo bellaco Mazarino». Es un vil, un perjuro, un cobarde que se desliza, al caer la noche, en el lecho de Ana de Austria, la que en otro tiempo había sabido amar a hombres de la talla de Buckingham. ¿Es posible que Mazarino fuese un granuja de tal calaña? Sabemos que Dumas, cuando describía a los personajes históricos, no inventaba: cargaba las tintas, dramatizaba, pero sin perder de vista las fuentes, las crónicas, los memorialistas, incluso tratándose de personajes imaginarios; ¡imaginaos en el caso de un hombre del peso de Mazarino! De modo que leamos con toda confianza.

Ignoro si Dumas conocía este Bréviaire des politiciens atribuido a Mazarino. Podría ser, ya que el libelo aparece en latín en 1684, en un incierto editor de Colonia, y luego es ampliamente traducido y divulgado a lo largo de los siglos siguientes. No obstante, todo hace pensar que Dumas tan solo oyó hablar de la obra. En efecto, si nos limitamos a leer superficialmente el texto y a hacer un breve resumen, se nos aparece un Mazarino a la manera de Dumas, un Maquiavelo de tres al cuarto que se las ingenia para trucar su aspecto exterior, sus festines, sus palabras y sus actos con objeto de ganarse la benevolencia de sus señores y hundir a sus enemigos en los más negros abismos, arrojando la piedra y escondiendo inmediatamente la mano entre sus amplias mangas. En cambio, si lo leemos a fondo, se nos aparece un personaje que, pese a seguir siendo el que Dumas supo describir tan bien, nos sorprende al menos por su complejidad, su lucidez y el elevado rigor teórico de su muy humana deshonestidad planificada.

El libro, podréis objetarme, no es suyo; se trata de una antología de sus máximas, ya fueran palabras o actos. En este caso, ¿por qué no leerlo como una sátira, entendida al modo como algunos han interpretado a Maquiavelo, es decir, como la obra de un hábil moralista que, fingiendo dar consejos al príncipe, «lo despoja de sus laureles y [lo] desvela al pueblo», como afirma Ugo Foscolo en De los sepulcros? En cualquier caso, el autor de ese libelo —Mazarino o quienquiera que sea— se tomaba en serio lo que escribía, ya que en el siglo XVII —Croce nos lo recuerda en La historia de la edad barroca en Italia— «la simulación y la disimulación, la astucia y la hipocresía eran, debido a las condiciones opresivas de la sociedad de la época, artes muy practicadas, que inspiraban numerosos tratados de política y de prudencia».

El texto de Maquiavelo era más bien un tratado de la imprudencia, que osaba proclamar en voz alta y clara la forma en que debía actuar el príncipe para el bien de todos. El único problema es que luego llegaron la Contrarreforma y la casuística jesuita: los trataditos del siglo XVII ya no enseñan la manera de defenderse en un mundo de príncipes desleales y ya demasiado maquiavélicos a conciencia, a fin de salvar su dignidad interior o su integridad física, o bien para hacer carrera.

Antes del breviario de Mazarino, aparecen en el escenario cultural otros dos, mucho más conocidos: Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián (1647) y La disimulación honesta de Torquato Accetto (1641). Aunque inspirado en el mismo tema, el breviario de Mazarino parece original en sus descaradas intenciones. Gracián y Accetto no eran hombres de poder, y su dolorosa meditación versa sobre las técnicas con las que, en tiempos difíciles, la gente podía defenderse de los poderosos. En el caso de Gracián, se trataba de intentar vivir en armonía con sus semejantes sufriendo lo menos posible (a pesar de esto, padeció bastante en su vida, y se mostró menos prudente de lo que predicaba); en cuanto a Accetto, su problema no era simular lo que uno no es (hubiera sido engaño) sino disimular lo que uno es, a fin de no irritar en demasía a los otros con las virtudes propias (la cuestión no era saber cómo causar daño sino cómo no recibirlo). Mazarino difiere mucho de ambos: establece el programa de un hombre que, aprendiendo a ganarse los favores de los poderosos, a hacerse amar por sus súbditos y a eliminar a sus enemigos, consigue conservar el poder gracias a las técnicas de la simulación.

Simulación, no disimulación. Mazarino (o el que escribe el texto) no tiene nada que disimular: nada, porque el personaje queda reducido únicamente a su proyección como imagen externa. Véase el primer capítulo, titulado fingidamente «Conócete a ti mismo». Comienza con un aforismo sobre la necesidad de estudiarse atentamente a fin de saber si uno está «dominado por alguna pasión» (e incluso aquí la cuestión no es «¿quién soy yo?», sino «¿qué imagen doy de mí mismo?»), y continúa inmediatamente designando un sí mismo que no es más que una máscara, sabiamente construida: Mazarino tiene una idea muy clara del sujeto como producto semiótico, y Goffman debería leer este libro, auténtico manual para la dramatización total del Yo. Se perfila aquí una idea de profundidad psíquica hecha enteramente de superficialidad.

Nos encontramos ante un modelo de estrategia «democrática» (¡en la época del absolutismo!), ya que las instrucciones sobre los medios de obtener el poder a través de la violencia son muy escasas y extremadamente mesuradas; y si hay violencia, nunca es directa, sino siempre a través de persona interpuesta. Mazarino nos ofrece una imagen espléndida de la consecución del poder mediante la pura y simple manipulación del consenso. Cómo gustar no solo a su señor (axioma fundamental), no solo a sus amigos, sino también a sus enemigos, a los que hay que elogiar, engatusar, convencer de nuestra buena voluntad y de nuestra buena fe, para que mueran, pero bendiciéndonos.

Quisiera insistir de nuevo en el primer capítulo, que me parece fundamental. Por lo general, el conócete a ti mismo se interpreta como un conocimiento del alma. En cambio aquí, todo se refiere a la apariencia exterior, y la frase significa: estudiar la manera como nos damos a conocer a los demás. En cuanto a las máximas que se refieren a los otros, también insisten en los síntomas, los signos reveladores, tanto para las naciones, las ciudades y los paisajes como para los amigos y los enemigos. Cómo descubrir si un hombre es un fabulador, si ama a otro, si le odia; y los consejos son muy sutiles, como por ejemplo: «Haz grandes elogios de una persona en presencia de un tercero. Si este último permanece en silencio, es que no es amigo del primero. […] Otra posibilidad: […] Salúdale de parte de ese amigo supuesto, o anúnciale que has recibido malas noticias de él, y observa su reacción». Del mismo estilo son los métodos para saber si un hombre es capaz de guardar un secret

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