El libro de los filósofos muertos

Simon Critchley

Fragmento

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

Este libro parte de una simple suposición: lo que en la actualidad define la vida humana en nuestro rincón del planeta no es sólo un miedo a la muerte, sino un terror desbordante a la desaparición. Es un pánico ante la inevitabilidad de nuestra defunción, con sus perspectivas futuras de dolor y posiblemente de sufrimiento sin sentido, como ante lo que hay en la tumba, más allá de nuestro cuerpo encerrado en una caja claveteada y entregado a la tierra para que se convierta en pasto de los gusanos.

Por un lado se nos anima a negar el hecho de la muerte y a lanzarnos de cabeza a los placeres aguados del olvido, de la intoxicación, y a la estúpida acumulación de dinero y de posesiones. Por otra parte, el terror a la muerte nos empuja ciegamente a creer en las formas mágicas de la salvación y en las promesas de inmortalidad que ofrecen ciertas variedades de la religión tradicional y muchas patrañas New Age (y algunas bastante más anticuadas). Parece que vamos buscando o bien el consuelo transitorio del olvido momentáneo o bien una redención milagrosa en la otra vida.

En marcado contraste con nuestro intoxicado deseo de evasión y huida, el ideal de la muerte filosófica tiene esa capacidad de abrirnos los ojos. Como dice Cicerón, y ese sentimiento era axiomático para la mayor parte de la filosofía antigua y resuena a lo largo de las épocas, «filosofar es aprender a morir». Desde este punto de vista, el principal objetivo de la filosofía es prepararnos para la muerte, proporcionarnos una especie de formación para la muerte, fomentar una actitud hacia nuestra finitud que afronte —a vida o muerte— el pánico a nuestra desaparición sin ofrecer promesas de un más allá. Montaigne menciona la costumbre de los antiguos egipcios, quienes, durante sus elaborados banquetes, hacían traer una gran efigie de la muerte —a menudo un esqueleto humano— a la sala del ágape, acompañada de un hombre que exclamaba ante los comensales: «Bebed y sed felices, porque cuando estéis muertos estaréis así».

Montaigne extrae la siguiente moraleja de su anécdota egipcia: «De modo que me he acostumbrado a tener la muerte continuamente presente, no sólo en mi imaginación, sino en mi boca».

Filosofar es, pues, aprender a tener la muerte en la boca, en lo que uno dice, en lo que come y en la bebida que degusta. Así es como podríamos empezar a enfrentarnos al terror de la muerte, ya que, en última instancia, es el miedo a la muerte lo que nos esclaviza y nos empuja a la inconsciencia provisional o bien a un anhelo de inmortalidad. Como dice Montaigne: «Quien ha aprendido a morir ha desaprendido a ser un esclavo». Es una conclusión asombrosa: la premeditación de la muerte es nada menos que la anticipación de la libertad. Intentar escapar a la muerte es, por tanto, seguir cautivos y huir de nosotros mismos. La negación de la muerte es el odio a sí mismo.

En la antigüedad era un lugar común pensar que la filosofía aporta la sabiduría necesaria para afrontar la muerte. Es decir, que el filósofo mira a la muerte a la cara y tiene la fuerza necesaria para decir que no es nada. El modelo original de semejante muerte filosófica es Sócrates, sobre el que volveré con más detalle. En el Fedón insiste en que el filósofo debe mostrarse alegre ante la muerte. De hecho, va más allá y dice que: «Los verdaderos filósofos hacen del hecho de morir su profesión». Si uno ha aprendido a morir filosóficamente, entonces el hecho de nuestro fallecimiento puede afrontarse con autocontrol, serenidad y valentía.

Esa sabiduría socrática encuentra una expresión aún más radical varios siglos más tarde en el estoicismo de Séneca, quien afirma que «el que no sepa morir bien vivirá malamente». Para él, el filósofo disfruta de una larga vida porque no se preocupa por su brevedad. Lo que intenta enseñar el estoicismo es «algo grande y supremo y casi divino», es decir, cierta tranquilidad y calma ante la muerte.

Séneca sabía de qué hablaba, ya que casi fue condenado a muerte por Calígula en el año 39 d.C. y fue desterrado por Claudio, acusado de adulterio con la sobrina del emperador en el año 41. Finalmente, cuando ya era la figura intelectual más importante del mundo romano y uno de sus administradores más poderosos, Nerón le obligó a suicidarse en el año 65. Séneca escribe, de forma profética:

Yo sabía en qué pendenciera compañía me había puesto la Naturaleza. A menudo el estruendo de un edificio que se derrumba ha resonado junto a mí. A muchos de aquellos a quienes el foro, el senado y la conversación cotidiana juntaron conmigo se los llevó una noche, dividiendo las manos unidas en amistad. ¿Debería sorprenderme que los peligros que siempre me han rondado me alcancen a mí algún día?

Ahora bien, aunque la forma concreta de la muerte de los filósofos no siempre es tan noble como la de Sócrates o Séneca, yo quiero defender el ideal de la muerte filosófica. En un mundo donde la única metafísica en la que cree la gente es o bien el dinero o bien la ciencia médica, y donde la longevidad se valora como un bien incuestionable, no niego que se trata de un ideal difícil de defender. Sin embargo, estoy convencido de que la filosofía puede enseñarnos a estar preparados para la muerte, sin lo cual cualquier concepción y cualquier bienestar, por no decir cualquier felicidad, es ilusoria. Aunque pueda parecer extraño, mi constante preocupación en estas páginas aparentemente morbosas es el significado y la posibilidad de la felicidad.

En líneas muy generales, éste es un libro sobre cómo han muerto los filósofos a lo largo de la historia y sobre lo que podemos aprender de la filosofía acerca de la actitud idónea ante la muerte y la agonía. Mi esperanza, para hacerme eco de la cita inicial de Montaigne, es «hacer un registro comentado de las distintas muertes». Mi apuesta consiste en que aprender a morir también podría enseñarnos a vivir.

Permítaseme una advertencia y unas palabras sobre la forma de El libro de los filósofos muertos. El libro incluye breves, y en ocasiones brevísimas, entradas sobre diferentes filósofos, catalogando la forma de su muerte y a menudo relacionándola con sus ideas principales. La dimensión de las entradas varía de una frase o dos hasta el ensayo breve en el caso de los filósofos de mayor importancia, o de los que yo valoro particularmente. Por ejemplo, el lector encontrará comentarios más exhaustivos y recurrentes sobre figuras como Sócrates, Diógenes, Epicuro, Lucrecio, Zhuangzi, Séneca, Agustín, Tomás de Aquino, Montaigne, Descartes, Locke, Spinoza, Hume, Rousseau, Hegel, Schopenhauer y Nietzsche. También he dedicado mucha atención a pensadores del siglo XX como Wittgenstein, Heidegger, Ayer, Foucault y Derrida. Las entradas están ordenadas cronológicamente desde Tales en el siglo VI a.C. hasta la actualidad. Están subdivididas en una serie de capítulos que reflejan las principales épocas en la historia de la filosofía. No obstante mi cron

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