Teoría de La Religión

Georges Bataille

Fragmento

libro-2

PRÓLOGO
UN MÍSTICO CARNAL

Fernando Savater

Hace varias décadas o, mejor dicho, en una vida anterior, me dediqué a traducir para Taurus casi simultáneamente a E. M. Cioran y Georges Bataille. A Cioran se lo propuse yo al siempre alerta Jesús Aguirre, director de la editorial, que para mi sorpresa no lo conocía (por entonces daba por descontado, no sin motivos, que Jesús lo sabía todo del mundo literario); en cambio, a Bataille fue él quien me lo propuso, descubriéndome un autor que yo ignoraba, lo cual no tenía nada de raro. Por aquel entonces traducir era para mí una dichosa aventura, como casi todo lo demás, aunque económicamente resultase poco rentable. ¡Cioran y Bataille!: en cuanto a los temas, tenían bastantes parentescos, su afición a los místicos y sobre todo a las místicas (¡Ángela de Foligno!), su afán de trascendencia a partir de lo aparentemente intrascendente, sus veleidades religiosas que renunciaban a la fe y provocaban el desconcierto o el escándalo de cualquier ortodoxia, el retorno constante (o, mejor dicho, la presencia ininterrumpida) de la muerte…

Pero ahí acababan sus parecidos. Cioran tenía la obsesión de la lengua clásica, sin ambigüedades ni equívocos, y repudiaba cualquier licencia a costa de la gramática. Su francés era aprendido y por tanto padecido; estaba secretamente orgulloso de escribirlo mejor que tantos franceses de pura cepa. Bataille, en cambio, se mueve por la lengua en ropa de casa, como un propietario seguro de sí mismo y por tanto descuidado, sin consultar el reglamento, à la diable; buen francés es lo que escribe un evidente e innegable francés como él. Cioran se somete al idioma y lo trata como si fuera una de aquellas grandes damas ilustradas del XVIII, cuyos salones literarios tanto le fascinaban, con veneración y respeto no exento de sofisticadas picardías. Bataille lo maneja con desenvoltura de bebedor lascivo que palmea el trasero de la moza garrida cuando le sirve las copas de su capricho. El uno dispara dardos aforísticos con el tino implacable de la desesperación, el otro gime y balbucea en los arrebatos convulsos de la orgía que nos desordena por dentro y por fuera. Y yo entre los dos, corriendo de un cuarto a otro del burdel con la palangana de la traducción. A veces sudaba sangre pero, como tenía veintipocos años, también disfrutaba un montón y aprendía mucho, muchísimo. Aún vivo de lo que entonces aprendí.

Un día le comenté a Cioran que estaba traduciendo a Bataille. Él no solía hablar mal de nadie, sobre todo si veía que me interesaba; cuando no tenía elogios, se limitaba a lanzar una especie de sonidos inarticulados que lo mismo podían expresar admiración inefable que asco, mientras se pasaba la mano por el pelo siempre revuelto. Pero en el caso de Georges Bataille no ocultó que no era santo de su devoción, por decirlo de una manera piadosa. En los años cincuenta asistió a una conferencia suya que me caricaturizó de manera muy expresiva (Cioran tenía una vis cómica notable, a la que daba rienda suelta de vez en cuando). Según él, Bataille hablaba de manera ininteligible, se embarullaba en los papeles desparramados por la mesa y nunca encontraba lo que buscaba, sin perder jamás la seriedad. Esto último era lo peor de todo para Cioran, el tomarse en serio a uno mismo. A él le pasaba todavía en sus libros escritos en rumano, a ratos bastante lúgubres, pero afortunadamente se curó esa tara cuando comenzó a escribir en francés. Hasta el punto de que algunas de sus últimas obras son auténticos monumentos de humor negro, comparable en ese campo al mejor Beckett. En cambio Bataille, a pesar de sus elogios de la risa desenfrenada, carece de sentido del humor (al menos en sus ensayos; sus novelas eróticas tienen algunos golpes buenos), lo cual —unido a lo arrebatadamente desordenado de su forma de expresarse— no podía ganarle los favores del rumano. A partir de esa desdichada conferencia (que quizá a nosotros nos hubiera gustado, quién sabe), los dos autores quedaron definitivamente apartados por una red de burlas.

Los místicos piadosos a los que estamos más acostumbrados, como Juan de la Cruz o Teresa de Ávila, utilizan en sus escritos descripciones vívidas y apasionadas tomadas del lenguaje erótico como metáforas del arrobo espiritual del alma en su encuentro subyugante con la divinidad. Pero no debemos suponer que esos autores han disfrutado real y efectivamente de los placeres sensuales que les sirven como símil literario, por mucho que Bernini represente con malicia artística demasiado sugestiva el éxtasis de Teresa saboreando el dardo de un ángel muy guapo. El caso de Bataille es casi inverso. Él se mueve literalmente en el desarreglo de los sentidos, entre cuerpos desnudos poseídos por el deseo y el alcohol que ofrecen sus secretos más obscenos a quien los goza tratando de llegar a través de ellos a la visión mística. Frente a la rutina social de lo utilitario, de las conductas-herramienta que se justifican por su rentabilidad comercial, Bataille aspira a lo sagrado como despilfarro sublime, como intensidad pura puesta al servicio de nada, de la nada ardiente en la que alcanza su ápice la subjetividad humana y luego desaparece. El momento en que el cuerpo trasciende la habitual sumisión a las necesidades individuales y colectivas es, por una parte, el erotismo, o sea, la rebelión indagatoria contra la maldición reproductiva que ya aborreció Schopenhauer; y, por otra parte, la muerte, el sufrimiento estéril y ciego de la muerte icónicamente representado en ese chino sometido al tormento que le obsesionaba. Influido por Hegel (que para él era el de Alexandre Kojève, a cuyas célebres conferencias asistió) y por Nietzsche, este místico carnal desborda y balbucea mientras Francia, junto a Europa, padecen un terrible conflicto bélico seguido de una confusa posguerra. Georges Bataille no es un autor para estudiar ni para darnos lecciones sosegadas que amplíen nuestro currículo; es más bien un compañero de borrachera que en las horas turbias de la madrugada nos repite jaculatorias que apenas entendemos pero que evocan en nosotros el rumor estremecedor y atractivo de lo inmanejable. O lo sagrado, si nos atrevemos a llamarlo así.

San Sebastián, abril de 2018

libro-3

Teoría de la religión

Texto establecido por
Thadée Klossowski

libro-4

 

Es el Deseo quien transforma al Ser revelado a él mismo por él mismo en el conocimiento (verdadero) en un «objeto» revelado a un «sujeto» por un sujeto diferente del objeto y «opuesto» a él. Es en y por, mejor todavía, en cuanto que «su» Deseo como el hombre se constituye y se revela —a sí mismo y a los otros— como un Yo, como el Yo esencialmente diferente de, y radicalmente opuesto a, el No-Yo. El Yo (humano) es el Yo de un —o del— Deseo.

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