La soberanía del bien

Iris Murdoch

Fragmento

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IRIS MURDOCH: ENTRE LA FILOSOFÍA Y LA NOVELA

Andreu Jaume

 

 

 

 

Goodness is giving up power and

acting upon the world negatively.

The good are uninimaginable.

IRIS MURDOCH,

The Sea, the Sea.[1]

 

 

No abundan, sobre todo en el mundo anglosajón, ejemplos como los de Iris Murdoch, que durante toda su vida cultivó la novela y la filosofía con ambición y extrema independencia, indiferente a las modas y siendo muy consciente de las limitaciones de ambas. «La literatura hace muchas cosas, la filosofía sólo una», dijo en alguna ocasión, como protegiéndose del título equívoco y peligroso de «novelista filosófica» con que tantas veces se intentaba definirla.[2] A menudo, la novela que especula filosóficamente descuida las leyes del género de una manera que ella nunca se permitió, a pesar de que su propia educación en la materia determinó con frecuencia algunos aspectos de sus tramas, como el ambiente intelectual en el que viven sus personajes y, sobre todo, la transformación moral que sufren y cuyos mecanismos tienen que ver con las preguntas filosóficas que siempre le interesaron. De todos modos, hay que cuidarse mucho de explicar sus novelas a la luz de su filosofía, puesto que ella misma sabotea con saña sus ideas en sus ficciones, convirtiéndose así –y es en eso un caso rarísimo– en su más acérrima enemiga. Como afirma en uno de sus ensayos, es importante preguntarse de qué tiene miedo un filósofo.[3]

La trayectoria vital e intelectual de Iris Murdoch es tan peculiar y excéntrica como su propia obra. Aunque nacida en Dublín, en 1919, pertenecía a una familia protestante y pronto se trasladó a Inglaterra. En 1938 ingresó en el Somerville College de Oxford, donde estudió Mods and Greats, es decir, filología clásica, historia antigua y filosofía, un itinerario académico diseñado en el siglo XIX por el platonista Benjamin Jowett para equipar humanísticamente a los altos funcionarios del Estado. Allí Murdoch coincidió con una brillante generación de mujeres como Mary Midgley –la autora de Bestia y hombre (1978)–, Philippa Foot o Elizabeth Anscombe –la discípula de Wittgenstein–, que acabarían por ocupar lugares muy destacados en la filosofía de su tiempo. En el Oxford de aquellos años, poblado de exiliados europeos, sobre todo de judíos alemanes, Murdoch acusó principalmente la influencia de dos profesores, Eduard Fraenkel y Donald M. MacKinnon. Fraenkel, discípulo de Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf, había huido de Alemania en 1933 y ocupaba la cátedra de latín en el Corpus Christi College, donde por las tardes impartía también un seminario sobre el Agamenón de Esquilo para profesores y alumnos aventajados entre los que estaba la propia Murdoch, que nunca olvidó los comentarios sobre el «himno a Zeus» de esa obra, en especial los referidos a estos versos:

 

Zeus, sea quien sea, si le es grato llamarse así,

con este nombre le llamo. No puedo pensar,

después de sopesarlo todo, sino en Zeus,

si hay que expulsar de la mente

el dolor que enloquece con verdad.

[...]

Aquel que guió a los mortales

en la sensatez y estableció como ley:

«sufriendo se aprende».[4]

 

Esa reflexión sobre el origen del dolor y los males del hombre resultó seminal para Murdoch, que mantuvo siempre con su maestro una relación muy cercana, rayana en lo erótico, pero también muy tensa, ya que Fraenkel nunca le perdonó que abandonara el severo estudio de la filología por la filosofía y la novela. Por su parte, el excéntrico MacKinnon introdujo a Murdoch y a sus compañeras en las grandes cuestiones filosóficas, morales y espirituales, despertando un interés por el problema del bien que ya nunca se apagaría.

Tras graduarse con honores en 1942, Murdoch trabajó como funcionaria en el Tesoro y luego sirvió en la UNRRA, una institución de Naciones Unidas dedicada a asistir a personas desplazadas por la guerra, un trabajo que la llevaría a Bélgica y Austria y en el que viviría escenas duras de desarraigo y penuria. En aquella época empezó a interesarse por el existencialismo –la corriente filosófica dominante en la Europa de entonces– y en 1945 conoció en Bruselas a Jean-Paul Sartre, a cuya obra novelística dedicaría su primer libro, Sartre. Romantic Rationalist (1953).[5]

Después de la guerra, Murdoch reemprendió su carrera académica en Cambridge, donde cursó un posgrado y entró en contacto con el círculo de Wittgenstein, que se retiró de la docencia en 1947, justo el año en que ella llegó a esa universidad. Aunque no pudo asistir a sus clases, conoció al filósofo austríaco y participó del culto a su figura y su obra que practicaban discípulos suyos como John Wisdom, Yorick Smythes, Georg Kreisel, Wasfi Hijab o la ya mencionada Elizabeth Anscombe, que le pasó la traducción que acababa de hacer de las Investigaciones filosóficas, publicadas póstumamente en 1953. Los Cuadernos azul y marrón circulaban también entre los amigos. Durante toda su vida, Iris Murdoch se sintió a la vez fascinada y repelida por la figura y el pensamiento de Wittgenstein, a quien no dejó de tener en cuenta como crítico de sus propias preocupaciones y sobre cuyo sistema filosófico no temía exponer a la vez sus personales y fundamentadas dudas. La personalidad magnética y despótica del filósofo fue además uno de los primeros modelos para un tipo de personaje masculino que se repite mucho en sus novelas, el hombre intelectualmente poderoso y seductor, sádico y arrogante, que suele tejer a su alrededor una telaraña en la que todo el mundo queda atrapado. Elias Canetti, exiliado en Londres y con quien Murdoch tuvo una relación íntima y clandestina durante muchos años, inspiraría también este prototipo. La primera novela de Murdoch, Bajo la red (1954), debe su título a la idea del lenguaje en el primer Wittgenstein y uno de sus personajes, Hugo, es un retrato de Yorick Smythes. La segunda, The Flight From the Enchanter (1956), dedicada a Canetti, también presenta a un grupo de discípulos fuertemente influidos por un maestro carismático.

Entre 1948 y 1963, Murdoch fue profesora de filosofía en el St. Anne’s College de Oxford, una época muy intensa tanto en lo intelectual como en lo personal. Al tiempo que publicaba sus primeros trabajos serios sobre filosofía moral, discutiendo con maestros y colegas –Gilbert Ryle, Stuart Hampshire, Richard M. Hare, A. J. Ayer–, y se estrenaba tardíamente en la novela, vivió una vida sentimental bastante agitada con hombres y mujeres. Entre sus amantes de entonces se contaron Frank Thompson –que murió en la guerra–, Canetti, Franz Baermann S

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