Título original: La Dame aux camélias
Traducción: Nuria González Esteban
1.ª edición: octubre, 2016
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
Diseño de portada e interior: Donagh I Matulich
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-554-8
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Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com
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Contenido
Portadilla
Créditos
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo I
En mi opinión, no se pueden crear personajes sino después de haber estudiado mucho a los hombres, del mismo modo que no se puede hablar una lengua sino se la ha aprendido seriamente.
Como todavía no he llegado a la edad de inventar, me limito a relatar.
Le pido, entonces, al lector que se convenza de la realidad de esta historia, cuyos personajes, a excepción de la heroína, todavía viven.
Por otra parte, hay en París testigos de la mayor parte de los hechos que aquí recojo, y que podrían confirmarlos, si mi testimonio no bastara. Por una circunstancia particular solo yo podía escribirlos, porque solo yo fui el confidente de los últimos detalles, sin los cuales hubiera sido imposible hacer un relato interesante y completo.
Pues bien, veamos cómo llegaron a mi conocimiento esos detalles.
El 12 de marzo de 1847 vi en la calle Lafitte un gran cartel amarillo en que se anunciaba la subasta de unos muebles y otros curiosos objetos de valor. Dicha subasta tenía lugar tras un fallecimiento. En el cartel no figuraba el nombre de la persona muerta, pero la subasta iba a llevarse a cabo en la calle Antin, número 9, el día 16, de doce a cinco de la tarde.
El cartel indicaba, además, que el 13 y el 14 se podía ir a ver el piso y los muebles.
Siempre he sido aficionado a las curiosidades. Me prometí no perderme aquella ocasión, ya que no de comprar, por lo menos de ver.
Al día siguiente me dirigí a la calle Antin, número 9. Era temprano y, sin embargo, ya había gente en el piso: hombres e incluso mujeres, que, aunque vestidas de terciopelo, envueltas en cachemira y con elegantes cupés esperándolas en la puerta, miraban con asombro y hasta con admiración el lujo que se ostentaba ante sus ojos.
Más tarde comprendí aquella admiración y aquel asombro, ya que, al ponerme a observar yo también, advertí sin dificultad que estaba en la casa de una cortesana. Y si hay algo que las muje