El brazo marchito

Thomas Hardy

Fragmento

cap

I
Una lechera abandonada

Era una granja de ochenta vacas, y toda la tropa de ordeñadores, los permanentes y los provisionales, estaban trabajando; porque, a pesar de que la época del año no era aún sino primeros de abril, el alimento crecía ya abundante en los pastizales, y las vacas estaban «llenando los cubos hasta los topes». La hora era alrededor de las seis de la tarde y, habiendo ya terminado con tres cuartos de los grandes, rojos, rectangulares animales, había ocasión de charlar un poco.

—He oído decir que mañana se trae a la novia a casa. Hoy han llegado a Anglebury.

La voz parecía salir del vientre de la vaca llamada Cherry, pero la que hablaba era una ordeñadora que tenía la cara hundida en el costado de aquel plácido animal.

—¿La ha visto ya alguien? —dijo otra.

La primera respondió negativamente.

—Pero dicen que es una muchachita de mejillas sonrosadas que parece una flor —añadió; y mientras hablaba, la ordeñadora volvió la cabeza para poder mirar, por encima del rabo de la vaca, al otro extremo del establo, donde una mujer de unos treinta años, delgada y desvaída, estaba ordeñando, algo apartada de los demás.

—Dicen que es varios años más joven que él —prosiguió la segunda, lanzando, asimismo, una mirada llena de intención en aquella dirección.

—¿Cuántos años le echas a él?

—Unos treinta o así.

—Más bien unos cuarenta —intervino un viejo ordeñador que estaba cerca, con un largo delantal o mandil blanco y el ala del sombrero echada hacia abajo y atada, de tal forma que parecía una mujer—. Nació antes de que se construyera la gran presa, y yo no tenía jornal de hombre cuando sacaba agua de allí.

La discusión se hizo tan acalorada que el murmullo de los chorros de leche se hizo espasmódico, hasta que una voz que salió del vientre de otra vaca gritó con autoridad.

—¡Ya está bien! ¿Qué diablos nos importa a nosotros la edad del granjero Lodge o la nueva mujer del granjero Lodge? Tendré que pagarle nueve libras al año por el alquiler de cada una de estas vacas lecheras, sea la que sea su edad o la de ellas. Seguid con vuestro trabajo o se nos hará de noche antes de que hayamos terminado. Ya se está poniendo rosa el cielo.

El que así habló era el dueño de la vaquería en persona, el que daba empleo a los ordeñadores.

Ya no se dijo nada más acerca de la boda del granjero Lodge en voz alta, pero la primera mujer le susurró, por debajo de la vaca, a su vecina más próxima:

—Es muy duro para ella —refiriéndose a la lechera flaca y ajada, antes mencionada.

—Oh, no —dijo la segunda—. Hace varios años que él no se habla con Rhoda Brook.

Cuando acabaron de ordeñar lavaron los cubos y los colgaron de una especie de perchero con muchos ganchos, hecho, como era de costumbre, de la rama descortezada de un roble puesta verticalmente sobre el suelo: parecía una descomunal asta de ciervo. Después, la mayoría se dispersó por diferentes direcciones hacia sus casas. Un muchacho de unos doce años recogió a la mujer delgada, que no había dicho nada, y los dos se fueron también, campo arriba.

La ruta que siguieron estaba apartada de las que seguían los demás y conducía a un paraje solitario que estaba más arriba de los pastizales y no lejos de los confines del erial de Egdon, cuyo oscuro perfil podían ver en la lejanía al acercarse a casa.

—Acaban de decir en el establo que tu padre se trae mañana a casa a su joven esposa desde Anglebury —comentó la mujer—. Quiero que vayas al mercado a comprar unas cuantas cosas, y seguro que te los encontrarás.

—Sí, madre —dijo el muchacho—. Entonces, ¿se ha casado padre?

—Sí... Podrás echarle un vistazo a ella y decirme cómo es, si la ves.

—Sí, madre.

—Si es morena o rubia, y si es alta..., tan alta como yo. Y si tiene aspecto de ser una mujer que ha trabajado siempre para ganarse la vida o de una que siempre ha tenido dinero y nunca ha hecho nada, y si tiene aire de dama, como espero que tenga.

—Sí.

Treparon por la colina bajo la luz del crepúsculo y entraron en la cabaña. Los muros eran de barro; muchas lluvias habían bañado sus superficies, produciendo en ellos canalillos y depresiones que hacían invisibles las lisas fachadas originales, mientras que aquí y allá, en la barda que hacía las veces de tejado, sobresalía una viga como un hueso que asoma entre la piel.

Ella se arrodilló junto a la chimenea, delante de dos matojos de turba puestos juntos con brezos en medio; los encendió y sopló las cenizas candentes hasta que la turba ardió. El resplandor iluminó sus pálidas mejillas e hizo que sus ojos oscuros, que una vez habían sido hermosos, parecieran hermosos otra vez.

—Sí —prosiguió—, mira si es morena o rubia, y si puedes, fíjate en si sus manos son blancas; si no lo son, mira a ver si son como las de la mujer que siempre ha hecho faenas caseras únicamente, o si son manos de lechera, como las mías.

El muchacho volvió a asentir, esta vez sin prestar atención, y sin que su madre se diera cuenta de que estaba haciendo, con su navaja, una incisión en la silla con respaldo de madera de haya.

II
La joven esposa

La carretera que va de Anglebury a Holmstoke es llana en general, pero hay un lugar en el que una brusca elevación rompe su monotonía. Los granjeros que regresan a casa desde el mercado del pueblo mencionado en primer lugar, que hacen trotar a sus caballos durante el resto del camino, les hacen ir al paso durante esta breve cuesta o pendiente.

Al día siguiente por la tarde, cuando el sol aún resplandecía, un soberbio birlocho nuevo de color limón y ruedas rojas iba por la llana carretera en dirección oeste tirado por una poderosa yegua. El conductor era un pequeño terrateniente de edad viril, pulcramente afeitado como un actor, y su rostro tenía esa tonalidad bermejo azulada que con tanta frecuencia agracia las facciones de los granjeros prósperos cuando van de vuelta a sus casas después de haber hecho un buen negocio en la ciudad. A su lado iba sentada una mujer bastantes años más joven que él —casi, de hecho, una muchacha—. También su cara tenía buen color, pero era de una calidad totalmente distinta: suave y evanescente, como la luz a través de un puñado de pétalos de rosa.

Poca gente viajaba por aquel camino, pues la carretera no era principal; y la larga faja blanca de gravilla que se extendía ante los ojos de la pareja estaba vacía excepto por una pequeña mancha en el horizonte que apenas se movía, y que al cabo de unos instantes se reveló como la figura de un muchacho, que subía a paso de caracol y miraba hacia atrás continuamente, llevando un pesado bulto que era el pretexto, si no la causa, de su dilación. Cuando los ocupantes del oscilante birlocho aminoraron la marcha al principio de la cuesta ya mencionada, el caminante estaba sólo unas pocas yardas delante de ellos. Sujetó el enorme bulto poniéndose una mano sobre la cadera y se volvió para mirar fijamente a la mujer del granjero, como si estuviera leyendo a través de ella, mientras seguía caminando, de lado junto al caballo.

El

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